–Aquí estás, con las ruinas.
–Es mi sitio.
–¿Llegaste por tu cuenta,
o alguien movió los hilos sin querer?
–Brillaban como nieve.
Eran copos que el viento
mecía en breves remolinos.
–Es triste el espectáculo
de la repetición, el agua
desnutrida.
–Nadie me dijo nada. –Nadie
era la contraseña.
–Hablas como si fuera irremediable.
–Hablamos por hablar, o así parece.
–Pero el niño que hablaba con el cuervo
no decía lo mismo.
–El niño se perdió en el bosque.
–Huellas
y más huellas en círculo,
como una diana…
–Lo recuerdo.
Era una tarde de septiembre
y el calor arreciaba:
polen sucio, álamos orgullosos
como lenguas de fuego.
–Lo recuerdo. Había tres caballos
en lo alto de una colina.
–Lo recuerdo:
el mundo estaba en calma y la casa en silencio.
–Pero el niño que dibujaba cuervos
vivía en esa casa.
–Era una mella en el mirar,
una mota de polvo en el ojo indefenso.
–La vi más tarde,
posada sobre nuestros nombres
en el libro de entradas de la clínica.
–Allí, junto a los árboles nevados,
fuimos felices.
–Pero el niño que alimentaba al cuervo
era el dueño y señor de los pasillos.
–Lo sabes.
–Más allá de
los árboles no hay nada.
–No. Sí. Quiero decir que has vuelto.
–Aquí estoy, con las ruinas.
–Nunca te fuiste.
–Siempre lejos, siempre volviendo a casa.
Emociona.
ResponderEliminarGracias, Isabel.
ResponderEliminares verdaderamente original y muy bueno.
ResponderEliminarGracias. J12
ResponderEliminarEl niño, las ruinas, el cuervo. La jaula y esas alas. El niño, sí, el niño.
ResponderEliminarEste tránsito díalógico que es el poema, avanzando, avanzándonos... Me has llevado tb a la casa de Rulfo, al mundo transonírico de Pedro Páramo. Gracias, Jordi.
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