jueves, marzo 04, 2021

la mano abierta

 


 

Los protagonistas de esta fotografía son dos grandes poetas mayores. Digo mayores y no ancianos, y digo bien. José Ángel Valente estaba a punto de cumplir 71 años y Antonio Gamoneda, a su izquierda en la imagen, 69, edades que ahora nos parecen una extensión de la madurez, pero que en su caso ratificaban una vocación decidida de postrimería, la certeza de encarnar o estar asistiendo a un final de época. Una vocación, además, que se veía subrayada por el acecho de la enfermedad y la muerte. Valente se muestra aquí muy delgado, consumido casi por el cáncer de estómago que acabó con su vida. Gamoneda, siempre vital y enérgico a pesar de sus achaques, le confesaba meses antes, sin embargo, que «mi tensión arterial está ingobernable y esto no es poca cosa para quien tiene las carótidas reducidas a la mitad». Por suerte, esas carótidas siguen sirviendo bien a su dueño, pero la imagen nos recuerda que los poetas suelen aflorar a la conciencia pública en el tramo final de su ejecutoria, con la suerte de la obra ya echada.

 

No conocemos al autor de la foto. Sí el lugar y la fecha en que fue tomada, durante un encuentro de poetas y pensadores («Nostalgia de la ciudad, poesía y filosofía en la sociedad tecnológica») que se celebró en el salón de actos del Círculo de Lectores en Madrid el 7 de abril del año 2000, según nos informa la periodista Amelia Castilla en su nota de El País. Han pasado poco más de veinte años, pero ni el Círculo de Lectores ni su salón de actos (aquel espacio diáfano y legendario de la calle O’Donnell que gobernaba con puño de seda la gran Lola Ferreira) existen ya. Tampoco uno de los protagonistas. La fecha importa: esta fue la última aparición pública de Valente en Madrid antes de su muerte, que le sobrevino poco después, el 18 de julio de ese mismo año.

 

En la imagen es él, Valente, quien tiene la palabra, rubricando con la mano izquierda el aparte confidencial. El terno, impecable, le da un aire de alto magistrado. Gamoneda lo escucha con gesto a la vez atento y abstraído, una mezcla difícil que se materializa en los ojos entornados y la nariz respingona. Destaca el contraste entre corbatas, que el poeta de León corrige con el toque pensativo, casi profesoral, de sus gafas colgantes. Al fondo, en un discreto segundo plano, asoma un juvenil José Luis Pardo, otro de los participantes del coloquio junto con Miguel Morey, Tomás Segovia o Andrés Sánchez Robayna. Quizá Antonio recuerde el asunto de esa charla final, pero no quiero preguntarle. Mejor quedarse con el silencio locuaz de la escena, esa mano izquierda de Valente que «presenta, muestra, invita», como hace la doncella en el poema que dedicó en 1994 al San Jorge y el dragón de Uccello. Como si llevara algo escrito en la palma –un fragmento, nada, dos palabras– que al fin puede compartir con su interlocutor.

 

Esa mano abierta es también un foco de luz que alumbra desde abajo el rostro de los poetas y los reúne ante nosotros, sus lectores, cuando ya estaba claro que no habría otro encuentro. «Siento el crepúsculo en mis manos», consignó por esos años Gamoneda en Arden las pérdidas. Mes y medio después de que les hicieran esta foto, el 25 de mayo del 2000, Valente escribía su último poema, que es también una suerte de brevísimo epitafio que cierra en alto una obra de admirable coherencia: «Cima del canto. / El ruiseñor y tú / ya sois lo mismo».

 

[Publicado en la revista Ínsula, 889-890, enero-febrero 2021, págs. 45-46]

 

 




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