Era mi primer libro. Una fea edición institucional, debida al
premio que había obtenido un año antes, sin más destino que el de languidecer
en alguna bodega del ayuntamiento. Cuando me dieron mis ejemplares, observé que
la tinta seguía fresca: cada vez que el pulgar se posaba sobre la cubierta,
dejaba una huella que borraba la ilustración y desleía el título. Cuando quise
darme cuenta, la cubierta estaba empapada en las curvas de nivel de mis dedos.
Esa tarde, durante la ceremonia de entrega del premio –una comida absurda, que
no se acababa nunca–, fui testigo de cómo todos los ejemplares de los invitados
se iban degradando, manchándose con su propia tinta mezclada con el sudor de
los dedos y los cercos de comida en el mantel.
Los organizadores habían dejado dos o tres cajas con ejemplares
del libro en mi habitación de hotel. No me atreví a abrirlas. Pero esa noche
soñé que la tinta del interior se iba desvaneciendo hasta esfumarse y que los
libros quedaban en blanco. Aún me daba tiempo a ver los últimos momentos del
proceso: abría una caja, tomaba un ejemplar y veía cómo el poema desaparecía
ante mis ojos. Ocurría una y otra vez. Era como si la tinta se disolviera en
contacto con el aire.
Desperté con alivio. Seguía sin atreverme a abrir las cajas de
libros, pero la inquietud creada por el sueño pudo más que cualquier
precaución. La tinta ya estaba más seca, pero me limité a tomar un ejemplar por
los bordes, como quien saca una fuente del horno, y a hojearlo tímidamente. Así
que esto es publicar, me dije. Me sentía ridículo. Cuando me pareció que hasta
el agua de la ducha venía manchada de tinta, supe que iba a ser un día muy
extraño.
2 comentarios:
Muy bueno, Jordi. :D
Gracias, Vanesa...
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