lunes, enero 06, 2020

la ignorancia luminosa





En un escrito reciente sobre su disco I Trawl the Megahertz, mi admirado Paddy McAloon recuerda cómo «en la era anterior a Internet, no siempre podíamos encontrar, o costearnos, mucha de la música sobre la que leíamos, [pero] teníamos tiempo de sobra para imaginar cómo sonaba o debía sonar. Curiosamente, de este modo era posible sentirse inspirado por música que uno en realidad no había escuchado. Se trata de una idea que aún me agrada». Y es así, desde luego. Mi yo adolescente lo supo muy pronto, cuando pudo comparar las páginas que Ramón de España dedicaba a Eno en su biografía de Roxy Music con la experiencia misma de escuchar los discos, que siempre eran bastante más o menos de lo que esperaba. No digamos ya cuando empecé a adentrarme en el mundo del free jazz y otras lindezas. Lo curioso es que leía –y sigo leyendo– mucha crítica: me encanta saber lo que otros construyen desde la obra ajena. En realidad, me basta con que estén bien escritas o sostengan el vuelo de la imaginación. Que a menudo no casen con mi experiencia de la obra me importa poco.

Por lo demás, la idea de McAloon podría extenderse fácilmente a otras artes, y de modo muy particular a la poesía: de cuántos poetas latinoamericanos oyó hablar uno que no conocía, o no había leído apenas, y cómo a través de las descripciones de terceros nos íbamos haciendo una imagen, siempre brumosa o aproximada, tal vez, pero capaz de nutrir una admiración razonable. Cuando por fin lográbamos leer media docena de poemas, el desconcierto nos impedía valorar el mérito real de la propuesta. Había que amansar los prejuicios iniciales, por favorables o exaltados que fueran, para entender cabalmente lo que allí ocurría.

Por no hablar de las traducciones: hay poetas, en verdad, que uno ha leído con más fe que convicción. Uno miraba el logo de la editorial o el nombre del traductor y pensaba: si usted lo dice… Era una lectura hipotética, por aproximación. Nos decíamos: el poema real está aquí, detrás o delante de la imagen desenfocada de la página. Y luego esa grieta, ese decalage, nos permitía justamente imaginarnos a un poeta más cierto o sugestivo que el del libro. Lo recreábamos, vaya, y de ahí surgían sentidos imprevistos, que ni estaban en el original ni nosotros habríamos sido capaces de convocar sin ayuda. Un poeta, en fin, podía ser un poema o un puñado de versos memorables: el fervor que dedicábamos a esos fragmentos compensaba de sobra nuestra incomprensión del resto.

De todo esto nos íbamos alimentando, y la ignorancia y la imposibilidad de acceder a ciertas experiencias culturales ampliaba sensiblemente nuestro campo de actuación. Paradójico, quizá, pero real… iba a decir como la vida misma, pero nuestra vida misma nos parecía irreal, o asunto menor, comparada con todo aquello que desconocíamos y que sin embargo nos tentaba, nos atraía fatalmente, por estar fuera de nuestro alcance (bueno, estaba ahí, pero no siempre y desde luego no de manera simultánea, porque había un límite claro de tiempo, de dinero, incluso de energía…). Lo dice de nuevo McAloon en ese mismo escrito cuando habla del «espíritu atrevido de mi juventud, cuando la música parecía misteriosa, y nueva, y llena de posibilidades». Esa riqueza de posibilidades es tal vez lo que uno más echa en falta de aquel tiempo. Digamos también apertura, hospitalidad activa, ese adelantarse al acontecimiento o ir a su encuentro para teñirlo de los deseos y las expectativas de uno. Y sí: «se trata de una idea que aún me agrada».

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