Vivo en un barrio de Madrid a caballo
entre dos o tres límites naturales y al menos uno artificial: un río, las
colinas de Moncloa, las vías del tren, un parque donde hace ochenta años se
situó durante meses el frente de guerra… Un barrio fronterizo, sí, pero también
un barrio incompleto o mal compuesto, hecho de retales, en el que ningún camino
es recto del todo y trazar curvas de nivel es casi un problema de física
cuántica (un problema, por lo demás, al que me enfrento cada mañana cuando
salgo a caminar con la perra y trato de no cansarme demasiado pronto encarando
pendientes muy pronunciadas o tramos imposibles de escaleras, pero esa es otra
historia).
Quizá lo que más me atrae de este barrio
es justamente su variedad –digamos– paisajística, el modo en que los retales se
yuxtaponen, a menudo sin solución de continuidad, para ofrecer un viaje en
miniatura por atmósferas que no son propias ni habituales de esta ciudad.
Aquella ladera de pinos altaneros bajo el cielo azul de agosto me hace pensar
en Roma; un poco más allá, la disposición vagamente caprichosa de los árboles y
el césped que rodean el camino de tierra parece un préstamo inglés; al cruzar
el puente que se eleva sobre las vías del tren y entrar en la otra mitad del
parque –su mitad, digamos, más precaria o pobretona–, tengo la sensación de
estar de nuevo en Sheffield, como si hubiera salido de clase y volviera a casa
por las veredas sucias y descuidadas del pequeño parque universitario; a medio
trayecto, la fachada gris metalizada del bloque de edificios que se destaca al
fondo, tras un primer plano de chopos blancos que casi lo ocultan de la mirada,
está sacado directamente de las afueras de una ciudad francesa; y así hasta el
infinito y más allá, que es la visión del Palacio Real desde un segundo puente
que me devuelve a la ermita y el breve cementerio donde están enterrados las
víctimas de los fusilamientos del 2 de mayo. Algunas de estas atmósferas
–insisto en el término– remiten a escenas de mi pasado; otras tienen la
cualidad del sueño, quiero decir, de lo que alienta con más fuerza en la
imaginación precisamente porque no tenemos certeza de haberlo vivido en primera
persona.
¿Por qué cuento todo esto? Pasan los
días, las semanas, y el aura de estas escenas no cambia ni disminuye; antes
bien, cobra fuerza con la repetición, y no hay manera de cruzar el puente en un
sentido sin pensar en Sheffield ni de cruzar el segundo puente, de linaje
goyesco, sin volver los ojos hacia ese rectángulo formalista que conocí de niño
en Tours o Le Havre. Y voy pensando que el tipo de escritura que más me atrae
ahora –al menos en la práctica o en mi horizonte de trabajo– tiene mucho que
ver con este diorama cambiante de mis paseos matinales. Una poesía hecha de
transiciones abruptas, repentinas, movida por la lógica imperturbable del
sueño, en el que cada salto es imprevisto y a la vez natural, como si tal cosa.
Una poesía en la que el paisaje ya no se deja moralizar ni destacar en primer
plano, como solía hace años, sino que proporciona un trasfondo oportuno para la
perplejidad, el enigma. Una poesía con la ligereza y la fluidez del caminar,
sí, pero capaz al mismo tiempo de convertir lo familiar en extraño, lo
inmediato en remoto, el presente en signo o secuela de lo que hubo antes (pues
los cambios en el espacio lo son también en el tiempo, y el misterio que emana
de ellos se alimenta del pasado –de aquello del pasado que seguimos sin
entender propiamente– o bien se proyecta hacia el futuro en forma de conjetura
o de premonición). Una poesía que incursiona cada día en el territorio de lo
que cree conocer para ver cómo eso consabido se aleja o se aparta o se disuelve
a su paso, sin dejar por ello de interpelarnos o de prometer alguna clave que
nos comprometa, valga el juego de palabras.
El sonambulismo –ese soñar despierto o
con los ojos abiertos que muchas veces se ha equiparado al acto creativo– puede
y debe ser fecundo si evita la tentación del hoyo umbilical, si se deja llevar
y traer por los afectos del mundo como la bola del pinball rebota y es golpeada por los muelles, resortes y paletas de
la máquina. Y los años no han hecho sino refrendar a mis ojos la sabiduría
estructural de este paseo sonámbulo, su condición de correlato de nuestro pasar
por el mundo: un pas(e)ar incierto, a tientas, a duras penas, pero también
iluminado por salvas redentoras de asombro y de plenitud que nos hacen pensar,
al menos por un instante, que algo se puede comprender si nos ponemos a ello.
El pas(e)o cada vez más incierto... como en la niñez todo vuelve a ser impreciso y posible, tal vez, y aunque ya se espere poco, o nada, algo sorprende...
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