Descubrí la poesía de Eugenio Montejo
tarde, muy tarde, con la publicación en Pre-Textos, en 1999, de su libro Partitura de la cigarra. En aquel
entonces vivía en Inglaterra y la publicación de Adiós al siglo XX dos años antes, en la editorial Renacimiento,
había escapado a mi radar de lector curioso. Compré el ejemplar de Partitura... porque el nombre de Montejo
había ido apareciendo con seductora insistencia en el sismograma de las
apreciaciones ajenas. Fue a finales de 1997, por ejemplo, cuando asistí a la
lectura de Rafael Cadenas en Londres, en la Universidad de Westminster. La
lectura (de la que ya hablé en otro artículo) no fue solo una revelación en sí
misma, sino que me hizo tomar conciencia de mi ignorancia asnal de la poesía
venezolana fuera de algún nombre prestigiado por los manuales: José Antonio
Ramos Sucre, Andrés Eloy Blanco... Un amigo me dijo: lee a Eugenio Montejo. Encontré
poemas sueltos en viejos números de la revista Vuelta y de la Gaceta del Fondo
(siempre, tarde o temprano, la intermediación de México), escarbé en
antologías, pregunté a más amigos, y de esta búsqueda intermitente me quedó el
polvillo de algunas imágenes y palabras recurrentes: Islandia, el alfabeto, la
nieve (o mejor: su ausencia), el canto de un pájaro (sin pájaro), Lisboa, Manoa
(la rima no es casual), una cigarra, un caballo... Y al fondo, como un rumor
que hacía vibrar los poemas, un neologismo que no parecía tal, o que al menos
no causaba extrañeza: terredad...
Recuerdo la lectura de los poemas de Partitura... como un acontecimiento. Pero
también como la puerta de ingreso –para el joven anglista desacomodado que yo
era entonces– a un Nuevo Mundo de lecturas, aprendizaje, descubrimientos: por
ejemplo, La máscara, la transparencia,
de Guillermo Sucre, que se convirtió en una guía imprescindible de nuevas
lecturas; la palabra flexible y fragmentada de Juan Sánchez Peláez; o la
palabra exuberante y mágica de Vicente Gerbasi...
Exuberante y algo mágica me pareció
también la poesía de Montejo, pero en su caso tamizada por un rigor compositivo
y una precisión rítmica que recogían la herencia del modernismo y la pulían con
las herramientas más perdurables de la vanguardia: el cincel de la elipsis, la
lima del distanciamiento y la contención emocional, la horma de una curiosidad
cosmopolita que se pone el mundo por montera y conoce los pasadizos ocultos que
unen los tiempos y los espacios, por dispares que sean. Era una poesía anclada
en tierra, sensitiva y sensorial, fascinada por la riqueza visible del mundo
pero en diálogo constante con su lado invisible. Una poesía de inquietudes
animistas cuya elegancia y hasta opulencia melódica no excluía la música más
suelta o azarosa de la conversación. Montejo retomaba incluso los motivos del
modernismo crepuscular –la vida de café, la seducción del viaje y la huida, el imán
de un paganismo risueño, sin culpa ni castigo, el aura de ciertas ciudades
europeas que parecen revivir con solo decirlas, pero también el aurea mediocritas de la vida provinciana,
la calidez erótica de ciertas formas de domesticidad– y les daba nueva vida, o
los volvía aceptables para el lector contemporáneo. Por las fotos que iba
encontrando aquí y allá, donde aparecía siempre con aspecto atildado y un
bigote a juego, Montejo se me antojaba un personaje del Barnabooth de Valéry
Larbaud, una especie de cónsul de entreguerras que habría podido codearse con
Pessoa, Saint-John Perse o Cavafis. Y, en cierto modo, así era. Su estancia en
Lisboa como agregado cultural de la Embajada venezolana fue una traducción
contemporánea de aquel destino vanguardista que sólo existe en nuestra imaginación,
pero que explica, por ejemplo, la simpatía de nuestro poeta por el mundo arisco
y turbulento de Maqroll el Gaviero, a quien –estoy seguro– le habría encantado recibir
con plácida cordialidad en las oficinas comerciales de algún puerto del
trópico.
Habrá
quien piense que estas ensoñaciones están fuera de lugar en una aproximación
crítica. Pero no me lo parecen, sinceramente, puesto que la lógica del sueño y
de las afinidades electivas está en el meollo de los poemas de Montejo, en su
forma de avanzar y desplegarse. El poema «Adiós al siglo XX» («Cruzo la calle
Marx, la calle Freud...») es quizá el ejemplo más inmediato, pero hay muchos
otros: «Mi padre muerto iba delante y detrás junio, de verdor ubérrimo...
Hablaba dormido, / con voz inubicable, / una voz rápida de cuando era muy joven
/ y yo no había nacido...»; «La vaca que al pasar alzó los ojos / y se quedó
mirándome / debió reconocerme / pues me llevó por siglos de paisajes...». En
los poemas de Montejo, machadianamente, todo pasa y todo queda, pero ese pasar
encadena y anexiona espacios como en un sueño, y al hacerlo anula el tiempo, o
convierte el tiempo en un solo presente encendido, tocado por la batuta de la
imaginación poética. Espacio y tiempo están ligados de manera inextricable, sí,
como en el verso que abre «Terredad» («Estar aquí por años en la tierra») o el
arranque asombroso (digno de haber sido dictado por los dioses, como quería
Valéry) de «Caracas»: «Tan altos son los edificios / que ya no se ve nada de mi
infancia...». A la vez, son muchos los pasajes de esta obra donde un lugar nos
lleva a otro, donde entramos por una calle o una vereda y salimos por otra
distinta, donde las ciudades y los países conversan de tú a tú, donde los
saltos en el tiempo son constantes y acaban derogando el peso del presente, el
agobio barroco del tic-tac en nuestros oídos. Por lo mismo, son célebres los
poemas donde el calor del trópico hace más intenso el frío europeo, o la ausencia
de nieve congela más que la nieve misma, en los que «Recuerdo siempre a
Trieste, / esa ciudad donde no he estado nunca, / ni de paso», o «No vi a
Manoa, no hallé sus torres en el aire, / ningún indicio de sus piedras», etc. Montejo
es un maestro en el arte de afirmar negando, y muchas de sus páginas son
memorables precisamente por el placer moroso con que rodea su asunto, con que
lo engasta en palabras que dan vueltas lenta, musicalmente, hasta cerrarse
sobre él. A este respecto me parece iluminador un fragmento del norteamericano
Charles Simic, estricto coetáneo suyo (también de 1938): «Nombramos una cosa y luego otra. Así es como el
tiempo entra en la poesía. El espacio, por otro lado, existe en virtud de la
atención que dedicamos a cada palabra. Cuanto más intensa nuestra atención, más
espacio, y hay mucho espacio en las palabras». Ese espacio que hay en las palabras de Montejo, que respira sin prisa en
ellas, rompe las limitaciones de la geografía y de la propia realidad material
para postular un tiempo a-histórico, el tiempo de lo real mágico, lo real visto
con la lente reveladora de la analogía y el extrañamiento. Lo subraya su
paisano Rafael Cadenas al recordar algunos de sus versos más sorprendentes: «Los muertos andan bajo tierra a caballo»; «Un instante la silla ha regresado a su lejano árbol»;
«En el cuadro de Uccello hay
un caballo que estuvo en Hiroshima»...
Dice también Simic en otro pasaje: «Hay un boletín del tiempo en casi todos los poemas
populares. El sol brilla; nevaba; soplaba el viento... El poeta popular sabe
que lo más inteligente es establecer de inmediato la conexión entre lo personal
y lo cósmico». Montejo estuvo
muy lejos de ser un poeta popular en el sentido recto de la palabra, pero nunca
perdió de vista, como Machado, la noción de la poesía como «cosa
cordial», y sus mejores poemas tienen ese mismo discurrir de «agua del buen manantial, / siempre viva, / fugitiva»
(«Poema de un día»). La sonora armonía de su estilo se sostiene en una línea de
bajo caracterizada por la llaneza y la naturalidad. Digo esto porque quizá lo
primero que me llamó la atención al leerlo fue la conexión que una y otra vez
establecía entre lo personal, lo doméstico, y lo que a falta de una palabra
mejor debo llamar, Simic mediante, «cósmico». Esa capacidad suya para indagar
en lo pequeño, lo humilde, lo apenas perceptible, o tal vez lo prosaico, la
circunstancia rutinaria o cotidiana, y a la vez situarla en un marco tan vasto
como el planeta, como el mundo con «el sol y las demás estrellas», con el
firmamento ilimitado que alumbra allá arriba. Es algo que uno percibe muy bien,
por ejemplo, en un poema tan cercano y estremecedor como «Noche en la noche»,
donde oímos, modulada con maestría, la nota de desamparo de su querido Vallejo:
[...] Ya va durando décadas la noche
y mis amigos tardan demasiado...
No hay quien me diga ahora dónde se
hallan,
sólo se oye un fragor de mar y viento.
Iban por un instante y no aparecen,
nadie sabe por qué tardan y tardan.
Es evidente, por lo demás, que esta presencia de lo
cósmico, de lo inconmensurable, es la consecuencia forzosa o necesaria de su
atención a lo nimio, lo íntimo, lo doméstico, como afirma Rilke al final de la
primera estrofa de su «Primera Elegía de Duino»: «Y así
los pájaros quizá / sientan más grande el aire con un vuelo más íntimo». Que es otra forma de decir que sólo si ponemos los pies sobre la
tierra y cobramos conciencia de nuestra pequeñez, de nuestra poquedad, seremos
capaces de hacernos cargo de la grandeza del universo. En la poesía de Montejo
no son únicamente los pájaros los que sienten más grande el aire al recogerse
en su vuelo, sino los lectores mismos, que escuchan el canto del pájaro (sin
pájaro) y advierten en él su terredad,
«lo que en su pecho vuelve al mundo». Y
esa terredad, ese «deber
terrestre» del canto, se dice ahí, solo puede
entenderse a la luz doble o escindida del poema: por un lado, para defender su
canto, el pájaro «trabaja al sol, procrea, busca sus migas»; por otro, para
hacerlo durar, para que permanezca, ese mismo pájaro «en el tiempo no es un pájaro
/ sino un rayo en la noche de su especie, / una persecución sin tregua de la
vida». Así pues, quien ignore una cara cualquiera de esa moneda, de esa doble
filiación, será simple y llanamente un descarado. Lo íntimo y lo cósmico, la
prosa del día a día y el silencio atronador del cosmos, se funden en el espacio
del poema.
Se
conjuga y declina así «el alfabeto del mundo» cuyas letras, decía su heterónimo
Blas Coll –o quizá uno de los discípulos de Coll que rondaban por su taller–,
eran de Dios. Y la poesía se vuelve, como quería Montejo, «un melodioso ajedrez
que jugamos con Dios en solitario» y en el que nadie gana salvo el lector: ese
mismo lector que vuelve una y otra vez sobre las partidas, los poemas,
intentando desvelar las claves del juego, la pericia de los jugadores. Tarea
imposible, pues, como recuerda Cadenas que dijo el pintor Whistler y gustaba de
citar Borges, «el arte sucede». La poesía de Montejo siempre sucede cuando la
leemos.
[El
pasado miércoles 12 de diciembre, gracias a la iniciativa de la escritora y
periodista Michelle Roche Rodríguez, rendimos homenaje en Casa de América al gran
poeta venezolano Eugenio Montejo (1938-2008), autor de libros centrales de
nuestra literatura como Terredad o Partitura de la cigarra. Allí estuvimos
Olga Muñoz Carrasco, Verónica Jaffé, Luis Enrique Belmonte y un servidor, y
este fue el texto de mi intervención.]
Muy lúcido, Jordi. Me invita a sumergirme en un poeta que apenas he leído.
ResponderEliminarClarificador y bello.
ResponderEliminarGracias otra vez, Jordi.
Un abrazo.