sábado,
21 de marzo
Ayer
los aplausos volvieron por sus fueros después de la (relativa) decepción del
jueves. Quizá influyera el cansancio. Pero se debió también a la impaciencia de
algunos, que empezaron a aplaudir cuando todavía faltaban tres o cuatro minutos
para las ocho. Entre ellos, los hijos de un vecino para los que este ritual es,
supongo, una excusa para jugar y distraerse. Y así debe ser. Pero el resultado
fue una sesión deslavazada, en la que los vecinos del patio nos íbamos dado el
relevo sin convicción. Ayer no; ayer empezamos todos a una y a la misma hora,
con la gracia –la frescura– de los primeros días. Como si nos hubiéramos
sincronizado sin querer. La idea puede parecer absurda, pero a estas alturas
estoy dispuesto a creerme lo que sea.
Me
pregunto qué pensarán los pájaros de este barullo. Pienso en los vencejos, que
todos los atardeceres de verano vienen a este patio a darse un festín, y me
alegra estar aún en marzo.
A
cada tiempo sus neurosis. Me descubro restregándome los ojos o mordiéndome distraído
una uña, y tengo que hacer verdaderos esfuerzos para no ir al baño y lavarme
las manos. No siempre lo consigo.
En
las películas catastrofistas que son uno de mis placeres culpables todo sucede
en poco tiempo. Puede haber un preludio más o menos breve de días o semanas
–una grieta en el Ártico que nadie sino el héroe percibe, una lluvia de
pedrisco asesino en un pequeño mercado oriental, un gran géiser que estalla de
repente en el rincón más remoto de un parque natural y se traga a un grupo de
excursionistas–, pero el grueso de la trama, de la peripecia, se resuelve en
pocas horas. El mundo se encamina hacia el desastre a toda velocidad y la gente
muere por miles y por millones, pero toda nuestra atención está puesta en los
protagonistas, repartidos en dos o tres lugares emblemáticos. La falla de San
Andrés se hunde en el Pacífico, una ola inmensa invade Manhattan, grandes
ciudades históricas son arrasadas en cuestión de minutos, pero todo va bien
mientras los protagonistas sigan con vida (y si alguno de ellos muere o es
herido, siempre es por un pequeño error de juicio, o por ser el mejor amigo del
héroe, o simplemente por ser negro; pero me estoy desviando del asunto). El
caso es que en dos horas largas de metraje el mundo cambia sin remedio, casi
siempre para mal, y nosotros apagamos el televisor cansados y satisfechos. Y
pienso que sería difícil hacer una película de este encierro, tan tedioso y
poco heroico, tan normal en sus rutinas y sus prudencias. Otra cosa es si la
acción se desplazara a los hospitales, pero incluso ahí haría falta un buen montador
para mantener el ritmo, la sensación de suspense. No estamos acostumbrados –la
ficción no ha sabido entrenarnos– a que el caos o el desastre se desenvuelvan a
cámara lenta, con esta pátina de normalidad aparente. El caudal de noticias se
ha ido amansando. O vemos las justas para evitar sobresaltos. Y todo se frena y
ensombrece por momentos. De ahí la abundancia de bulos, de noticias sin dueño y
teorías conspirativas. El disparate entretiene mucho, y de alguna manera hay
que dar consistencia y realidad a este sentimiento impreciso de fin-de-mundo.
El discurso oficial (sin mucha convicción, la verdad, solo hay que ver los
apuros del jefe del estado mayor para explicarse) habla de guerra, de lucha
contra el virus, pero lo único que vemos tras las ventanas es asfalto, tejados
y ausencia de gente.
Elogio de la paciencia... Abracísimo, Jordi. Sigamos aplaudiendo.
ResponderEliminarGracias, querida. Sí, sigamos. Abrazo fuerte, J12
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