Una de esas lecturas
juveniles por las que sigo teniendo un cariño especial es El tapiz de
Malacia, de Brian W. Aldiss, que leí en la vieja edición de tapa dura de
Minotauro (la hoja de respeto sigue teniendo las marcas a lápiz de Tina, la
responsable de la librería Universal de Gijón, que soportaba mis visitas
interminables con paciencia socarrona: dice ahí que el libro llegó a la tienda
el 17 de diciembre de 1984 y que yo lo compré exactamente dos meses después, el
17 de febrero de 1985, por mil doscientas pesetas, unos siete euros y medio,
toda una fortuna para el muchacho de diecisiete años que era entonces). Aldiss es
uno de los maestros de la ciencia ficción clásica gracias en especial a la
trilogía de Heliconia, pero The Malacia Tapestry, publicada
originalmente en 1977, fue una anomalía en su carrera: una novela picaresca con
ribetes fantásticos y situada en un trasunto de la Venecia renacentista (la
Malacia del título, aunque en esas sílabas también alienta el recuerdo del
viejo emporio comercial de Malaca), una ciudad-estado cuyos habitantes
descienden de los dinosaurios y en la que toda forma de cambio está prohibida.
Un breve paseo por la red me hace pensar que no estoy solo en mi devoción: son
muchos los que recuerdan con placer su mezcla de ironía, desenfado y erotismo,
y sobre todo la precisión y la riqueza de su estilo. Más allá de los guetos
genéricos, Aldiss era un escritor y prosista admirable que bebía lo mismo de la
novela popular (Mary Shelley, Dickens, H.G. Wells) que de la modernidad
rutilante de Yeats o Virginia Woolf, por no hablar de los Inklings de su
Oxford natal.
El caso es que la novela
va encabezada por un breve poema que recuerdo a la perfección porque fue uno de
mis primeros «descubrimientos» líricos. Son versos que Aldiss dedica a su
mujer, Margaret Christie Manson, y en la versión de Manuel Figueroa –el
traductor del libro– dicen así:
el tiempo bajo un amanecer
de cristal, y nubes de polen
que cruzan el océano verde
tú eres mi sueño
verde sueño de existencia
frágil pero perdurable
Años después, cuando leí
los poemas imagistas de Pound o H.D., entendí mi fascinación adolescente
por estos versos: brevedad, condensación, la capacidad para tomar un instante
de percepción (una visión del mundo natural) y convertirlo en emblema,
ese lirismo asordinado de la segunda estrofa, con la repetición de un «sueño
[...] / frágil pero perdurable» que da la medida exacta de nuestro existir...
La huella de esta lectura revivió al cabo de veinticinco años y se coló en mi
poema «Una vida», concretamente
en su punto 17, en el que inserté esos tres versos finales en forma de homenaje
privado... pero también con la certeza de que me ayudaban a concretar, o mejor
a enriquecer, el sentido del conjunto:
17. Nubes de polen a la luz oblicua de la tarde. Un aire sutil mueve las
acacias y despierta retinas, vislumbres, lujurias tardías. Tú eres mi
sueño, verde sueño de existencia, frágil pero perdurable.
El caso es que ahora,
cuando el escritor y traductor Lawrence Schimel está embarcado en la tarea de
traducir No estábamos allí al inglés, he vuelto sobre la novela de
Aldiss para encontrar el texto original de esos versos y citarlos tal cual en
la traducción. Y ahí es donde me he llevado una sorpresa (no diré «mayúscula»,
pero casi), pues resulta que el poema original de Aldiss no tiene mucho que ver
–nada, en rigor– con la versión que yo había leído todos estos años. Veamos:
time under prisms
dawn and pollen clouds afloat
presaging changes
you are the glimpsed light
in my smokey existence
frail but enduring
Que podría traducirse más
o menos así:
el tiempo bajo prismas
amanecer, y nubes de polen suspendido
que presagian cambios
tú eres la luz entrevista
en mi nublada existencia
frágil pero perdurable
Sólo un verso, el último,
coincide con la versión de Figueroa. Nada de «sueño» en el poema de Aldiss,
ningún «océano verde», ningún «verde sueño de existencia»... Se me ocurrió que
quizá el traductor había partido de una versión primera o primitiva del poema
que luego, en ediciones posteriores, Aldiss habría reescrito, pero Google Books
me ha permitido acceder a la primera edición británica de la novela y ahí el
poema aparece tal cual, sin cambios. Aldiss nunca lo modificó.
De manera que llego a la
conclusión de que ese poema que tanto me gustó hace treinta y tres años (una
edad significativa) es obra, en realidad, de su traductor, Manuel Figueroa, que
se inspiró en los versos de Aldiss para crear su propio emblema verbal. Lo hizo
traicionando el engarce de los versos con la novela, pues esas «nubes de polen
/ que presagian cambios» son una referencia indudable al tiempo detenido de
Malacia, la ciudad inalterable donde toda novedad está prohibida, pero siendo
quizá fiel al germen imagista del original: el contraste luz/nublado de
la segunda estrofa se resuelve en su versión en un contraste mucho más nítido y
luminoso, más concreto (que hubiera hecho, me parece, las delicias de Pound o
de Charles Tomlinson): nubes de polen sobre un océano verde...
No hay moraleja en esta
historia, salvo tal vez para recordar –de nuevo– que nuestro aprendizaje y
nuestro historial de lecturas están llenos de malentendidos y confusiones, de
interferencias... Nada es del color con que lo pintan, literalmente: lo que era
«verde» se revela, en realidad, «nublado» y hasta «humeante» (el otro sentido
de la palabra «smokey»). Manuel Figueroa es uno de los traductores más
notables y prolíficos de la literatura fantástica y de ciencia-ficción, gracias
entre otros motivos a su larga asociación con Minotauro (suya es, por ejemplo,
la traducción clásica de El hobbit de Tolkien). Pero está claro, al
menos por este ejemplo, que había en él un poeta secreto con ganas de hacerse
ver. Y que –por improbable que fuera– encontró un lector receptivo en ese
muchacho de Gijón que lo ignoraba todo sobre su futuro, y mucho menos que
terminaría haciendo versos. Ahora toca traducir esa segunda estrofa de Aldiss-Figueroa
al mismo idioma inglés del que decía provenir. El juego de las metamorfosis
sigue su curso.
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