domingo, 5 de abril
Ayer
por la tarde, cuando salí al balcón con la taza de café en la mano y sentí el
viento de paso entre los árboles, eran las cuatro y diez.
Una
humilde propuesta. Quizá desde ahora
haya que matizar aquella frase de Max Aub y decir que uno es, entre otros
lugares, de donde ha pasado la cuarentena.
Nos
estamos aburguesando. Asomados a la ventana, oyendo el bostezo lento de la
tarde de domingo, hemos vivido el paso de cada coche como una pequeña afrenta.
No
tendrá velatorio ni despedida pública. No habrá un cortejo de amigos y colegas
de vocación que se acerquen a decirle adiós y cantar sus alabanzas (es el
precio abusivo que se cobra el virus). A cambio, eso sí, todos sabremos
exactamente dónde estábamos cuando murió Aute.
El
crujido como de papel de las alas de las palomas. El gajo de naranja que llevan
los mirlos por pico. El vuelo a pies juntillas de las urracas. El regreso de
los gorriones (les basta con eso, con haber vuelto, para alegrarme el día). Compañeros
de tertulia.
Sentado
en el balcón, en el alféizar de la ventana, sorprendo alguna mirada furtiva de
los paseadores de perros que bajan la cuesta del parque. Una mirada tímida, sí,
pero también de reconocimiento. No llegamos a saludarnos, pero por poco. Y
luego me doy cuenta de que tal vez piensen que estoy ahí plantado vigilándoles,
como un agente más de esa «policía de balcón» que ha nacido con el estado de
alarma. Todo es posible. Así que opto por ponerme literalmente de perfil,
haciendo como que miro las copas de los árboles o que sigo el ir y venir de los
pájaros. Una tontería, lo sé. Y encima instintiva. Pero hay dudas que conviene
despejar como sea.
Descubro
a Layla hurgando en el cajón de los gatos. No hace falta ser muy listo para
saber lo que está haciendo, pero es que además su masticación furtiva lo
confirma. No me queda mas remedio que echarle un buen rapapolvo: ojos feroces y
palabras de reproche (es una perra recogida y en su caso el castigo físico no
es productivo). Ella sabe que ha hecho mal y camina casi a rastras, con el rabo
entre las piernas, rehuyendo mi mirada y buscando el amparo del sofá. A partir
de ahí todo va a peor: voy a sacarla y me rehúye, salimos a la calle y se
acobarda, la animo a pisar la hierba y se pega a mi pernera, adulona. Un desastre.
No hay manera de que se relaje, y solo al final, cuando emprendemos el camino
de vuelta, parece olvidar su morriña. Y todo porque se topa con una bandada de
palomas a las que puede espantar. De esto saco dos obviedades poco halagüeñas.
Primero: que el miedo nos anula y nos vuelve tontos. Y segundo: que el miedo se
cura atacando a otros más débiles. Nada nuevo, pues. Pero al menos la perra
tuvo conciencia inmediata de su falta y pidió perdón. No se puede decir lo
mismo de otros.
Me alegro de la vuelta de los gorriones. Respecto a Layla, Lula tiene (ya casi tenía) la manía de degustar las boñigas de las vacas cuando vivíamos en el campo. Ahora, dormita tranquila, hecha un caracol, con Alpie cerca. Aute, sin los “suyos”. Y tantos que ahora se van así. Llevo varios días de congoja intermitente pero el azul sigue ahí. Y las libélulas.
ResponderEliminarUn abrazo grande, Jordi. Sigamos.
Un saludo a todos los que van apareciendo en torno a este reducido mirador. Es uno de los aspectos que el bicho no ha empeorado, la comunicación con personas desconocidas hasta hace poco y que van entrando en nuestro círculo.
ResponderEliminarQué pena los gorriones, mis pájaros emblema, diezmados por su particulares coronavirus, cotorras y destrucción de su hábitat.
Abrazos para todos.