Algo que no he tardado en descubrir en
mis paseos con la perra es que casi nadie se saluda ya por la calle. En
realidad, no es la calle. Nos cruzamos a primera hora en un parque urbano donde
apenas hay tránsito, pero esta soledad, lejos de facilitar los encuentros, los
vuelve más opacos, más ariscos, como si temiéramos comprometernos en exceso.
Hasta mis torpes intentos de saludo parecen más bien gruñidos, un cabeceo
animal. Los dueños de los perros no tenemos otro remedio que darnos los buenos
días, pero lo hacemos de manera mecánica y sin apartar los ojos del chucho a
nuestro cargo. Y cuando alguien ocasionalmente me saluda con una sonrisa o a
las claras, mi primera reacción es de sobresalto; luego intento compensar mi
grosería inicial, ese sonido gutural que hago pasar por «buenas», pero ni modo, como dicen los mexicanos.
Un día llegué a fabular que este acto
fallido del saludo es en realidad el resorte que nos empuja a seguir camino,
movidos por la incomodidad y el bochorno, pero sospecho que en mi exageración
quedaba un resto de mis vivencias inglesas. Aquí en Madrid es simple inercia,
el hábito de la calle trasplantado a los senderos del parque. Por lo demás,
nada nuevo. Supongo que a ciertas horas y en ciertos lugares la misantropía es
de rigor, pero la facilidad con que confirmamos nuestras peores expectativas
nunca deja de sorprenderme.
Como paseante de perra, mi vivencia es distinta. Quizá porque no vivo en Madrid o porque aún creo en la sonrisa. Abrazo, Jordi
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