lunes, 11 de mayo
No
deja de sorprenderme la cantidad de anuncios sobre la pandemia que han ido aflorando
estas semanas. No parece que a los publicistas les haya faltado trabajo. Son
anuncios de aquellos que pueden pagarlos, claro: bancos, compañías de seguros,
canales de televisión, etc., y todos con un patrón similar, como si fueran
variaciones sobre un tema de Ikea. Abundan las imágenes estereotipadas del
encierro: hogares soleados, niños haciendo los deberes o disfrazados y
corriendo por el pasillo, padres con barba de hípster y madres a prueba de
horarios y teletrabajo. Y siempre una música alegre, edificante, que busca la
cercanía con el espectador. Me llama la atención –perdón por la ingenuidad– que
estos spots hayan podido concebirse y rodarse ahora. El estilo imita el de los
videos caseros que nos hemos hartado de ver desde el primer día, pero en
versión alta gama: luz, maquillaje, buenos planos, un montaje acelerado y que
impida pensar. La reclusión convertida en parque temático o en ciudad de
vacaciones (y algún meme he visto en este sentido). No deja de ser reconfortante:
si todo lo demás falla, siempre nos queda la publicidad para decirnos cómo hay
que vivir.
Pienso
en todo lo que ha quedado fuera de este diario; o en las cosas que anoté para
desarrollarlas más adelante y que fueron quedando postergadas, haciendo bulto
en las libretas o al final del documento donde tecleo y paso a limpio cada
nota. Haría falta un camión basura –o un centón– para recoger estos restos:
frases a medio hacer, ideas fallidas, citas que parecían decir algo y que nunca
encontraron su sitio. Muchas de esas frases surgieron de los mensajes que he
enviado a los amigos. Como si al escribir libremente, pensando solo en mi
interlocutor, la mente se olvidara de miedos, de sí misma. A veces esas frases
que extraía o apartaba en el momento se dejaban desovillar siguiendo una lógica
interna y se convertían en una nota más o menos oportuna. Otras quedaban en
germen o perdían su gracia. Ahí están, silenciadas, dándome que pensar y
llenando dos o tres páginas de Word. No me atrevo a borrarlas. O no aún. Son la
franja de maleza que separa el huerto del camino y lo deja respirar. Y un
diario, por breve que sea, también está hecho de todo lo que queda fuera.
Me
entero por Paula –así voy de rezagado– de que los puntos de información de
BiciMad se llaman oficialmente «tótems». Lo dice la página web del servicio con
fea prosa utilitaria: «elemento de la estación que facilita la interacción con
el usuario a través de una pantalla táctil». Me encanta. Y me recuerda lo que
contaba Marta, que la bolsa con la medicación de quimioterapia va en una percha
metálica que las enfermeras llaman «árbol». Ahora te traemos el árbol. Nada
de «fármaco», «quimio», «cáncer»… Son palabras que no se dicen. Solo «árbol»,
dos sílabas, como si ellas y todo lo que contienen pudieran dar otro color al
líquido amarillento que desciende por el gotero. Una lectura cínica diría que
estamos ante eufemismos que adornan o desfiguran la realidad. Yo prefiero
verlos también como vestigios de una creencia en el poder mágico de las
palabras. Una creencia supersticiosa, claro, pero que se activa en el momento
en que la hacemos nuestra. Hablar de «tótem» para referirse a una columna de
circuitos electrónicos y placas de metal indica al menos cierto amor por el
lenguaje; y un respeto supersticioso por los vocablos que nos llevan al pasado,
o que vienen de él. Decir de un perchero con una bolsa ambarina que es un
«árbol» es puro pensamiento mágico. Y que eso se diga en un hospital no es
casualidad. Las palabras lo saben.
En
el balcón. Un café breve, furtivo, que tomo casi por despecho, porque la tarde
está fría y me recuerda aquellas primeras jornadas de encierro en marzo. El
tráfico ha vuelto a bajar misteriosamente y el parque se ve gris, poco
hospitalario. Arriba el sol va y viene en un parpadeo sin consecuencias y todo tiene
un aire sonámbulo, esa falta de fondo de los cuadros en los que no hay nadie. Recuerdo,
no sé por qué, esa anécdota que cuenta Luis Cernuda al final de «Historial de
un libro», cuando en su propio bautizo repartieron caramelos a los niños y su
hermana se negó a entrar en la rebatiña: «Al preguntarle alguno por qué no [participaba]
ella también, respondió: “Estoy esperando a que acaben”». Es una escena que me
sigue conmoviendo y que recuerdo con más cariño que muchos de sus poemas, quizá
porque define a las claras su distancia del mundo. Veinte minutos más tarde,
cuando voy a hacerme otro café en la cocina, veo que se ha levantado el viento
y que empieza a caer agua. Otro chaparrón de primavera. El día no está perdido,
ni mucho menos, pero habrá que abrigarse para salir.
Enhorabuena por este diario, Jordi. Aunque yo no tengo perro, me ha acompañado -e iluminado- en el largo trance del confinamiento. Lo echaré de menos. No obstante, espero verlo transustanciado en libro más pronto que tarde.
ResponderEliminarTe mando un abrazo en fase 0, pero igual de apretado que siempre.
Eduardo.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarMil gracias por tu lectura, querido Eduardo. Me conmueve y me da fuerzas. Sí, aquí también andamos en fase 0, como sabes. Pero poco a poco vamos volviendo al mundo. Por cierto, acabo de descubrir (y lamentar) una errata. Quería decir "camión escoba" y no "camión basura". Ay los automatismos. Si esto acaba tomando forma de libro, lo corregiré. Abrazo grande, J12
ResponderEliminarMe uno a las felicitaciones de Eduardo. Este diario nos ha hecho compañía y nos iba descubriendo la belleza de las pequeñas cosas en estas sórdidas semanas, tan largas. Cuando pase el tiempo, releerlo será reencontrarnos con unas luces en medio de aquella distopia. Arantxa
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