lunes, 6 de abril
Si
esto fuera un cuento de ciencia-ficción, un relato a lo Ballard en forma de
diario o de cuaderno de campo, estas notas se irían espaciando con el tiempo, adelgazándose
hasta convertirse casi en un hilo de voz. El miedo sería un virus en sí mismo y
las páginas se poblarían de líneas en blanco o de puntos suspensivos capaces de
ahogar el grito de socorro del narrador. Pero nada de esto ha sucedido. La vida
cotidiana sigue con normalidad hasta donde es posible y disponemos de
suministro eléctrico y conexión wifi. Sale agua caliente de los grifos y los
supermercados están bien surtidos. La policía patrulla las calles y los
quioscos, al menos en las grandes ciudades, siguen vendiendo la prensa. Para la
mayor parte de la población, los que vivimos confinados a la fuerza y no
podemos contribuir de manera activa, este fin del mundo es más bien anodino
(¡por suerte!), aunque no está libre de perplejidad y de miedo al futuro. Todos
hemos tenido miedo al futuro alguna vez, pero ahora la incertidumbre es ley.
Hay más tiempo para pensar, los periódicos y noticieros no dejan de
bombardearnos con pronósticos de urgencia y todo está en suspenso, como
esperando algo que no termina de llegar. Pero la normalidad impera, al menos en
la superficie. De hecho, nuestro fin del mundo se parece bastante al que
profetizó hace décadas Thomas McGrath en un poema homónimo. Recuerdo, en
concreto, que su breve y personal versión del apocalipsis no traía «la cólera
que escinde rocas» ni «el terrible fuego proverbial», sino únicamente «un
tintinear de copas» y «risas en el edificio vecino»; no nos hacía oír «el
trueno mudo, el largo colapso del cielo», sino «un solo suspiro melancólico / de
mi vecino, que bebía cerveza en la oscuridad, sentado en el porche» (una
posible versión española de esta escena tendría que incluir, en nuestro caso al
menos, las gárgaras matinales y la cinta de correr de los vecinos del tercero
B, pero ese es otro asunto). El poeta concluía entonces que «el Apocalipsis era
nunca / y era siempre», es decir: «esta noche en una pobre calle donde una risa
alegre, irreverente, / pospone el fin del mundo: donde vivimos siempre». Como cualquier
artista, McGrath tenía una conciencia intensísima de la fragilidad de la vida y
sabía que nuestras casas, nuestros hogares, se levantan en un mundo que una y
otra vez aplaza su final. O, por decirlo más brevemente: vivimos sobre arenas
movedizas. Lo sabía también el primer Eliot, cuando escribía que «en un minuto
hay tiempo / para decisiones y revisiones que un minuto refuta». En realidad,
cualquiera que haya vivido con los ojos abiertos o haya tenido algún revés
importante en la vida es consciente de ello… o debería serlo. Pero vivir es
también un largo y minucioso ejercicio de olvido; enterrar miedo y dolor y
malos recuerdos bajo capas de rutina y de costumbres narcóticas. Ahora esta
nueva rutina de interior abre un tajo en ese lienzo y todo se complica y
enrarece. Sopla una corriente de aire. Podemos asomarnos al otro lado y
perseverar en la extrañeza, como Alicia, o bien seguir corriendo como mi vecino
en su cinta: a ningún sitio.
Escribí
antes que «todo está en suspenso, como esperando algo que no termina de llegar».
La frase huele a Beckett, pero la imagen que me vino a la mente fue más bien de
dibujos animados o de película de artes marciales: ese instante en que el héroe
se levanta en el aire para dar una patada y la cámara se ralentiza o se detiene
(en las versiones más recientes incluso gira a su alrededor y se recrea en la
plasticidad del cuerpo, de su postura) antes de acelerarse bruscamente y
meternos de hoz y coz –nunca mejor dicho– en el combate. Lo mismo ahora: todo
está en el aire, girando a cámara lenta, mostrándose desde varios ángulos, pero
empiezo a temer el momento en que caiga con súbita ferocidad al suelo.
El
poeta Orlando González Esteva me envía desde Miami un célebre haiku de Bashō al
que es muy aficionado (recuerdo cuánto lo citaba hace años). En su versión,
claro, por una vez más rica en aliteraciones que en asonancias:
Aun
en Kioto
si
oigo al cuco cantar,
añoro
Kioto.
Y
añade: «El cuco es el pájaro nacional de Japón, como quizás sepas. ¿Tiene
España el suyo? ¿Cantor?». No, España no tiene un pájaro nacional, y mucho
menos cantor (lo acabo de comprobar en la red). Me avergüenza un poco
reconocerlo, la verdad. Lo que no impide que hasta en Madrid, si oigo cantar al
mirlo, añore Madrid.
Es cierto, la vida sigue y la apariencia mantiene terso el caparazón de la rutina, pero el suelo de cristal muestra unas grietas que hacen que miremos con aprensión hacia el vacío sobre el que de momento sigue flotando este armazón tan frágil.
ResponderEliminarNo he salido ni una sola vez desde el inicio de la alarma, (odio esta palabra por sus resonancias bélicas) y pienso en la manera de regresar, cuando sea, al punto donde todo se abandonó para vestirse de disfraz y de cartón piedra. Estoy en ese lado donde la perplejidad no se apacigua con resultados porcentuales y, aunque mantengo la actividad acostumbrada, veo que un matiz ceniciento lo va tiñendo todo.
Ya veremos, entre oleadas y malos augurios, en qué termina todo.
Saludos.
Más allá del encierro, los encierros... la vida sigue, lenta y suave, su curso, como siempre y como nunca, que para el caso es lo mismo. Y como dice el poeta, cuanto más claro, más oscuro. O quizá... más gris... si ya éramos grises antes del encierro pues, como decía el pintor, solo somos capaces de ver los colores que ya llevamos dentro. Y eso no lo cambia crisis alguna ni mil y un encierros. Muchos sufrirán después. Pero ya sufrían antes... Y el sol seguirá saliendo, ajeno.
ResponderEliminarAbrazo enorme, Jordi. Y saludos a tu comentarista, Abilio. Cuidaros mucho ambos, y cuidad a los vuestros y, más allá del gran angular y de la profundidad de campo ahora ausentes, disfrutad de lo grande en lo más pequeño. Con cariño,
Nuria