Y luego estaba el caso de San Kevin y el mirlo.
Brazos en cruz, el santo se arrodilla
en su celda, pero la celda es estrecha, así que
la palma de una mano sale por la ventana, rígida
como un travesaño, cuando un mirlo desciende
y se acurruca y monta ahí su nido.
Kevin siente la tibia puesta, el pecho diminuto,
las garras y la limpia cabeza arrebujada
y, al descubrirse parte de la cadena eterna de la vida,
siente piedad: ahora tendrá que estarse semanas
con el brazo extendido como una rama a la intemperie,
hasta que los polluelos nazcan y cobren fuerzas y aprendan a volar.
*
Puestos a imaginar la escena,
imaginad que sois Kevin. ¿Cuál de todos es él?
¿Olvidado de sí o viviendo un suplicio
con dolores entre cuello y muñeca?
¿Le hormiguean los dedos? ¿Siente aún las rodillas?
¿O es que el vacío subterráneo
ha trepado por él a ciegas? ¿Hay distancia en su cabeza?
A solas, y reflejado limpiamente en el río profundo del amor,
reza: «trabajar y no buscar descanso»,
una oración que eleva de cuerpo entero
pues ha olvidado el ser, olvidado el mirlo,
y en la orilla el nombre del río ha olvidado.
trad. J. D. / el original, aquí.
Hace más de dos años que Seamus Heaney
nos dejó: una muerte quizá anunciada por sus problemas de salud, pero no por
ello menos triste. Me gustaría recordarle aquí con uno de los poemas más
célebres de su última etapa, este «San Kevin y el mirlo»
en dos partes que apareció originalmente en su libro The Spirit Level de 1996. Un poema que toma como punto de partida
una vieja fábula referida al eremita irlandés Kevin de Glendalough, fundador de la abadía del mismo nombre, que según
se dice llegó a vivir 120 años (del 498 al 618 d. C.), pero que es también una
metáfora espléndida sobre el trance poético y el don para ser uno con aquello
que se concibe desde la imaginación. Keats lo llamaba «capacidad
negativa». Es también un poema sobre la piedad y el amor por todo lo vivo,
como si Kevin fuera un heraldo irlandés de San Francisco.
En cualquier caso, se
convirtió en uno de sus poemas más célebres, y quienes se lo escuchamos decir
en público no olvidamos el placer con que lo hacía, el guiño travieso que subrayaba el vaivén de sus manos al dibujar en el aire la celda y el vuelo del mirlo, el brazo extendido para recibirlo, la voz tranquila y un poco sonámbula con que leía la segunda parte, como si hablara de memoria o recordara algo de lo que había sido testigo. Y, en el fondo, era así.