Ha muerto el pintor y escritor Albert Ràfols-Casamada (1923-2009). Otro grande que se nos va casi sin hacer ruido, como corresponde a un artista discreto y tranquilo que se movió lejos de camarillas, fiado a la soledad, absorto en una búsqueda personal que, a fuerza de trabajo riguroso, de lucidez, logró hacerse transitiva y compartible. Fue un poeta muy notable y un estupendo diarista, capaz de reflexionar con talento y honestidad sobre su trabajo pictórico y sus lecturas de ciertos hitos de la tradición moderna; sus palabras sobre Cézanne o Klee, por poner ejemplos de artistas a los que debió no poco, son particularmente iluminadoras. Pero era también capaz de recoger con una prosa de gran sutileza la declinación de la luz a media tarde, el vuelo de unos vencejos al otro lado de las ventanas de su estudio, los flecos de humo que coronaban los tejados de su barrio, todo el atrezzo de una existencia tranquila que dependía de los pequeños detalles sin dejarse limitar o reducir por ellos, como en esa poesía oriental de la que tanto aprendió.
Hace siete años expuso una amplia muestra de su trabajo en el Museo Palacio de Revillagigedo de Gijón, una exposición organizada por Cajastur para cuyo catálogo escribí un texto que rescato ahora a modo de homenaje. Como tantos otros encargos, es un texto que escribí con prisas, luchando contra el plazo de entrega, después de semanas de vacilación y dudas; la ansiedad es mala consejera siempre. Leído ahora, creo que funciona bastante bien –valga la inmodestia– como lectura de su trabajo pictórico, que es como decir de su peculiar sensibilidad artística, atenta al ritmo interno de formas y colores en el lienzo. Así escribió también sus poemas, como espacios donde las palabras y los sintagmas y los versos mismos jugaban a bailar coreografías luminosas, llenas de vida, de las que lograba desterrar todo indicio de pesantez o aspereza.
Una pintura reflexiva: Albert Ràfols-Casamada
En su hermoso y muy recomendable libro de ensayos, Rastros kármicos (2002), el escritor neoyorquino Eliot Weinberger evoca un largo poema de exilio del primer autor identificable de la poesía china, Qu Yuan, al que se conoce por un compendio recopilado hacia el siglo II a. de C. El poema, titulado Li sao («Encuentro con la tristeza»), es descrito por Weinberger como «la quintaesencia del poema yin», puesto que «no sólo es rica su imaginería floral y acuática, sino que es además el primer poema que añade una ‘palabra vacía’ (una sílaba sin significado) en medio de sus largos versos». Weinberger aclara de inmediato que el empleo de estas palabras vacías se convirtió «en práctica común en buena parte de la poesía china», y añade que este recurso era una forma de introducir «el vacío en torno al cual se construye el poema y por el cual el poema respira: el vacío que define las relaciones entre las cosas, y entre éstas y el poeta».
Imagino que la explicación de Weinberger es un lugar común de la sinología, pero aún hoy su lectura me sigue sorprendiendo. La traigo a estas páginas porque me parece singularmente adecuada al carácter de ciertas obras últimas de Albert Ràfols-Casamada, a la combinatoria de elementos que determina su vigor y que el espectador percibe en cada caso como inevitable. En una tela expuesta hace dos años en la Galeria Joan Prats, «Doble espai clar», el espacio, como de cal vieja, aparece dividido en dos por una negra línea vertical. A la derecha, un velero apenas esbozado gracias a un trazo de rojo y el contorno gris de unas velas se enfrenta con su reflejo desvanecido: un poco de rojo y dos breves rayas oscuras que sugieren, tal vez, un cielo, o una meta, o (ya lo hemos dicho) el reverso ralo de la imagen primera. Algo semejante parece ocurrir en una obra contemporánea, «Aire d’estiu», aunque en este caso el bloque de azul que ocupa la zona inferior derecha despierta un reflejo desecado, un bloque de claridad arenosa en el que se proyectan sendas formas blanquecinas. En ambos casos (haciéndose eco de un procedimiento que se remonta como mínimo hasta «Díptic holandés», de 1989), la división de la tela en dos mitades denota una voluntad de simetría que es contradicha parcialmente por el desvanecimiento de ciertos elementos en su paso de uno a otro sector, gracias a un sutil juego de pesos y contrapesos que es uno de los placeres evidentes de esta pintura. Este desvanecimiento, que es otra forma de la reticencia, abre zonas de descanso, remansos de color que son el equivalente visual de las «palabras vacías» evocadas por Weinberger. El efecto de estos remansos se ve reforzado por la aparición de manchas y trazos blancos, como heridas indoloras donde el ojo descansa y la tela respira. Es un efecto bien perceptible en otras dos obras de gran atractivo, «Ritme dins del blau» y «Terra nua». En la primera, la banda blanca que preside el tercio superior del conjunto semeja un corte o incisión en la tela, corte del que mana luz y que tiene algo de lámpara o flexo bajo el cual líneas y manchas de color disponen su peculiar coreografía. En la segunda, el blanco se adivina en trazos más o menos intensos que aclaran el fondo terroso de la obra. Estas zonas de claridad actúan a modo de pulmones, «son el vacío que define las relaciones entre las cosas», aquello que las articula y permite su plena expresión. El escamoteo del color y de las formas en ciertos lugares es lo que hace posible, en otros, su revelación.
Valga este primer asedio interpretativo para dejar claro que la pintura de Ràfols-Casamada exige como pocas nuestra participación activa, necesita convertirnos en parte integral de su presencia o su sentido. Como fruto que es de una sensibilidad moderna (y Ràfols-Casamada ha tenido muy presente en todo momento la reflexión de Motherwell según la cual «el contenido siempre ha de ser expresado en términos modernos», aunque en arte no puede hablarse, me parece, de contenidos en estado puro), esta pintura pone el énfasis en el cuadro no como resultado sino como proceso. Javier Marías decía no hace mucho que la escritura de una novela es un viaje por tierras desconocidas, de las que no hay constancia en ningún mapa, y que la única ayuda del escritor es una brújula hecha por igual de intenciones e intuiciones: se sabe en qué dirección hay que viajar, pero no qué accidentes y obstáculos puede haber en el camino. El acto creador, para cumplirse, ha de apoyarse en una cierta ignorancia de su destino; es una ignorancia activa, desde luego, que se alimenta del deseo (un deseo que la obra final apenas satisface) y el afán de búsqueda. Pero la meta no está clara, hay un cúmulo de problemas técnicos cuya resolución nos impide verla con nitidez, sabemos o creemos saber a grandes rasgos su apariencia sin advertir que cambia a cada paso. Dicho de otro modo, que la obra resultante no es el producto de un viaje sino el viaje mismo, pues lleva impresas las huellas que han conducido hasta ella. O mucho me equivoco o esta concepción de la obra como un palimpsesto que acoge el itinerario creativo de su autor tiene una importancia radical para Ràfols-Casamada. Las páginas de su diario (parcialmente publicadas en castellano con el hermoso título de Huésped del día) ofrecen abundantes pruebas de ello, por no mencionar el modo en que sus telas, desde el ya mencionado «Díptic holandés», se conciben como tablillas donde se inscribe, una y otra vez, el camino emprendido por el ansia exploratoria de su autor. Lo ha explicado él mismo en una entrevista con el poeta Alfonso Alegre: «La experiencia que constituye su realización, la lucha de la ejecución material, la intensidad de esa lucha, se integra –en permanente tensión latente– en la obra, como resultado, como parte esencial de ella».
En una anotación fechada en diciembre de 1975, Ràfols-Casamada invoca un sugerente aforismo de Cézanne: «Pintar es pensar con los ojos». El uso del infinitivo pone definitivamente el acento en la acción pero el verbo (pensar) nos remite a una concepción reflexiva, lúcida, del arte. El pintor postulado por Cézanne y evocado por Ràfols-Casamada tiene que ver con el ensayista o pensador en su desprecio por el mundo seco y descarnado de las conclusiones. Amante del matiz y el detalle, no acepta reducir el objeto de su reflexión a un esquema bidimensional que expulsa de su seno al tiempo. Lo que quiere, precisamente, en virtud de ese «hacer» manual que apela lo mismo al intelecto que a la mirada, es integrar el tiempo en el espacio de la obra. Es un tiempo que se proyecta hacia atrás, hasta el momento original de la creación, pero también hacia delante, a fin de confundirse con el tiempo del espectador. En este sentido, toda obra está por hacer en la medida en que necesita del espectador (de su tiempo, de lo que guarda ese tiempo) para concluirse. Esto es singularmente cierto en el caso de una pintura que, como la de Ràfols-Casamada, se plantea como el equivalente del ensayo literario, con sus meandros y apartes casi gratuitos, sus cambios rítmicos y tonales, sus transiciones y soluciones de continuidad. Contemplando sus obras más recientes, se hace evidente que estamos ante un artista a quien ha interesado, desde siempre, explorar la interrelación entre los diversos elementos pictóricos a fin de crear espacios autónomos, plenos de vida propia. Ràfols-Casamada lo explica mejor y más claramente en un pasaje de su diario: «Crear una imagen, en el sentido más amplio tal vez. Transformar una superficie neutra –papel, tela– en una cosa personalizada; una cosa que guste, o emocione, o impresione, o sorprenda; que sea única (insólita) y que valga por sí misma, pero que al mismo tiempo se relacione con la personalidad de quien la ha hecho y con otras obras suyas. Esa imagen será una imagen del mundo del pintor. Es necesario que lo refleje lo mejor posible para que tenga substancia». Fijémonos en que lo importante aquí es el acto de «crear una imagen», una imagen por lo demás «única» en la medida en que ello denota su autonomía. La voluntad mimética se reduce a establecer una correspondencia entre dicha imagen y el «mundo del pintor»: es, por tanto, una imagen de la memoria y la imaginación, el fruto de una alquimia impredecible donde el tiempo juega con la luz de los sentidos.
Ràfols-Casamada se mueve desde hace años en la linde misma entre figuración y abstracción, y ha reducido la presencia del mundo objetual a un conjunto variable (pero nunca caprichoso) de formas y contornos sutilmente esbozados. Algunos de los títulos, como los ya mencionados «Aire d’estiu» y «Terra nua», no esconden su deuda con los ritmos y superficies del mundo natural, pero esto no es ni mucho menos la norma. Igual de frecuentes son otros títulos que denotan la fascinación del pintor por los elementos y materiales que maneja: «Accent groc» o «Ritme dins del blau» son ejemplos paradigmáticos en la medida en que rubrican la existencia, en el interior de la tela, de un juego de tensiones, equilibrios y énfasis que se convierte en su razón de ser. El artista convertido en director de escena o incluso en coreógrafo, pues no en vano sus materiales tienen vida para él, le obedecen o desafían según las circunstancias, fuerzan decisiones inesperadas o de compromiso. Así, en su charla con Alfonso Alegre puede afirmar no sólo que «me interesa hacer una pintura que sea sólo pintura, cuyo tema fundamental sea por tanto ella misma», sino que «en mi manera de trabajar hay un diálogo muy directo con la materia pictórica, sin referencias directas a la realidad ni presupuestos que te aten a una idea preconcebida». Con estas palabras, Ràfols-Casamada se declara liberado de todo compromiso con ese concepto resbaladizo de «lo real» que algunos esgrimen todavía como baremo y término de comparación. Es una postura a la que ha sido fiel desde el inicio de su trayectoria artística, pero que la edad ha envuelto en los dones complementarios de la gracia y el juego, como si el trayecto de la experiencia fuera precisamente un regreso al espíritu lúdico de la infancia. Es la gracia y el juego de quien sabe borrar las huellas de su esfuerzo y entregarse a un diálogo desenvuelto con sus propios materiales. Ràfols-Casamada sabe perfectamente, como lo saben los niños, que el juego es una cosa muy seria y que no hay diversión sin reglas. Esas reglas se llaman, en su caso, desafíos («en el origen de la creación de la obra está también la necesidad de plantearte nuevos problemas») y uno puede ver su trayectoria como una cadena de retos a los que trata de dar una respuesta lo más coherente posible. El juego cambia pero no la actitud. La pintura de Ràfols-Casamada es un sostenido ejercicio de fe en el placer y las virtudes de la creación, fuera de todo impulso servil o utilitario. Sé bien que el idealismo que encierra o encarna esta postura no es muy popular y que despierta más suspicacias que adhesiones (como sigue despertando suspicacia entre muchos de nuestros literatos aquel aforismo de Wallace Stevens según el cual «la poesía es el asunto del poema»), pero no cabe dudar de su fuerza y validez. Alguien tan poco sospechoso de elitismo o conservadurismo como Susan Sontag ha escrito hace muy poco que «la sabiduría que llega a alcanzarse a través de una relación profunda, establecida a lo largo de la vida, con lo estético no puede ser reproducida, me atrevo a decir, por ningún otro modo de autenticidad».
Así volvemos, en cierto modo, al punto de partida de este ensayo: esa mezcla medida de presencias y ausencias, de pasividad y actividad, de encarnación y vacío que caracteriza la obra de Ràfols-Casamada y que la permite respirar, envolvernos en su aliento. No a otra cosa nos referimos cuando hablamos de la «atmósfera» de un cuadro. Mirar es dejarse atrapar por lo mirado, vivir en su aire. En este caso, es evidente que estamos ante una obra que ha alcanzado la difícil belleza de la naturalidad, que respira sin esfuerzo ni violencia: el aire de estos cuadros nos subyuga por su limpieza. Entre «Díptic holandés» y «Doble espai clar» asistimos a un lento pero irrefrenable proceso de adelgazamiento y depuración que celebra una y otra vez el poder inagotable de la imagen. El espacio fundado juega así, en forma simultánea, a fijar lo que huye y velar lo que se presenta, haciendo que la tela se convierta en un telar de huellas, de formas presentidas o despedidas, de guías y sugerencias que piden la participación (la reconstrucción) de la mente y la mirada. Por eso ha dicho el propio Ràfols-Casamada que lo importante a la hora de formar el espacio del cuadro es «el color, el color y la textura. Cierta atmósfera creada a través del color. Los contrastes entre lo que podríamos llamar líneas fluctuantes y contrastes definidos; a veces los contrastes son más nítidos y otras más esfumados, esto es una forma en cierto modo de crear proximidad y lejanía, y por lo tanto crear así una sensación de espacio distinta… de espacio-color».
Llegados aquí, no hace falta aclarar que el sentido de esta obra depende en gran medida de la complicidad y la voluntad de comprensión del observador. Un observador que es también un participante, para quien el cuadro es una partitura de estímulos visuales que requiere toda su atención. El cuadro como desafío y a la vez, según dijimos antes, como plano que espera la tercera dimensión de nuestro tiempo. Por ahí entiendo la reflexión de Ràfols-Casamada sobre que «el sentido es más amplio que el significado. El significado requiere la palabra, al sentido no le hace falta». Entendiendo por palabra todo aquello que pertenece al lenguaje visual del pintor, yo precisaría esta afirmación diciendo que el sentido, más que despreciar o ignorar la palabra, se apoya en ella para rebasarla. El sentido es lo que está más allá de la palabra pues necesita de la lectura para cumplirse. El significado está en el diccionario, el sentido en el lector. Cerremos, pues, nuestros diccionarios visuales y entremos sin rodeos en estos cuadros, a fin de dialogar con ellos y suscitar una presencia que nos redima de todas nuestras ausencias.
(2003, 2004)
Enhorabuena, Jordi, por tu lectura de la obra de Ràfols-Casamada y ese fructífero diálogo de la palabra y la imagen pictórica. Es una vía que, aunque no carezca de ejemplos, tanto lejanos como actuales muy encomiables, creo que debería seguir indagando más a fondo la poesía, no sólo en un acercamiento comprensivo del hecho pictórico, plástico, sino ensayando sus propuestas desde el sentido poético de la palabra.
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