Es un libro esbelto, de pequeño formato. La cubierta está un poco apagada por los bordes, pero la tinta azul del título (The Waste Land and Other Poems) resalta con elegancia sobre el fondo color salmón. Es la tercera impresión (1942) de una edición hecha originalmente dos años antes, al comienzo de la guerra. Lo compré en 1989 por libra y media en una librería de viejo de Liverpool y viajó en mi mochila durante las tres semanas de Interrail que nos separaban de casa. Su bajo precio (típico de la colección de Faber & Faber a la que pertenecía, Sesame Books) me hace pensar que fue una edición popular en la época, de la que sigue habiendo muchos ejemplares, y, en efecto, las páginas de respeto abundan en notas escolares hechas por su antiguo dueño. Yo también era o seguía siendo un estudiante, pero aquel librito no fue nunca una lectura obligatoria, sino la imagen misma de la poesía, su enseña más nítida. Y ahí recalaba cada poco no solo para aprender, sino para cobrar fuerzas y asentar mi vocación, que es como decir quién era o podía ser.
Ochenta páginas tan solo, pero ahí aparecen algunos de los poemas centrales de la modernidad: «The Love Song of J. Alfred Prufrock», «Gerontion», «Marina» y, claro está, «The Waste Land», esa tierra baldía y mítica que ha configurado nuestra forma de leer y comprender la ciudad del siglo XX. Concebido como una muestra de Collected Poems. 1909-1935, la selección –asumo que del propio Eliot– es impecable salvo por una tacha: falta «Los hombres huecos» y sobran las cuartetas de «Sweeney entre los ruiseñores», con ese sarcasmo forzado que no tarda en volverse contra su autor. Habría estado bien añadir «Rapsodia de una noche de viento» y «Retrato de una dama», pero no se puede tener todo. Para compensar, hacia el final se incluyen tres de los cinco «Paisajes» que Eliot escribió a principios de la década de 1930 y que tienen mucho de reverso pastoral y onírico de sus «Preludios» de juventud.
Ochenta páginas, sí, pero ahí está la poesía más alta del siglo, con permiso de Rilke, Lorca o Ajmátova («pero no hay competencia», como escribiría el mismo Eliot años después). Un estilo a la vez fragmentario y memorable, narrativo y gnómico, capaz de sintetizar una emoción o una idea en versos indelebles gracias al poder de esa imaginación auditiva que gobierna su creatividad. Pocos poetas han legado a sus lectores un arsenal tan opulento de imágenes y aforismos: «Cuando el atardecer se extiende contra el cielo / como un paciente anestesiado sobre la mesa» «Abril es el mes más cruel»; «He medido mi vida en cucharadas de café»; «Paso las noches leyendo, y en invierno voy al sur»; «un manojo de imágenes rotas donde el sol bate»; «te mostraré el miedo en un puñado de polvo»; «cada poema un epitafio»; «así termina el mundo / no con una explosión sino con un sollozo»… ¿Debo seguir?
Sin embargo, más allá de esta facilidad asombrosa para grabarse en nuestro recuerdo, la poesía de Eliot acoge las inquietudes centrales de su siglo y plasma una versión feroz y precisa, casi quirúrgica, de la carencia de centro y de convicción del sujeto moderno. Ahí comparecen la lucidez y sus hijos, Inacción y Hastío; la ciudad hormigueante de Baudelaire convertida en galería de espejos donde el yo se pierde sin remedio, escindido en mil reflejos; la Babel de lenguas y mitos originarios que conviven bajo el mismo techo celeste; el tiempo cíclico de la naturaleza y la fuerza destructiva del sexo, que nos obligan a morir y regenerarnos casi por decreto; el carro del progreso llevando en procesión al muñeco de trapo de la esterilidad y la ruina ecológica; y todo, en fin, envuelto en una fascinación amorosa por «las mil imágenes sórdidas / de que estaba constituida tu alma».
Cien años después de su aparición, la «Unreal City» de Eliot sigue siendo, en gran medida, nuestra ciudad. No hay forma de escapar de ella ni de conjurar su rara belleza. Y cada día que pasa vemos que las palabras que la erigieron se vuelven más reales, más palpables y ciertas, que la sombra de nuestros pasos desorientados.
[Publicado en la revista Quimera, núm. 445, enero 2021, págs. 20-21]
Hermosos colores, los de la hermosura.
ResponderEliminarAbrazo grande, Jordi.