miércoles,
18 de marzo
Supongo
que nuestra generación recordará estas semanas perplejas como los neoyorquinos
recordaron durante años el gran apagón de julio de 1977. Solo que esos dos días
de violencia y de desórdenes públicos se han convertido, en nuestro caso, en
una travesía mucho más segura –al menos en apariencia, o de momento– pero
también más larga y letárgica, como si nos dejáramos llevar por la corriente y
el mar estuviera lejos. ¿El mar? Tendremos suerte si al final del trayecto no caemos
en una montaña rusa de rápidos y saltos de agua.
El
primer día estábamos avisados, pero por alguna razón se nos pasó y no tuvimos
tiempo de sumarnos a los aplausos. A decir verdad, tampoco los oímos; pensé con
cierta tristeza que este vecindario era un nido de insolidarios (o, como
nosotros, de despistados irremediables). La segunda tarde salimos al balcón de
la fachada y aplaudimos con ganas, pero el parque vacío nos respondió con
indiferencia. Así que desde el lunes hemos optado por asomarnos a la trasera
del edificio, donde están nuestros dormitorios, y desde allí sumarnos a la
celebración. No puedo llamarlo patio interior; es más bien el hueco de una gran
manzana que contiene garajes, almacenes y hasta una vieja corrala, así que los
aplausos resuenan con fuerza y se mezclan con gritos, silbidos y algún «viva» o
«bravo» proferido con entusiasmo. En algún momento me
ha parecido oír incluso unas palmas flamencas, que pueden ser más contagiosas
que cualquier virus. Es un decir. Todo es muy emocionante, hasta para los que
tenemos poco espíritu gregario. La iniciativa empezó como un homenaje a los
trabajadores de la sanidad pública, pero a estas alturas parece claro que el
aplauso es una manera de sentirnos acompañados en el desastre. Nos aplaudimos a
nosotros mismos y damos fe de nuestro vivir colectivo –de nuestra convivencia– en
este patio inmenso. Algo así dice mi amigo Raúl en el mensaje de correo que
acabo de leer: «Contemplo los edificios que rodean el parque con casi todas las
luces encendidas y las persianas y las cortinas abiertas; como en Ámsterdam,
los vecinos quieren mostrar a sus vecinos que existen, que están ahí, acompañándose».
La imagen me conmueve porque eso mismo hago yo estos días: trabajar hasta tarde
con el estor enrollado y las luces encendidas. Puro instinto, quizá. Como si
los ojos de las ventanas pudieran arroparnos y darnos un poco de luz. Qué
menos.
Hablaba
por teléfono con un amigo, y le comentaba el alivio que suponía poder sacar a
la perra todos los días, aunque fuera un rato. No tardó en interrumpirme:
«Bueno, y eso que dicen que no se pueden dar paseos, hay que salir solo para
que el animal haga sus necesidades, y punto». Mi amigo es un hombre cordial y
bondadoso y estoy seguro de que habló con la mejor intención, pero sentí
claramente una nota de censura en sus palabras, en su tono de voz. Así también,
con ojos de reproche, me miraba esta mañana un jardinero del parque. Mi única
respuesta fue acelerar visiblemente el paso, para dejar claro que mi presencia
era en realidad una obligación, algo impuesto por las circunstancias. La perra
iba a lo suyo, como debe. Me aferré a su mueca confiada, casi alegre, y así me
fui sintiendo menos culpable. Tampoco hay que exagerar, me digo. Pero preveo
que estos raptos involuntarios de puritanismo se irán haciendo cada vez más
frecuentes y que la mala conciencia será nuestra forma de hacernos perdonar cada
escapada.
Ese puritanismo y reproche. Pues sí... a mí me acaba de ocurrir algo parecido, pero con mi familia y en videoconferencia. Explicaba cómo sacaba a las perras, Lula y Alpie. Lula es muy vieja y le cuesta andar, va muy lenta, pero no hace nada en la calle. Por eso, tengo que llevarla a un aparcamiento a unos 10 minutos donde hay algo de tierra. Y ellos: pues que haga sus cosas cerca de tu casa y deprisa... Después de eso, y con el reproche encima, me he quedado con cara de boba, sin saber qué más decir. Y ahora espero para salir al balcón de casa a aplaudir. Luego, sacaré a Alpie. Ella al menos aún va deprisa. Veremos si Lula es capaz de levantarse y salir esta noche. Si no, mañana será otro día.
ResponderEliminarAbrazo grande, Jordi. Mucho ánimo y fuerza.
Caminar hacia lo desconocido nos hace imprevisibles y no sería extraño que, pasado un tiempo, la irascible condición del obligado salte en manifestaciones no pensadas.
ResponderEliminarLo observo ya en algunas reacciones a los aplausos, hoy cacerolada contra el Borbón, poniendo en claro unas sensibilidades muy encontradas y que pueden acabar en conflicto vecinal.
Mantener el equilibrio y el respeto a la disensión es un ejercicio saludable, al menos para el espíritu.
Un abrazo, J.12
Esa maliciosa insinuación de que las palmas a ritmo de flamenco son un virus, habrá que hablarlo..., que sé que eres trianero. Un abrazo, Jordi. Resistiendo.
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