Los veo en la cancha, jugando, insistiendo en
jugar a pesar de la hora y la oscuridad creciente. Los veo y no los veo, medio
escondidos por los árboles que envuelven el rectángulo vallado, las canastas,
las dos farolas que vierten su luz tibia sobre el pavimento. Hasta que se abre
un claro y el ruido del balón me llega nítido, inmediato, y los gritos que
avisan y se buscan y se dan órdenes… Que celebran, también. Es un sábado de
finales de año, un sábado de libertad, sin horarios, y la noche no va a
sacarlos de quicio. No importa si son amigos o si el azar los ha reunido aquí
para jugar un partido improvisado. Desde fuera es difícil saberlo. Pero yo sé
que fui uno de ellos hace tiempo, jugando, insistiendo en jugar a pesar de la
noche, o quizá fuera mejor decir contra la noche, como si la oscuridad
fuera el relevo natural de los padres aguafiestas, de esa espera irritable que
nos ataba en corto con solo mirarnos.
Esas tardes infinitas. Esos partidos que se
prolongan sin que ninguna de las partes se atreva a ponerles fin. Ese temor de
que cada jugada sea la última. Afinábamos los pases, los intentos de lanzamiento,
los bloqueos, y todo para desmentir la falta de luz. Negar la evidencia podía
ser un arte. Y la ilusión del virtuosismo –agacharse para estudiar la jugada,
buscar o esperar el desmarque, dar el pase con la mano cambiada–, nuestra forma
de apurar cada minuto. La cuestión era forzar prórrogas, dilatar el tiempo
hasta lo inverosímil, hasta que solo quedara irse. Y no pensarlo. Como ahora.
Un final de año lúdico para quienes intentamos que la relación con las palabras sea un juego sin final, a pesar de la luz menguante.
ResponderEliminarQue el 2020 sea tan redondo como su guarismo y podamos alcanzar canastas increíbles.
Saludos.