M. me cuenta pequeñas historias de crueldad de su
infancia: niños que prendían fuego a hormigueros, un amigo de su padre
empalando un grillo con un junco, la visión de un perro desnutrido en la
trasera de su casa… Recuerdos de un pueblo del Maresme en los años setenta. Mi
infancia fue enteramente urbana –a diferencia de muchos compañeros de clase, yo
no tenía una «aldea» a la que ir en verano o los fines de semana– y mis
primeras experiencias de crueldad con los animales son algo posteriores, de la
primera adolescencia: pedradas certeras a las lagartijas que corrían por las
tapias de los chalecitos de Viesques, excursiones a los descampados de La
Camocha para fumar y tirar piedras –siempre las piedras– a los aguarones
o ratas de agua que asomaban entre la maleza o en la base de las zanjas, cosas
así… Pero hay un recuerdo anómalo, casi pueril, que no logro quitarme de la
cabeza. El apartamento en el que vivíamos, un noveno piso, estaba pegado a un
sector de la azotea que mi madre había convertido en jardín, y en aquel jardín,
cada cierto tiempo, aparecían los caracoles. El voladizo de la azotea era un
plano inclinado tapizado de azulejos diminutos –teselas blancas que pronto, con
el viento y la humedad, empezarían a desprenderse, para desesperación de la
compañía de seguros– y una tarde de verano mi padre, que esperaba visita, se
puso a «jugar» con los caracoles: primero los colocaba por parejas en la
pendiente, a media altura, y daba inicio a la carrera; luego, cuando el caracol
ganador había avanzado los centímetros de rigor, lo levantaba de su sitio y lo
ponía de nuevo en la línea de salida. Hizo esto cuatro o cinco veces. La
lección de Sísifo en riguroso directo. Yo tenía once o doce años y no
comprendía, la verdad, cómo mi padre, ese hombre tan serio y poco expresivo,
parecía divertirse con aquel juego. Pero el caso es que sonreía, eso lo recuerdo
bien. Y que alguna vez, cuando empujaba al caracol perdedor al vacío, soltó una
risita nerviosa. La cosa debió de durar diez o quince minutos, no más –hasta
que llegó la visita y mi padre entró en casa. Sería exagerado llamarlo
crueldad, lo sé, pero tampoco se me ocurre otra palabra. Y sólo desde ella
puedo explicarme la persistencia del recuerdo.
Parece una contradicción, pero el mundo rural, en la época a la que parece aludir la reflexiva
ResponderEliminarmemoria, era más destructivamente activo que el urbano. La crueldad estaba en el ambiente como una respiración de los desmanes de la guerra y de los anatemas de la posguerra. La ciudad permanecía asustada y quieta, por aquello de que cualquier multitud podía ser objeto de represión. Mi infancia fue de aldea y mis recuerdos flotan en esa atmósfera montaraz que nada entiende de misericordia.
En ocasiones los recuerdos llegan huérfanos, como si nadie quisiera apadrinarlos.
Saludos.
Le cito: Descuide, me preocuparé de que Ted Hughes vuelva por aquí. Dentro de un año, además, se cumplirán (¡ya!) veinte años de su muerte… Saludos J12
ResponderEliminarFechado un 05 febrero, 2017
Y acaba 2019 y nihilismo en su blog.
Tiene una cita e incluso una deuda.
O igual no.
Andaba estos mismos días a vueltas con recuerdos parecidos. El más persistentes, si se exceptúa otro demasiado doloroso para referirlo aquí, consistía en hacer fumar a los murciélagos, que se hinchaban como sapos y estiraban las alas membranosas hasta extremos difíciles de creer. A veces, en aquellos rituales macabros aparecía el fuego (una caja de mixtos o un chisquero de larga mecha) y el pobre animal sufría en sus carnes una chamusquina atroz. Aún sueño a veces con alguna de aquellas escenas. Crueldad y culpa. Estamos vivos de milagro.
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