Jamás he tenido la
impresión de escribir aforismos, ni mucho menos de ser eso que ahora se llama aforista
(creo incluso que la palabreja sigue sin tener curso legal en la RAE). Sé
que en mi juventud me fascinaban, como no han dejado de hacerlo desde entonces,
los textos discontinuos, los libros de fragmentos, de líneas o párrafos sueltos
y arropados por grandes espacios en blanco. Era una atracción más visual que
conceptual, desde luego, aunque ese gusto temprano del mirar por las manchas de
tinta debe de decir algo sobre mi forma de leer, de acercarme o entender el
texto. Quizá fuera la atracción de un saber que uno intuía ahí, cifrado en
aquellas manchas, el imán de una brevedad que parecía condensar o concentrar
recorridos más amplios. Quizá fuera que uno adivinaba, como una sombra
parapetada detrás de los espacios en blanco, la tercera dimensión del tiempo,
esa penumbra de limos en suspensión que avanza con las aguas del río.
La provincia
del hombre de Canetti en
la vieja edición de Taurus; los dos volúmenes de los Carnets de Camus
publicados por Alianza; los Aforismos (estos sí) de Lichtenberg en la
colección «Breviarios» del Fondo de Cultura Económica (no me daba cuenta,
entonces, de que el traductor era Juan Villoro); la edición de Ideolojía
en Anthropos; pero también los poemas de Jacques Dupin en la colección color
crema de Cátedra, ciertos pasajes de La invención de la soledad de Paul
Auster… El fragmento era o se me volvió talismánico por muchas razones: su
intensidad, su capacidad de sugerencia, su aura de pecio salvado del
naufragio, pero también ese don refinado para articularse en unidades
superiores y dialogar de manera oblicua o intermitente con sus alrededores.
Justamente lo que
menos me interesaba de aquellos fragmentos era su sospechosa facilidad, en
otros autores, para convertirse en máxima, sentencia grave (grave the
sentence deep, como escribió con ironía William Blake, jugando con el otro
sentido del vocablo inglés «grave»: «tumba»). Me parecía una reducción
no solo injustificada, sino deprimente, de su capacidad polisémica y su
ambigüedad, que es como decir su potencia poética. Y así vamos llegando a uno
de los meollos del asunto, que es el peso que la poesía, la imaginación
poética, tiene en la configuración y el desarrollo del fragmento… y, por
extensión, del aforismo.
Recuerdo el tono
agresivo y hasta impertinente con que reseñé, en su día, El cazador de
instantes, un libro de aforismos que Rafael Argullol publicó en Destino
allá por 1996. Era joven, ignorante (es decir, atrevido) y tenía la mala
costumbre de escribir lo que pensaba, pero recuerdo dos aspectos de aquel libro
que aún ahora me inspiran desconfianza: el autor había numerado cada aforismo,
de modo que el libro adquiría un aire equívoco de misal o devocionario laico; y
la prosa estaba perfectamente redondeada, con una sintaxis ampulosa que no
dejaba ningún fleco, ningún cabo suelto. El número parecía un podio sobre el
que aforismo se incorporaba para enunciar una verdad que se quería profunda, grave,
pero aquel joven lector solo tenía ojos para el ritmo y el acabado de la prosa.
Y ese ritmo y ese acabado daban una impresión de solemnidad que resultaba
contraproducente: barniz para las piedrecillas de la obviedad.
No he vuelto al
libro de Argullol (de quien he leído con placer y admiración muchas otras
páginas), pero si lo menciono aquí es porque su forma de concebir o realizar el
aforismo estaba en las antípodas de mi ideal: el filo mellado de lo incompleto;
el chispazo de lo que surge por capricho, sin deliberación; su insolencia y
gratuidad; su rechazo de cualquier forma de énfasis y su carácter asistemático
(escribió una vez el poeta Antonio Martínez Sarrión, y es frase que no he
olvidado desde entonces, que el aforista debía tener «un talento de síntesis fulgurante y la ductilidad
de un danzarín»). Si el
aforismo enuncia una posición moral, lo hace no de manera deliberada o
explícita, sino por ser justamente escritura al margen, volandera. Creo que por
eso nunca he publicado un libro de aforismos en sentido estricto: Hormigas
blancas y Perros en la playa son cuadernos de campo que incluyen
anotaciones de diario, reflexiones más o menos ensayísticas, viñetas
costumbristas, notas sueltas, fragmentos y aforismos, todo en alegre revoltijo,
sin mucho orden y desde luego sin jerarquías. Son libros que se pretenden
cercanos a la vida, no solo por el tono o los temas de muchas anotaciones, sino
por su misma estructura fronteriza, heterogénea, ese revoltijo fatal que suele
ser –en correspondencia– nuestro día a día.
Y volvemos por ese
lado a la poesía, claro. Porque si la poesía es un ingrediente del aforismo
como punto de partida (ese saber mirar o estar en el mundo que distingue al
poeta), lo es también como horizonte, como inclinación afectiva: los aforismos
ajenos y propios que más valoro aspiran a la condición de poesía y se dejan
imantar por ella; son como limaduras que al saltar por los aires y recolocarse
dibujan el retrato de los deseos y obsesiones de su autor.
Dice el poeta
canario Francisco León que «los aforismos no pueden ser tomados como leyes para
los demás, sino como expresiones de deseo para quien los escribe». Es así,
exactamente. Y esa «expresión del deseo», por la misma fuerza o justeza de su
decir, se inserta en la textura del deseo de los lectores. La verdad del
aforismo depende directamente de la felicidad de su expresión, sí, pero se nos
impone porque la imaginación que lo anima habla el lenguaje del deseo, es
decir, habla con el deseo del lector y lo despierta. El aforismo no existe para
enunciar leyes ni presuntas verdades universales, sino para alumbrar –dar a luz–
ese nudo confuso de afanes, obsesiones y heridas mal cicatrizadas que nos
constituye. Es algo profundamente personal que, sin embargo, en virtud del
carácter social del lenguaje, termina implicando a otros. Y esos «otros», por
definición, siempre serán minoría, una comunidad de soledades y afinidades electivas
que se reconocen mutuamente entre el gentío.
Debo añadir, por
último, que nunca me ha gustado leer aforismos sueltos, aislados, esas frases
de almanaque que solían aparecer en nuestras libretas escolares y ahora
infestan las redes sociales. Creo sinceramente que el aforismo necesita y hasta
exige acompañantes, ser una hormiga en el desfile y no una miga de pan
abandonada. El contexto, en este caso, lo es todo. Quizá porque el efecto del
aforismo –su sentido– es cumulativo, como las gotas calcáreas que terminan
formando la estalactita. Pero también, y más importante, porque el libro es el
resultado de un proceso por el cual escritura y vida deciden, no siempre de
buen grado, qué puede decirse, qué debe ir dentro y qué fuera. Y eso, lo de fuera,
es lo obstinado, lo irreducible, lo que no puede masticarse ni disolverse en
palabras y nos obliga a seguir escribiendo. El proceso se prolonga en el
tiempo, se vuelve tiempo, y todo lo que contiene se vuelve más legible, más
comprensible, cuando se observa en conjunto, en ese marco temporal que crece y
se abre sin dejar de hospedarnos. El contexto lo es todo porque es nuestra
vida, escrita y no escrita. Y ahí seguimos.
Parodiando a los profetas bíblicos que tenían la suerte de pisar siempre la estera de la "escritura", quien escribe corto es que tiene miedo al tiempo y mucho que decir, pero sin el aval de un contexto sacralizante como el de los parlantes del desierto.
ResponderEliminarAhora no. Ahora se abusa del flahs instantáneo que produce ceguera nada más.
Abrazos, Jordi.