También
para quienes vivimos en la ciudad, el verano es la estación de los insectos:
dejamos la ventana abierta y tarde o temprano se nos cuelan moscas, mosquitos;
las hormigas brotan como por ensalmo de la tierra de macetas y jardineras y la
silueta de una araña aparece en el blanco esmaltado de la bañera; va uno por la
calle de noche y las cucarachas infestan las aceras en las inmediaciones de
fuentes y bocas de alcantarilla… Esta tarde, mientras el cielo se oscurecía con
nubes de tormenta y agua pesada, arenosa, volví a ver las alúas u hormigas
aladas que salen a fundar nuevos hormigueros: un recuerdo de la infancia que venía
a mí intacto, sin mella ni alteración. Sentimos la presencia de una mosca en
casa porque los gatos se encogen y erizan y quedan como suspensos, sin
atreverse a dar el salto fatal; son la prueba viviente de que la duda o la
vacilación constantes –ese mirar hipnotizado a lo alto que es incapaz de
rematar la faena– nos convierten en estatuas de nosotros mismos.
En
uno de esos sueltos llenos de sugerencia que cultiva últimamente, el ensayista
Iain Bamforth cita a Elias Canetti para recordarnos que los insectos son los
verdaderos «proscritos», los «únicos seres vivos que matamos sin vergüenza ni
reparo». Y añade:
Son lo que el escritor Georges Bataille denominó
l’informe, una categoría del ser que carece por completo de derechos.
Matar insectos que nos molestan es un reflejo casi universal, salvo quizá entre
los jainas y otros grupos religiosos de la India.
Creo
que Bamforth exagera un poco. Es verdad que los insectos habitan otro mundo que
apenas si somos capaces de imaginar. Y que, cuando lo hacemos, como en esas
historias de terror o fantasía que pueblan nuestros sueños de serie B (la araña
con la que lucha el «increíble hombre menguante», el hombre-mosca de Kurt Neumann
y David Cronenberg en La mosca, el personaje de Ella-Laraña en El
señor de los anillos, las hormigas gigantes de ¡Ellas!), ese mundo
se vuelve monstruoso y repugnante—hasta el punto de que solemos concebir al alien,
al ser de otro mundo, con morfología y costumbres de insecto, o al menos de
insecto cruzado de reptil, criando huevos o almacenando larvas viscosas y
amenazantes… Escribí una vez que «la naturaleza, por lo general, consigna lo
horrible al reino de lo diminuto» y que «ha sido [quizá] tarea del hombre
ampliar la escala de lo horrible para atender a sus propios miedos». A eso se
refiere el propio Bamforth cuando recuerda que las especulaciones futuristas de
Lem «rebosan de insectos, a menudo ominosos y repulsivos». Por no hablar de la
dimensión supuestamente «robótica» de sus acciones: seres incontables, casi
infinitos, que cumplen su función en el ciclo de la vida y hacen lo que deben o
se espera de ellos de manera mecánica, sin emoción. (Por eso mismo he dejado de lado, en este recuento,
las series o películas de dibujos animados –Antz, La abeja maya–,
que tienen más que ver con el afán del adulto contemporáneo de crear un mundo
de colores vivos y amables para sus hijos, una fantasía moralizante).
Cualquiera
que haya visto a una mosca darse de bruces con el cristal de la ventana sabe
que los insectos también pueden expresar miedo y desesperación, por ejemplo. En
todo caso, es verdad que nos mantenemos a una distancia prudente de ellos: nos
los tocamos, o casi, tendemos a evitar toda intimidad con ellas salvo, tal vez,
en la infancia, que es cuando más cerca vivimos de la tierra. No obstante,
antes que matar una mosca que ha entrado en casa, prefiero perder cinco minutos
animándola a que salga por la ventana abierta. Las arañas en la bañera son más
complicadas, pero he renunciado, por piedad, al viejo recurso de ahogarlas con
el chorro de la ducha. Un hormiguero está para que lo dejen en paz, y siempre
me indignó esa compulsión de ciertos niños crueles de hacerlo arder o humear
con un cigarrillo.
(Hablamos
de Occidente, claro. En nuestro mundo urbano y aséptico parece que hasta los
insectos se hayan domesticado ligeramente, y nos horroriza leer historias de
avispas asiáticas que colonizan una granja o son capaces de provocar la muerte
con su aguijón. Y hemos dejado de asociar la picadura del mosquito con la
transmisión de enfermedades, salvo en el caso de la leishmaniosis en perros).
Quizá
porque los insectos son eso «informe» de Bataille, lo radicalmente extranjero
según Bamforth, es la poesía la que nos ha permitido cantarlos, alabarlos o
simplemente dialogar con ellos. Ahí está, por ejemplo, la célebre pulga de John
Donne, que es «el lecho nupcial y el templo» donde se «mezclan las dos sangres»
de los amantes. Donne se recrea en sus analogías y llega al extremo de
reprochar a su amada que haya aplastado a la pulga con sus dedos: «Cruel y
rápida, ¿acaso enrojeciste / tus uñas con la sangre de inocentes? / ¿De qué
puede esta pulga ser culpable / excepto de la sangre que te extrajo?» (la
traducción es de Carlos Pujol).
Más
cerca en el tiempo, Antonio Machado supo ver en las moscas a «familiares inevitables, golosas», «amigas»
que, sin laborar como abejas ni brillar como mariposas, son capaces de
acompañarnos y, por tanto, de evocar con su sola presencia las vueltas y
revueltas de la vida. El poema es, además, una canción que es un diálogo: vosotras,
moscas vulgares, etc. El trabajo en las colmenas y la vida de las abejas
fueron un motivo de fascinación para Sylvia Plath en el verano de 1962, poco
antes de su muerte. Y, todavía entre nosotros, José Corredor-Matheos ha escrito
versos inequívocos:
Cuando ves una hormiga
en el camino
procuras no pisarla.
Si acaso la mataras,
por descuido,
habría de menguar el universo…
El
poeta es un espíritu franciscano que conoce las lecciones de Buda y percibe a
cada paso, como en el poema de Guillén, la integridad del planeta. Yo mismo,
con un ojo puesto en Donne, escribí hace quince años un poema en el que,
saludando a un mosquito, me resignaba a ser despojado de esa ración de sangre
–la dosis, más bien– que necesitaba para vivir: «Y volverás a alzarte por el
aire / satisfecho y sin rumbo, algo borracho, / con un pico de sangre
adormilada». Claro que una cosa es la idea y otra, muy distinta, el resultado
final.
Hay
más ejemplos, y todos nos recuerdan que la poesía ha sido benigna y hasta
atenta con estos «proscritos», como los llamó Canetti. Quizá –siguiendo al
autor de La provincia del hombre y su idea de que la poesía es el
«espacio de la metamorfosis» (ya la he citado en estas mismas páginas)– la
razón estribe en que el poema nos permite convertir al insecto en otra cosa sin
dejar de recoger o plasmar su presencia misma, su ajenidad. Nos permite darle
una doble vida, por así decirlo. Y en esa segunda vida podemos deslizar algo de
nosotros mismos sin los peligros a los que se exponía Jeff Goldblum en La
mosca. La transferencia de ADN sólo tiene lugar en nuestra imaginación—que
es, como casi siempre, la potencia que se rebela contra nuestros prejuicios o
nuestras ideas preconcebidas. Esa idea, en este caso, no es sino la sospecha de
Bamforth de que «nuestra decisión, hace mucho, de que los insectos resultaban
incomprensibles [nos dio permiso] para dejar de pensar en ellos».
Hola Jordi,
ResponderEliminarleyendo tu elegía a los insectos, me he acordado la que dedicó Dámaso a un moscardón azul.
Aquí un recitado, para el que no lo conozca.
https://www.youtube.com/watch?v=W9-Ivdr4t-4
Ojalá piezas como la tuya acaben en un libro.
Un saludo.
Como la vida no es a veces más que una repetición, aquí sucede lo mismo que relatas, las moscas pueblan de sonido el hueco de las casas, las hormigas voladoras se convierten en temporales okupas del salón y, casualidades de la vida, de ese nerviosismo irracional surge un poema que quiere ser respetuoso con los "bichos".
ResponderEliminarLlevo ya una quincena por la montaña oriental leonesa, en los límites entre Cantabria, Asturias y León y vuelve a hacerse patente la coincidencia de pasiones y pequeños padecimientos del urbanita en el campo.
Nada que objetar contra esos verdaderos pobladores.
Se agradece esa mirada franciscana haca lo "irremediable".
Abrazos.