No quise abrir la puerta
ni que se abriera para mí:
me bastó el ojo de la cerradura
para pasar al otro lado
y ver la casa donde el tiempo
era un zumbido en la cocina
y nosotros oíamos, al fondo,
la obstinación del mar,
el crujir obediente de la arena
—y luego por las noches
cómo la curva de las luces
que llevaban al faro
se retorcía en forma de pregunta
para que respondieras: nadie, nada,
me
despierto con miedo
y
el miedo me mantiene alerta,
por
qué esta angustia
que
insiste en los pasillos…
Tal vez nos queríamos suavemente,
sin decirnos gran cosa,
y en el salón nos rodeaban fotos
de una vida ficticia
que recordábamos por turnos
y jamás en el mismo orden,
hasta que una mañana,
cuando el mundo pedía amanecer,
un harapo humeante del frío
se escurrió por el techo
y dibujó una cruz en esta puerta:
la puerta que daba a ningún sitio.
Despertamos a cielo abierto,
en mitad de la playa,
y era como si hubiéramos dormido
desde el principio de los tiempos:
entre el chillar de las gaviotas
y el olor a salitre.
No quise abrir la puerta
ni pedir que se abriera
—tras ella escribo, he muerto,
sigo viviendo.
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