lunes, mayo 02, 2016

notas de un impostor / 8


Era mi primer libro. Una fea edición institucional, debida al premio que había obtenido un año antes, sin más destino que el de languidecer en alguna bodega del ayuntamiento. Cuando me dieron mis ejemplares, observé que la tinta seguía fresca: cada vez que el pulgar se posaba sobre la cubierta, dejaba una huella que borraba la ilustración y desleía el título. Cuando quise darme cuenta, la cubierta estaba empapada en las curvas de nivel de mis dedos. Esa tarde, durante la ceremonia de entrega del premio –una comida absurda, que no se acababa nunca–, fui testigo de cómo todos los ejemplares de los invitados se iban degradando, manchándose con su propia tinta mezclada con el sudor de los dedos y los cercos de comida en el mantel.

Los organizadores habían dejado dos o tres cajas con ejemplares del libro en mi habitación de hotel. No me atreví a abrirlas. Pero esa noche soñé que la tinta del interior se iba desvaneciendo hasta esfumarse y que los libros quedaban en blanco. Aún me daba tiempo a ver los últimos momentos del proceso: abría una caja, tomaba un ejemplar y veía cómo el poema desaparecía ante mis ojos. Ocurría una y otra vez. Era como si la tinta se disolviera en contacto con el aire.

Desperté con alivio. Seguía sin atreverme a abrir las cajas de libros, pero la inquietud creada por el sueño pudo más que cualquier precaución. La tinta ya estaba más seca, pero me limité a tomar un ejemplar por los bordes, como quien saca una fuente del horno, y a hojearlo tímidamente. Así que esto es publicar, me dije. Me sentía ridículo. Cuando me pareció que hasta el agua de la ducha venía manchada de tinta, supe que iba a ser un día muy extraño.

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