En
el imaginario del escritor norteamericano, Marte no tiene gran cosa que ver con
sus presuntos habitantes, los marcianos o aliens que encarnan la amenaza
del Otro, del extraño que por serlo es enemigo. Los marcianos de opereta de Tim
Burton no vienen necesariamente del planeta rojo, sino que resumen en su chata
deformidad el historial de figuraciones con que Occidente ha resuelto su
compulsiva necesidad de enemigos. Marte es otra cosa. Lejos del escapismo
temprano de Rice Burroughs, los escritores americanos proyectaron en el planeta
el mito de la frontera que había gobernado su literatura desde Daniel Boone:
Marte convertido en outback, en tierra de colonos, que es como decir la
tierra prometida, la California de los sueños de opulencia y su reverso de
pesadilla.
Las Crónicas
marcianas (1950) de Ray Bradbury son menos un ensayo de futurismo que una
crítica de la posguerra y un canto elegíaco de la América rural de los años
veinte: la sensualidad de esta escritura, su paisajismo misántropo y su elogio
de la vida sencilla ofrecen un contrapunto al presente militarista de la era
Truman, marcado por la amenaza nuclear y el comienzo de la guerra fría. El don
telepático de sus marcianos, por turnos amables y amenazadores, y a los que no
en vano se acaba aniquilando, parece evocar el chamanismo de los indios
nativos, en un avance sutil de la «distopía» del gran Philip K. Dick.
Así, Tiempo de Marte (traducción más bien plana del original, Martian
Time-Slip), que se publicó en 1964, justo al comienzo de sus ensayos con el
LSD, nos muestra el negativo corrupto y alienador del sueño americano: Marte es
el basurero mental de la Tierra, el destino final de esquizofrénicos y
paranoicos a los que se da una segunda oportunidad. La trama desvela el corazón
negro de la luz californiana al apoyarse en a los intentos de los personajes
por hacer uso del poder visionario de un niño autista, Manfred, cuyos
sugerentes ecos byronianos fijan un mundo de egotismo impiadoso que hace
ilusoria cualquier pretensión de convivencia.
El
nihilismo de Dick, incapaz de creer en la polis, se contrapone ferozmente al
mundo amable y pastoril de Arthur Clarke, quien, en Las arenas de Marte
(1951), idea la conversión de Marte en una nueva Arcadia, una imagen de
fertilidad semejante a la Comarca con que Tolkien mitificó la vieja campiña
inglesa. Y es que Clarke, como buen británico, no puede avanzar sin mirar al
pasado: ignora que esa Eurídice también se esfumará tan pronto vuelva los ojos,
llevándose la poca realidad que aún hay en ella.
[A
veces me gusta recuperar textos antiguos y que han quedado, por así decirlo,
huérfanos. Este tiene muchos años: se publicó allá por 2002 en el suplemento
cultural del diario ABC; una brevería
que formaba parte de un amplio dossier sobre el planeta Marte y en el que puse
en contigüidad cuatro hitos de la literatura «marciana». Encontré el suelto
hace unos días, por azar. Y ahora pienso que debería releer la novela de Clarke,
que recuerdo con cariño de mis catorce o quince años.]
Cuando la esencia está en las cosas, el tiempo no pasa por ellas. Así esta crónica, que además te invita a releer.
ResponderEliminarAbrazo grande, Jordi. Siempre una alegría leer tu palabra exacta.