Mi infancia, entre otras cosas, es un recuerdo de viajes
interminables en el coche familiar: de Gijón a Barcelona en verano; de Gijón a
Le Havre, en la costa francesa de Normandía, en Navidad. La visita a los
parientes catalanes, en concreto, suponía un periplo de dos días por carreteras
endemoniadas –las autovías seguían siendo cosa de un futuro improbable– y un
estado de aburrimiento que la visión de la España mesetaria bajo el sol de
agosto volvía letárgico.
Entre los juegos privados que inventé para entretenerme –debía
tener cinco o seis años– estaba el que yo, secretamente, llamaba «el de las
matrículas»: consistía en relacionar entre sí las cuatro cifras de las
matrículas de los vehículos que se cruzaban en nuestro camino, bien
agrupándolas en una serie coherente, bien dividiéndolas en dos grupos que a su
vez guardaban algún tipo de lógica interna entre sí. La relación debía
establecerse mediantes operaciones aritméticas más o menos simples: era
esencial no complicar el proceso, establecer ese vínculo de la manera más
rápida y sencilla. Aunque también se valoraba –quiero decir: lo valoraba yo,
que era juez, practicante y espectador único de este juego privado– cierta
fantasía, la capacidad para llegar a esa relación por caminos extraños, el
rodeo sorprendente. El juego se complicó más tarde cuando incorporé las letras
de la matrícula–que entonces eran tres–, sustituyéndolas por la posición que
ocupaban en el alfabeto, pero las operaciones, las etapas del proceso, no
cambiaron sustancialmente.
La cuestión, en fin, era dotar de orden a aquella serie arbitraria
de números, entrelazarlos en un patrón que no dejara ninguno fuera y tuviera
coherencia interna. No me cabe duda de que aquel juego encarnaba una forma
básica o arcaica de pensamiento algebraico –y el álgebra fue siempre mi rama
preferida de las matemáticas–, pero ahora veo en él, también, una prefiguración
de la poesía, el germen de esa necesidad compulsiva de acotar –palabra
mediante– espacios de sentido, celdas verbales capaces de mitigar y esclarecer
el barullo de fuera. Entre aquel juego infantil y mi descubrimiento de la
poesía median, tal vez, quince años, pero el principio es el mismo: se trata de
lidiar con lo dado, lo mostrenco, ordenar las cartas que nos han tocado en
suerte y buscar una mano ganadora. Y aquí el verbo «ganar» no significa competición ni victoria sobre otros (ya lo dijo
Eliot en «East Coker»: «Pero
no hay competencia, / sí una lucha por recobrar lo perdido / y encontrado y
perdido tantas veces: y, ahora, en condiciones / que parecen adversas»), sino incremento puro, el esfuerzo («lo
demás no debe incumbirnos») por ampliar los cauces de nuestra vida, de vivir más y
con más intensidad.
De ahí que la noción popular de la poesía como un arte escapista
siempre me haya resultado extraña, aunque entienda su origen. Al fin y al cabo,
el juego de las «matrículas» podría muy bien entenderse como
una reacción de repliegue ante la incomodidad del viaje: el niño se mete en su
concha de caracol y allí sortea o combate el aburrimiento barajando números.
Pero no es sólo cuestión de números: el niño que memoriza matrículas está
volcado en un acto de atención por el que recibe, a la vez, datos del exterior,
impresiones sensoriales, señales de un mundo que no termina de mostrarse. Esta
percepción sucede en los márgenes de su concentración; es, digamos, tangencial.
Pero la información se deposita en su memoria sin esfuerzo y echa raíces para
el futuro. El niño no sortea o se evade del mundo: simplemente, llega a él de
manera oblicua, busca un lugar desde el que acecharlo y leer su secreto.
Literalmente: uno de los poemas de Gran
angular que más prefiero, «Desierto de los Monegros», es una reelaboración ficticia –algo así como un fragmento de road-movie– de mi experiencia infantil
de esa comarca. Ya podía estar el niño jugando a lo que fuera, pensando en
musarañas de sus propiedad, que los sentidos iban a lo suyo, recogiendo
muestras del mundo y guardándolos en los depósitos del inconsciente, haciendo
inventario.
Así también la escritura: ningún poema mira de frente al mundo;
ninguna palabra puede abarcar la totalidad. Uno se instala en los márgenes y
trabaja desde ahí, moviéndose lentamente, volcando su atención en un fragmento
y dejando que el acto mismo de atención sea el imán que haga llegar el resto,
que lo convoque. Y, con el tiempo, uno aprende a buscar en ese fragmento la ley
que rige tras las apariencias. O mejor dicho: un orden posible, el que más
conviene a nuestra subjetividad, el que explica la atracción misma que ese
fragmento ejerce en nosotros.
Me parece que sucede lo mismo con el antigua Libro de las mutaciones o I king, que es un pequeño mundo paralelo con un orden interno que trata de reflejar el mundo real, que para los chinos también tenía un orden secreto...Uuuuh es un libro misterioso.
ResponderEliminarMe gustó mucho tu entrada porque me recordó la "mirada oblicua" del I King