Louise Glück, Recetas invernales de la comunidad, traducción de Andrés Catalán, Madrid, Visor, 2021, 102 páginas.
Louise Glück (Nueva York, 1943) es una poeta de las postrimerías. El paisaje de sus libros más recientes suele ser invernal, sombrío, un mundo escasamente poblado en el que las cosas se repliegan sobre sí mismas o espían con paciencia, con discreta pasión, la presencia de la muerte. Su talante introspectivo parece excluir el deseo humano, los afanes del cuerpo –que es algo manifiestamente impuro, poco fiable–, pero no el gusto sensorial por las formas de la naturaleza, en especial las plantas: en El iris salvaje (1992), el libro que la descubrió entre nosotros gracias al trabajo pionero de la editorial Pre-Textos, otorgaba emociones complejas a las flores y también a una voz que, a falta de otros candidatos, debemos atribuir a Dios.
La atracción del vacío y el silencio, esa vía negativa que ha ido perfeccionando con los años, mueve los hilos de este nuevo libro, Recetas invernales de la comunidad (Visor), el primero que publica tras obtener el premio Nobel en 2019. Traducido con solvencia por Andrés Catalán, que reproduce con acierto el tono frío y lacónico del original, es un conjunto de quince poemas o series poemáticas de corte narrativo, con personajes brumosos que viven en la esfera del «érase una vez» y se pasean por un mundo espectral donde las cosas suceden a menudo sin porqué y la existencia es un descenso tenaz («Hacia abajo, hacia abajo, hacia abajo, hacia abajo / es donde nos lleva el viento»), un aprendizaje del cambio y la pérdida. El impulso fabulador convive con el don para la expresión lapidaria: «no existe algo así como una muerte en miniatura»; «pero has dejado de hacer cosas, dijo, que es lo que / hace el filósofo»; «no hay suficiente noche, respondí. De noche puedo ver / mi propia alma»… A veces la sequedad se resuelve en apartes mordaces, gotas de humor negro que confirman el buen ojo de Glück para el detalle grotesco y destierran, de paso, cualquier asomo de patetismo. Como ella misma señala en la primera sección del poema homónimo: «El libro contiene / solo recetas para el invierno, cuando la vida es dura. En primavera / cualquiera es capaz de preparar un buen plato».
Muchas de estas series («La negación de la muerte», «Viaje de invierno», «Una historia interminable», «La puesta de sol») incluyen pasajes dialogados, careos en los que una segunda voz –de la hermana, del profesor de pintura, de una figura misteriosa llamada «el conserje»– permite articular ideas y emociones que ayudan al yo en su labor de examen. Son voces que parecen provenir del pasado, visto por la poeta como una carga que le impide relacionarse sin trabas con el ahora: «Qué llena tengo la cabeza / con las cosas del pasado. / ¿Habrá suficiente espacio / para que quepa el mundo?». Así la hermana, que la acompaña en sus sondeos de la memoria familiar para revivir escenas con la lente de la ficción, viñetas en las que lo evocado tiene la misma aura fantasmagórica que lo inventado y enturbia el recuerdo de los padres, de la madre enferma, de la propia niñez en la que «demasiado pronto surgió / mi verdadero yo, / robusto pero amargo, / como un despertador».
La precisión del autorretrato hace patente la lucidez de Glück. Robusta pero amarga, su voz ilumina el territorio austero pero lleno de posibilidades del final. Y este libro breve y decantado, intensísimo, confirma que el viaje –la vigilia– está lejos de haber concluido: «Ah, dice, otra vez estás soñando // Y entonces digo: me alegro de estar soñando / el fuego aún sigue vivo».
Publicado originalmente en La Lectura de El Mundo, 21 de enero de 2022.
Como siempre, preciso y certero. Aunque no me gustan los sueños del final, ni su pesimismo, algunos de ellos los tengo cerca y, seguramente por eso, lea este libro. No obstante, tal vez lo deje para el verano, o la primavera, cuando, como dice esta autora de recetas para el invierno, es más fácil encontrar recetas de lo que yo llamaría "dulces comienzos".
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