Los
apuntes de Elias Canetti se dieron a conocer en España en 1982 con la
publicación de La provincia del hombre.
Carnet de notas 1942-1972 en la colección de ensayo de la editorial Taurus.
En el marco de una serie que dio a conocer libros de Adorno, Eliade, Ricoeur o
Benjamin, este «carnet de notas» representaba una cierta anomalía. No se estaba
ante un ensayo ni un estudio sistemático, ni siquiera ante un compendio más o
menos coherente de piezas sueltas, sino ante un enjambre de apuntes, ocurrencias,
notas de lectura y aforismos ordenados cronológicamente que, para colmo, se
presentaba como subproducto de una obra mayor (Masa y poder, 1960) cuya primera edición española había pasado
desapercibida (Métodos vivientes, Barcelona, 1977). El libro, pues, tenía un
aire testamentario que no hacía sospechar que era el primer capítulo de un
proyecto más vasto (en el volumen de las Obras
completas dedicado a sus Apuntes,
La provincia del hombre ocupa un
tercio del total). A lo que contribuía el que su autor no dudara en
pronunciarse a menudo ex cátedra, con la autoridad que le otorgaba una vida de
intensa actividad intelectual.
•
Quizá
lo más anómalo de esa autoridad es que provenía de alguien que se negaba a
definirse como filósofo –antes bien, que decía «desconfiar» de los filósofos,
digamos, profesionales– o como experto en ninguna de las ramas del saber
humanístico. No, Canetti insistía en definirse como un autor de ficciones que
había dedicado treinta años a un proyecto titánico: el estudio de la masa como
fenómeno ligado a las estructuras de poder y los órdenes sociales. El resultado
era un libro desigual, de naturaleza poco académica, que procedía más por el principio
de analogía que por el de síntesis, que gustaba más de la anécdota
significativa que de la lógica de la argumentación.
•
Canetti
se concibe también como un ensayista puro,
empeñado en no dar nada por sabido, jugando a ser un poco el buen salvaje que
prefiere hacerse preguntas ingenuas antes que dar por cierto un argumento de
autoridad. Por no hablar de la repugnancia que le inspira el cientificismo y
cualquier forma de pensamiento dogmático. Su único capital es la curiosidad, la
tensión intelectual, su afinidad electiva y una inmensa capacidad para leer y
activar con la imaginación la secreta red de correspondencias que rige el
mundo. Por ahí se entiende la importancia del mito en su trabajo: el mito como pensamiento originario, como
realidad que atrae y repele a la vez las interpretaciones, que genera una
plétora de discursos incapaces de agotarlo o de iluminarlo por completo.
•
Donde
Canetti se siente a gusto es en entornos fallidos o incompletos, en el espacio que
abren proyectos hiperbólicos como el suyo propio; en este sentido, es un hijo
más de Nietzsche, cuya luz recibe mediante el prisma interpuesto, entre otros,
por Kraus, Musil o los expresionistas. Lo asistemático alienta también en los
relatos de los pueblos primitivos –vivero de incitaciones que encapsulan toda el
vigor del pensamiento mítico– o en libros raros como las Vidas breves de John Aubrey, el diario de Hebbel y Specimens of Bush Folklore de los
lingüistas Bleek y Lloyd. Hay en él, lector omnívoro, un recelo visceral de la
pedantería libresca, de toda forma de afectación destinada a reducir la
importancia formativa de la experiencia vital. Y aquí su enemigo explícito es
Borges, a quien llama «sus antípodas»: «No me gusta nada Borges. No choca con
piedra. La reblandece». De nuevo emerge su vena de buen salvaje que desconfía
del intelecto puro y cree ver en sus edificios conceptuales un espejismo. Parece
que vislumbraba con claridad –y temía, con una mezcla de espanto y de desdén–
el fondo nihilista y disolvente que anida tras la máscara de las ficciones
borgesianas.
•
En
sus apuntes, Canetti convierte de manera explícita el odio a la formalización y
los sistemas cerrados en odio a la muerte.
En rigor, no hay diferencia: el sistema y la muerte son manifestaciones de un
mismo fenómeno («Nada hay más horrible que la unicidad. ¡Oh, cómo se engañan
todos esos supervivientes!»). Tan pronto trazamos límites o cerramos fronteras,
reconocemos la existencia de la muerte y su derecho a actuar sobre nosotros,
esto es, a cerrar la frontera de nuestras vidas. El afán de sistematización no
es sino deseo de servir a la muerte, despojándola de sus atributos más
horrendos, convirtiéndola en un accidente más de la existencia, algo natural y esperado. Se entiende así que
dedicara más de treinta años a su estudio de la masa: la magnitud del proyecto
impedía un final inmediato y actuaba, en cierto modo, como un seguro de vida. Su
resistencia a formalizar datos y extraer conclusiones actúa como razón y fuerza
motriz de la existencia: cerrar el libro es rendirse ante la muerte.
•
La
existencia ideal se basa en la agregación.
El mapa de los apuntes se asemeja a un racimo o una constelación: todo le
rodea, todo excita su curiosidad, todo lo aparta de sí… pero para verlo mejor.
Busca la amplitud, la diversidad, pero una diversidad en la que cada elemento
se muestre entero, irreducible, sin maquillajes ni artificios. Lo que quiere son
frases sencillas pero a la vez duras como pedernales, enigmáticas. Mientras se
mantengan a distancia unas de otras, hay esperanza; mientras graviten a nuestro
alrededor, la muerte no podrá romper el cerco. Cada frase es un ladrillo en el
muro alzado contra la muerte: no sólo ofrecen una resistencia casi obsesiva a
ser interpretadas o incluidas en un marco formal que lime sus aristas, sino que
el autor vive su distancia de ellas como un retraso forzado del final y, por
tanto, como vigilia o motivo de tensión: «Todo lo inacabado era mejor. Te
mantenía en vilo y descontento».
•
Canetti
se aparta de manera visible de las vetas centrales del aforismo, signadas bien
por un tono sentencioso y cercano a la máxima, bien por el ingenio mordaz, el jeu d’esprit y la observación
costumbrista. Esto se aplica no sólo a la tradición francesa –de la que sólo
parece salvar a Joubert–, sino a escritores centrales en su formación como
Lichtenberg y Stendhal. De Lichtenberg, en concreto, aprecia la sequedad
irónica, la dureza de las frases (en las que sí se «choca con piedra»), su capacidad para juzgarse con la misma
impiedad con que mira el mundo. Pero en Lichtenberg las frases, siendo partes
de una totalidad conjetural, son autónomas y están completas, contienen las
claves que permiten comprenderlas y ponerlas en relación con el mundo al que apostillan.
Litchtenberg no amaga: no amenaza con un golpe para luego retirar la mano. En
Canetti, en cambio, abunda no sólo la frase incompleta, que amaga un sentido
elusivo, sino también la gestualidad pura y dura, esto es: la declaración de
intenciones, el brindis al sol, la simple enunciación de un deseo. Sí, los carnets incluyen apuntes muy diversos (notas
de lectura más o menos detallada de obras clásicas; mini-cuentos o fábulas
truncadas; pequeñas observaciones de este o aquel personaje, convertido en categoría),
pero su clave musical es el autor hablando consigo mismo, aplaudiéndose o
increpándose, ordenándose decir tal cosa, dirigiendo el movimiento de su
conciencia y su deseo. Esta clave se hace más audible conforme pasan los años, acompañada
de un gusto creciente por la brevedad y la expresión trunca. El impulso
autoexhortativo se alía con una gestualidad que suele complacerse en la mera
exposición, frases breves o sintagmas nominales que refieren una realidad
desnuda de contexto y desarrollo: «Inventar cosas de poca monta»; «Beneficios
de la conciencia»; «Ilusiones como olores»; «Seres vivos hechos de juramentos»,
etc.
•
Canetti
convierte la nota en un género volitivo: su ser es un querer ser, un acto de fe; y también un movimiento simultáneo de
repliegue y de búsqueda del lector, a quien se ignora y se requiere para que
complete la propuesta de sentido del texto. Este movimiento alcanza su
paroxismo en el libro póstumo Libro de
los muertos (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, Barcelona, 2010), summa de las notas, fragmentos y
aforismos que escribió sobre y contra la muerte y que leemos, en gran parte, como
una acumulación reiterativa de frases en las que se limita a exponer o constatar ese odio. Cierto es –siendo
justos– que hay un intento accidental de revisar la noción de la muerte en la
Biblia y la mitología grecolatina, en ciertas tragedias clásicas, en la
configuración del pensamiento cristiano y nuestro modo de contar(nos) la Historia.
Pero tan cierto es que nada dice sobre asuntos como la muerte digna, el dolor y
la enfermedad terminal, la indignidad de la agonía y la aflicción de la carne,
en absoluto marginales para un repensar contemporáneo de la muerte. Las notas de
este Libro de los muertos son
momentos de un diálogo continuo consigo mismo en el que su autor se exhorta a
seguir y se reafirma en la necesidad de un libro semejante. A veces duda, pero sólo
para rehacerse de inmediato: «¿Aún más parloteo? ¿Para qué? ¿Consuelo?». Y
luego: «Rechazar a la muerte (rechazar la declaración)»; «Más simulaciones.
¿Salvaciones? Ninguna». Y al fin: «Podría ser que nada cuente, excepto tu
convicción. // Podría ser que estés destinado a ser verdugo de la muerte y nada
más. // Por eso callas durante tanto tiempo: porque no hay nada más que estés
destinado a decir».
•
La
dimensión de brindis al sol se vuelve omnipresente y despierta el fantasma de
la megalomanía; se llega al extremo de condenar por «abominables» todos los
intentos del pensamiento por reconciliarnos con la idea de nuestra muerte
inevitable, que configuran una de las vetas más poderosas de nuestra propia
tradición intelectual. ¿Es que Canetti pretende decirnos que basta con negar a
la muerte, que basta con que él niegue a
la muerte, para exorcizar su influjo? Desde luego, tomada en sentido lato, esta
pretensión se nos antoja ridícula; pero en sentido figurado, leída a la luz del
pensamiento mítico tan querido por él, se vuelve más fértil: el libro como un
elenco de enigmas que inducen a la reflexión –y la identificación– imaginativa,
pero que a la vez se sustraen a la tarea disgregadora de la razón crítica. Es
decir, que se sustraen expresamente a la labor del tiempo: para nuestro autor, lo
deseable es que cada una de sus frases tenga la opacidad y la capacidad de
sugerencia de un petroglifo.
•
La
lectura de Libro de los muertos arroja,
en fin, una curiosa luz retrospectiva sobre la totalidad de los apuntes; nos
permite entenderlos mejor y discriminar su calidad genuina. Pero sobre todo aclara
el peculiar modo de modernidad de esta escritura: un querer ser, una proyección
de futuro que es a la vez huella fósil, un eco del origen que solo siendo
hipérbole se ve capaz de proyectarse sobre el presente.
Publicado en la
revista Quimera, núm. 388, marzo de
2016, pp. 21-23.