martes,
24 de marzo
El
sol del mediodía –un sol limpio, como de entre tormentas– calienta el gran
caldero del patio. Se ve ropa puesta a secar en las traseras de los edificios y
gente –poca– faenando en algunos balcones. Otros simplemente salen a tomar el
aire o fumarse un pitillo. La luz da de lleno en la ventana y me deslumbra. He
tenido que bajar el estor. En la calle hace fresco, pero aquí noto cómo el
estudio se caldea en cuestión de minutos. Me dan ganas de saludar al sol, como
en el poema de Frank O’Hara, pero aún no tengo la confianza necesaria. Prefiero
celebrarlo con palabras.
Me
cuenta José Luis en su mensaje de ayer que raro es el día que no le cuesta
dormir y que sus sueños «son, como poco, extraños». La frase me ha hecho gracia
porque esa es justamente mi vivencia: sueños veloces, turbulentos, con ráfagas
ocasionales de violencia que arruinan el aire felliniano del asunto. Por
suerte, el malestar no dura mucho. Las mañanas están llenas de obligaciones y me
olvido pronto de mis fantasmas nocturnos, esa baba de irrealidad que filtra o
depura las preocupaciones cotidianas. Tampoco estaría mal tener los sueños
glamurosos de mi hija. Me dice que ayer se encontró con Leonard Cohen, nada
menos, y que se pusieron a charlar. Solo que la conversación era la letra de
«The Stranger Song»: «It’s true that all the men you knew were dealers / who
said they were through with dealing». Es uno de los textos más ominosos de
Cohen, y no deja de ser curioso que la lógica del sueño lo reescriba a dos
voces. Cada cual procesa su inquietud como puede. Pasamos los días entre cuatro
paredes, pero nadie dijo nada de las noches. La «extrañeza» de estos días es
como el agua: siempre encuentra el modo de filtrarse y seguir camino.
Tropiezo
una y otra vez en la paradoja inicial, esa piedra testaruda que no logro sacar
de mi vista, y es que nuestro acto mayor de solidaridad consista en aislarnos
mutuamente, mantener la distancia, quedarnos encerrados en nuestro cubil. No
hay más remedio, en efecto, y así lo dictan los expertos y el sentido común, así
lo hemos acordado y aceptado todos, pero fundar la solidaridad en aquello mismo
que la adormece en circunstancias normales –recelo, temor, prohibición del
tacto y repliegue en el espacio doméstico, haciendo bueno aquel viejo lema
inglés de «mi casa es mi castillo»– no parece el mejor augurio para el futuro. Me
consuela pensar que si algo escapa a las leyes de la lógica son las relaciones
humanas, la vida social, así que pongo toda mi esperanza en equivocarme.
Iba
a escribir que las mujeres que sacan a sus perros suelen ser más amables que sus
colegas masculinos, siempre tan secos y huraños, pero el paseo de esta mañana
me ha hecho dudar. Me he cruzado con tres y ninguna me ha devuelto el saludo:
una iba con el rostro contraído y los ojos puestos en el suelo; otra hablaba
por el móvil y se ha ido a la acera contraria al segundo de verme; y la tercera
tiraba con agobio de su perro y del carrito del bebé y ni caso. Así que nada de
conclusiones antes de tiempo. El estudio de campo se prorroga.
Tengo la sensación de que, como estamos obligados a la inmovilidad física, nuestra mente se desboca y acumulamos tensiones que la noche nos devuelve. Aun así, en algunos casos, la rutina y el movimiento siguen. No estoy segura de que en esos casos el sueño sea más plácido. De lo que sí estoy segura es de que el sol siempre espera nuestro saludo. O eso creo. Me avergüenzo de decir esto y de hablar de la luz en estos tiempos de encierro y, no obstante, lo sigo pensando y hasta me he atrevido a escribirlo aquí: el sol sigue ahí, más allá de nuestros miedos.
ResponderEliminarUn abrazo fuerte, Jordi. Ánimo y fuerza.