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Desvelado, camina de madrugada por el pasillo a oscuras. En el salón, envuelto aún por la bruma del sueño, sorprende la luz azulada de la luna en la mesa, los libros, las fotografías. Es una claridad que dibuja hoyuelos, nervios incipientes, como si las figuras del mundo estuvieran cobrando forma o hubieran empezado a perderla. Un estadio intermedio, una duda entre dos certezas. Fuera, el frío detiene el tiempo y se aprieta con violencia contra las ventanas: un pie en el cuello de las horas, un ojo insolente tras el cristal. Qué haces, qué vas a hacer. Y la espera llenándose de noche y del fin de la noche, la pregunta como un cuerpo que ocupa y le conduce tercamente hacia la luz, las figuras lunares borrándose de nuevo para crear el día, su lugar en el día.
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BITÁCORA DE JORDI DOCE. Mis últimos poemarios son En la rueda de las apariciones. Poemas 1990-2019 (Ars Poetica, 2019) y No estábamos allí (Pre-Textos, 2016). Además de traducir la poesía de William Blake, Anne Carson, T.S. Eliot y Charles Simic, entre otros, he publicado los cuadernos Hormigas blancas y Perros en la playa, y los libros de artículos y de crítica Imán y desafío, Curvas de nivel y Las formas disconformes. He reunido mis versiones de poesía en Libro de los otros (Trea, 2018).
sábado, diciembre 31, 2011
domingo, diciembre 25, 2011
drake / la concha
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He visto hace muy pocos días A Skin Too Few, un breve (no llega a los cincuenta minutos), delicado y punzante documental en torno al gran Nick Drake (1948-1974). Sobre un fondo de imágenes de Londres y de Tanworth-In-Arden, el bellísimo pueblo vecino a Birmingham en el que vivían sus padres y al que acabó volviendo a comienzos de los años setenta, cuando la depresión y el insomnio pudieron más que su voluntad y las ganas de triunfar, se oyen voces discontinuas, comentarios de familiares y amigos que recuerdan este o aquel aspecto de su vida. Y aquí y allá, con tiempo para desplegarse y dialogar con las imágenes, algunas de sus mejores canciones («River Man», «Northern Sky», «Fruit Tree», «At The Chime of a City Clock»…). Todo está filmado y montado con elegante reticencia, sin falsos dramatismos, sin énfasis pedantes. Aunque escuchamos las voces en off de sus padres, grabadas al parecer a finales de los años setenta, es su hermana, la actriz Gabrielle Drake, la que aparece en cámara y explica la historia de la familia: los años de Burma, el regreso a Inglaterra, los temperamentos divergentes pero complementarios de sus padres… Sorprende, sobre todo, asomarse a la intensa creatividad de su madre, Molly Drake (1916-1993), poeta y compositora de canciones que ella misma interpretaba al piano. Uno de los momentos más intensos del documental lo protagoniza justamente Gabrielle al leer un poema de su madre, «The Shell» [La concha], con versos que quieren o parecen «explicar» a su hermano y que me recuerdan, sobre todo al principio, el tono de Robert Graves en un poema como «The Cool Web». Esta semejanza tiene que ver, imagino, con que ambos bebieron por igual de la mejor tradición victoriana y hasta georgiana, con la que Graves estuvo vinculado unos años…
El poema, sin ser excepcional, no es el trabajo de una aficionada. Ni mucho menos: la metáfora central se despliega con inteligencia hasta dibujar una alegoría veraz de la existencia, hay ritmo y expresividad (es un poema que tiene asero, como diría Juan Ramón Jiménez), y el cierre, muy intenso, lleno de rara fuerza, deja en el aire una sugerencia entre irónica y piadosa, ese «too much else besides» («tantas cosas más aparte») que habla del precio fatal del conocimiento y contrasta con las «estrechas alegrías» de la primera estrofa. Creo que no hace falta ser uno de los muchos oyentes y admiradores de Nick Drake para sentirse conmovido por la energía y la pureza de este pasaje, que –bien es cierto– quizá nunca hubiera visto la luz de no ser su autora la madre de un músico famoso.
Está a punto de editarse en Inglaterra un volumen con textos inéditos de Molly Drake y creo que el mejor homenaje que puedo hacerles a los Drake (madre, hijo, hermana) es traducir este poema al español. Es también una forma de recordar que la poesía surge donde y como quiere, un mucho a su aire, pero que a veces tiene la cortesía de discurrir por cauces ya hechos, los troncos y ramas de los árboles genealógicos. No me cabe duda, leyéndola, de que la taciturna y algo angélica creatividad de Nick Drake estaba ya, de otra manera, en su madre.
Molly Drake
La concha
La vida crece hasta envolvernos como una piel
Confinando allá fuera el mundo desolado,
Pues señalar sin falta la más lejana sima
Es llevar años muerto sin estar en la tumba.
Pero mientras giramos en la concha hogareña
De inquietud, desencanto y estrechas alegrías
Vamos creciendo y floreciendo
Y rara vez miramos la oscuridad externa
Que nuestros ojos no soportarían.
Hay quien rompe la concha.
Y pienso que hay algunos
Que con sus dedos atraviesan
Las frágiles paredes
Haciendo un agujero.
Y a través de ese tajo cruel
Contemplan los rescoldos de este mundo
Con ojos descarnados.
Miran fuera y dentro a la vez
Sabiendo lo que son
Y tantas cosas más aparte.
El original, aquí.
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He visto hace muy pocos días A Skin Too Few, un breve (no llega a los cincuenta minutos), delicado y punzante documental en torno al gran Nick Drake (1948-1974). Sobre un fondo de imágenes de Londres y de Tanworth-In-Arden, el bellísimo pueblo vecino a Birmingham en el que vivían sus padres y al que acabó volviendo a comienzos de los años setenta, cuando la depresión y el insomnio pudieron más que su voluntad y las ganas de triunfar, se oyen voces discontinuas, comentarios de familiares y amigos que recuerdan este o aquel aspecto de su vida. Y aquí y allá, con tiempo para desplegarse y dialogar con las imágenes, algunas de sus mejores canciones («River Man», «Northern Sky», «Fruit Tree», «At The Chime of a City Clock»…). Todo está filmado y montado con elegante reticencia, sin falsos dramatismos, sin énfasis pedantes. Aunque escuchamos las voces en off de sus padres, grabadas al parecer a finales de los años setenta, es su hermana, la actriz Gabrielle Drake, la que aparece en cámara y explica la historia de la familia: los años de Burma, el regreso a Inglaterra, los temperamentos divergentes pero complementarios de sus padres… Sorprende, sobre todo, asomarse a la intensa creatividad de su madre, Molly Drake (1916-1993), poeta y compositora de canciones que ella misma interpretaba al piano. Uno de los momentos más intensos del documental lo protagoniza justamente Gabrielle al leer un poema de su madre, «The Shell» [La concha], con versos que quieren o parecen «explicar» a su hermano y que me recuerdan, sobre todo al principio, el tono de Robert Graves en un poema como «The Cool Web». Esta semejanza tiene que ver, imagino, con que ambos bebieron por igual de la mejor tradición victoriana y hasta georgiana, con la que Graves estuvo vinculado unos años…
El poema, sin ser excepcional, no es el trabajo de una aficionada. Ni mucho menos: la metáfora central se despliega con inteligencia hasta dibujar una alegoría veraz de la existencia, hay ritmo y expresividad (es un poema que tiene asero, como diría Juan Ramón Jiménez), y el cierre, muy intenso, lleno de rara fuerza, deja en el aire una sugerencia entre irónica y piadosa, ese «too much else besides» («tantas cosas más aparte») que habla del precio fatal del conocimiento y contrasta con las «estrechas alegrías» de la primera estrofa. Creo que no hace falta ser uno de los muchos oyentes y admiradores de Nick Drake para sentirse conmovido por la energía y la pureza de este pasaje, que –bien es cierto– quizá nunca hubiera visto la luz de no ser su autora la madre de un músico famoso.
Está a punto de editarse en Inglaterra un volumen con textos inéditos de Molly Drake y creo que el mejor homenaje que puedo hacerles a los Drake (madre, hijo, hermana) es traducir este poema al español. Es también una forma de recordar que la poesía surge donde y como quiere, un mucho a su aire, pero que a veces tiene la cortesía de discurrir por cauces ya hechos, los troncos y ramas de los árboles genealógicos. No me cabe duda, leyéndola, de que la taciturna y algo angélica creatividad de Nick Drake estaba ya, de otra manera, en su madre.
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Molly Drake
La concha
La vida crece hasta envolvernos como una piel
Confinando allá fuera el mundo desolado,
Pues señalar sin falta la más lejana sima
Es llevar años muerto sin estar en la tumba.
Pero mientras giramos en la concha hogareña
De inquietud, desencanto y estrechas alegrías
Vamos creciendo y floreciendo
Y rara vez miramos la oscuridad externa
Que nuestros ojos no soportarían.
Hay quien rompe la concha.
Y pienso que hay algunos
Que con sus dedos atraviesan
Las frágiles paredes
Haciendo un agujero.
Y a través de ese tajo cruel
Contemplan los rescoldos de este mundo
Con ojos descarnados.
Miran fuera y dentro a la vez
Sabiendo lo que son
Y tantas cosas más aparte.
El original, aquí.
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viernes, diciembre 23, 2011
xmas
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... Caminas bajo el mismo cielo, las mismas alas,
mientras la tierra ofrece su raro laberinto
tus huesos ya celebran el sol que más calienta.
Muy felices fiestas a todos,
lectores, cómplices, amigos,
y gracias un año más
por vuestra compañía.
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lectores, cómplices, amigos,
y gracias un año más
por vuestra compañía.
miércoles, diciembre 21, 2011
gil o gila
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Cosas del espacio virtual. Como un personaje de cuento de navidad de Dickens, un momento sentí que viajaba al DF, a la casa de mi admirado Zaidenwerg, para dejarle un poema de Geoffrey Hill (esa maravilla que abre su Poesía completa con el oportuno título de «Génesis»), y al siguiente que Marcos Canteli, director de la revista 7 de 7, picaba en la puerta y me dejaba un sobre con la lúcida reseña que Pilar Martín Gila ha escrito sobre Perros en la playa. A todos, gracias. Estos gestos de complicidad son como faroles que van iluminando el camino del final de año.
Ah, el original (memorable, deslumbrante) del poema de Hill se puede leer aquí.
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Cosas del espacio virtual. Como un personaje de cuento de navidad de Dickens, un momento sentí que viajaba al DF, a la casa de mi admirado Zaidenwerg, para dejarle un poema de Geoffrey Hill (esa maravilla que abre su Poesía completa con el oportuno título de «Génesis»), y al siguiente que Marcos Canteli, director de la revista 7 de 7, picaba en la puerta y me dejaba un sobre con la lúcida reseña que Pilar Martín Gila ha escrito sobre Perros en la playa. A todos, gracias. Estos gestos de complicidad son como faroles que van iluminando el camino del final de año.
Ah, el original (memorable, deslumbrante) del poema de Hill se puede leer aquí.
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domingo, diciembre 18, 2011
la lección
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Una amiga a la que de vez en cuando, por razones profesionales, invitan a cenas de mucho relumbrón, me cuenta una anécdota que vivió en primera persona uno de sus compañeros de mesa, alto directivo de una gran empresa:
en el curso de una cena de Nochevieja a la que había invitado a una docena de colegas y empresarios, el presidente de un banco español sacó una vieja botella de Château Lafite y, sin decir palabra, procedió a llenar las copas de sólo tres de sus invitados, además de la suya propia. Luego, con gesto ostentoso, devolvió la botella al mayordomo y siguió cenando como si nada hubiera pasado. La anécdota, si es cierta, no sólo verifica o confirma el lema de que «todavía hay clases», incluso a la mesa de un banquero. También nos permite vislumbrar a qué temperatura se vive la vida, esa sutil casuística de humillaciones y privilegios, en la cercanía de ciertos grandes hombres.
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Una amiga a la que de vez en cuando, por razones profesionales, invitan a cenas de mucho relumbrón, me cuenta una anécdota que vivió en primera persona uno de sus compañeros de mesa, alto directivo de una gran empresa:
en el curso de una cena de Nochevieja a la que había invitado a una docena de colegas y empresarios, el presidente de un banco español sacó una vieja botella de Château Lafite y, sin decir palabra, procedió a llenar las copas de sólo tres de sus invitados, además de la suya propia. Luego, con gesto ostentoso, devolvió la botella al mayordomo y siguió cenando como si nada hubiera pasado. La anécdota, si es cierta, no sólo verifica o confirma el lema de que «todavía hay clases», incluso a la mesa de un banquero. También nos permite vislumbrar a qué temperatura se vive la vida, esa sutil casuística de humillaciones y privilegios, en la cercanía de ciertos grandes hombres.
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miércoles, diciembre 14, 2011
gracq en venecia
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Venecia: la zona norte de la ciudad –extraño refugio de todos sus aspectos negros–, donde apenas nadie se aventura, siendo el Puente de los Suspiros el único afectado por la emoción oficial del turista. La sombra fría, nórdica, cortante, que cae desde el inicio de la tarde sobre los Fondamente Nuove... sus aguas de un gris tórtola cercadas por el muro de un camposanto. No muy lejos, en un frío y pequeño canal, un depósito de góndolas fúnebres, helado y grotesco a un tiempo, como la flota de la casa Borniol junto al muelle de la Estigia. El Ghetto Nuovo: sus ventanas como ojos cansados, sus fachadas hurañas sudando no sé qué olor a miedo enmohecido y ruinoso que hace pensar en Shylock y en el pueblo apestado de Nosferatu: esperamos ver ratas de un momento a otro. Por último, al final de un promontorio de los Fondamente, muy aislada al borde mismo del agua por un enorme jardín (¡en Venecia!), aquella seductora mansión encantada, aquel enigmático Casino de Espectros que B. me señalaba. Por desgracia, aquel día estaba siendo reparado tras una pantalla de andamios.
Repasando esta bitácora, me doy cuenta con sorpresa de que casi no he mencionado a Julien Gracq (nacido Louis Poirier, 1910-2007); tampoco he citado ninguno de los muchos fragmentos de los libros de notas o cuadernos de campo que dio a la imprenta durante su larga ancianidad, una vez que la energía novelística o estrictamente narrativa se hubo agotado. No entiendo bien esta omisión, pues Gracq es uno de mis escritores fetiche y sus libros –en el formato inconfundible y felizmente anticuado de la editorial José Corti– nunca están muy lejos de mi mesa. Nocturna Ediciones acaba de publicar en España La península (La Presq’ile, 1970), después de acercarnos el año pasado El rey Cophetua, uno de esos libros supuestamente menores o laterales a que nos tiene acostumbrados su autor y que son, en realidad, pequeñas obras maestras. En ambos casos, la traducción de Julià de Jódar no puede calificarse sino de admirable, pues la prosa de Gracq es densa y sinuosa, llena de quicios y también asperezas, con un punto de coquetería –también de humor– que rebaja su alto voltaje literario. Inconformista y mordaz, discípulo de Breton, lector incansable de poesía que sin embargo no parece haber perpetrado verso alguno durante su casi centenaria vida, Gracq heredó el impulso heterodoxo del surrealismo para escribir en francés una de las mejores novelas del romanticismo alemán que conozco: En el castillo de Argol (1939). Luego publicó un poco de todo, pero quizá los libros suyos que prefiero (aparte de la inmensa novela que es El mar de las Sirtes) son esas misceláneas que ya he mencionado y que le permiten reflexionar a su antojo sobre libros, ciudades, escritores o paisajes, ya sean los familiares del valle del Loira (Las aguas estrechas) o los más desconocidos de un mundo por el que parece haber viajado mucho más de lo esperable. Podría hacerse, de hecho, un pequeño compendio con sus notas de viaje por España, siempre al borde mismo del tópico pero sin caer en él, capaz de torcerle el cuello al cisne del lugar común y dar a la escena una luz oblicua, sorprendente.
Los primeros libros de Gracq que leí fueron también los primeros que compré, allá por el 89-90: los dos volúmenes de sus Lettrines (el título es algo malsonante en español pero denota las capitulares tipográficas, las mismas que solían abrir los capítulos o secciones de un libro). Poco después me propuse traducir algunos de aquellos fragmentos, pero el resultado fue irregular. Mi francés era insuficiente y la prosa esquinada (y espinosa) de Gracq no dejaba de desafiarme. Hasta que un día me lié la manta a la cabeza, hundí los codos en varios diccionarios, y preparé una selección de quince o dieciséis páginas para Cuadernos Hispanoamericanos.
He decidido compartir algunos de esos viejos fragmentos de Lettrines, empezando con esta breve estampa veneciana que sólo ahora, en la era de Internet, he logrado descifrar del todo. Me refiero a esa misteriosa «flotte de Borniol» cuyo sentido exacto se me escapaba. ¿Quién podía ser Borniol? ¿Un ser oscuramente mitológico? ¿Un personaje de novela gótica? ¿Un secundario de lujo en alguna saga victoriana? Hasta que Wikipedia me ha sacado de dudas, aclarándome que Borniol es nada menos que la casa de pompas fúnebres más antigua y distinguida de Francia. Fundada en 1820 por Henri-Joseph de Borniol, fue la encargada, entre otros encargos ilustres, de organizar la repatriación del cuerpo de Isabel II a España en 1904. De las cosas que se entera uno traduciendo… o retraduciendo, como es el caso. En fin, que Gracq nos irá acompañando a partir de ahora con cierta regularidad. Aunque lo mejor, desde luego, es acercarse a sus tres novelas principales (En el castillo de Argol, El mar de las Sirtes y Los ojos del bosque), editadas todas ellas por DeBolsillo.
Venecia: la zona norte de la ciudad –extraño refugio de todos sus aspectos negros–, donde apenas nadie se aventura, siendo el Puente de los Suspiros el único afectado por la emoción oficial del turista. La sombra fría, nórdica, cortante, que cae desde el inicio de la tarde sobre los Fondamente Nuove... sus aguas de un gris tórtola cercadas por el muro de un camposanto. No muy lejos, en un frío y pequeño canal, un depósito de góndolas fúnebres, helado y grotesco a un tiempo, como la flota de la casa Borniol junto al muelle de la Estigia. El Ghetto Nuovo: sus ventanas como ojos cansados, sus fachadas hurañas sudando no sé qué olor a miedo enmohecido y ruinoso que hace pensar en Shylock y en el pueblo apestado de Nosferatu: esperamos ver ratas de un momento a otro. Por último, al final de un promontorio de los Fondamente, muy aislada al borde mismo del agua por un enorme jardín (¡en Venecia!), aquella seductora mansión encantada, aquel enigmático Casino de Espectros que B. me señalaba. Por desgracia, aquel día estaba siendo reparado tras una pantalla de andamios.
Julien Gracq, Lettrines I, Librairie José Corti, París, 1988 (1967), pp. 58-59.
Repasando esta bitácora, me doy cuenta con sorpresa de que casi no he mencionado a Julien Gracq (nacido Louis Poirier, 1910-2007); tampoco he citado ninguno de los muchos fragmentos de los libros de notas o cuadernos de campo que dio a la imprenta durante su larga ancianidad, una vez que la energía novelística o estrictamente narrativa se hubo agotado. No entiendo bien esta omisión, pues Gracq es uno de mis escritores fetiche y sus libros –en el formato inconfundible y felizmente anticuado de la editorial José Corti– nunca están muy lejos de mi mesa. Nocturna Ediciones acaba de publicar en España La península (La Presq’ile, 1970), después de acercarnos el año pasado El rey Cophetua, uno de esos libros supuestamente menores o laterales a que nos tiene acostumbrados su autor y que son, en realidad, pequeñas obras maestras. En ambos casos, la traducción de Julià de Jódar no puede calificarse sino de admirable, pues la prosa de Gracq es densa y sinuosa, llena de quicios y también asperezas, con un punto de coquetería –también de humor– que rebaja su alto voltaje literario. Inconformista y mordaz, discípulo de Breton, lector incansable de poesía que sin embargo no parece haber perpetrado verso alguno durante su casi centenaria vida, Gracq heredó el impulso heterodoxo del surrealismo para escribir en francés una de las mejores novelas del romanticismo alemán que conozco: En el castillo de Argol (1939). Luego publicó un poco de todo, pero quizá los libros suyos que prefiero (aparte de la inmensa novela que es El mar de las Sirtes) son esas misceláneas que ya he mencionado y que le permiten reflexionar a su antojo sobre libros, ciudades, escritores o paisajes, ya sean los familiares del valle del Loira (Las aguas estrechas) o los más desconocidos de un mundo por el que parece haber viajado mucho más de lo esperable. Podría hacerse, de hecho, un pequeño compendio con sus notas de viaje por España, siempre al borde mismo del tópico pero sin caer en él, capaz de torcerle el cuello al cisne del lugar común y dar a la escena una luz oblicua, sorprendente.
Los primeros libros de Gracq que leí fueron también los primeros que compré, allá por el 89-90: los dos volúmenes de sus Lettrines (el título es algo malsonante en español pero denota las capitulares tipográficas, las mismas que solían abrir los capítulos o secciones de un libro). Poco después me propuse traducir algunos de aquellos fragmentos, pero el resultado fue irregular. Mi francés era insuficiente y la prosa esquinada (y espinosa) de Gracq no dejaba de desafiarme. Hasta que un día me lié la manta a la cabeza, hundí los codos en varios diccionarios, y preparé una selección de quince o dieciséis páginas para Cuadernos Hispanoamericanos.
He decidido compartir algunos de esos viejos fragmentos de Lettrines, empezando con esta breve estampa veneciana que sólo ahora, en la era de Internet, he logrado descifrar del todo. Me refiero a esa misteriosa «flotte de Borniol» cuyo sentido exacto se me escapaba. ¿Quién podía ser Borniol? ¿Un ser oscuramente mitológico? ¿Un personaje de novela gótica? ¿Un secundario de lujo en alguna saga victoriana? Hasta que Wikipedia me ha sacado de dudas, aclarándome que Borniol es nada menos que la casa de pompas fúnebres más antigua y distinguida de Francia. Fundada en 1820 por Henri-Joseph de Borniol, fue la encargada, entre otros encargos ilustres, de organizar la repatriación del cuerpo de Isabel II a España en 1904. De las cosas que se entera uno traduciendo… o retraduciendo, como es el caso. En fin, que Gracq nos irá acompañando a partir de ahora con cierta regularidad. Aunque lo mejor, desde luego, es acercarse a sus tres novelas principales (En el castillo de Argol, El mar de las Sirtes y Los ojos del bosque), editadas todas ellas por DeBolsillo.
lunes, diciembre 12, 2011
el caimán en la montaña
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Tiene uno buenos amigos; amigos cuya generosidad de espíritu sirve para hacer algo más habitable este áspero mundo, que decía Ángel González. Uno de estos amigos es el escritor extremeño Elías Moro, quien se ha propuesto ir publicando en su bitácora (imprescindible juego de la taba) las páginas de un viejo libro mío, Bestiario del nómada, cuya primera entrega es de 1995. Lo va haciendo de a poco, con esmero, espaciando sabiamente las entradas para no aburrir. Ahora le ha tocado a otro viejo amigo, el «caimán dormido», que no sé si habrá despertado al verse en tan buena compañía.
El también poeta Joan de la Vega estrena bitácora, La montaña efímera, título del espléndido libro que publicó hace unos meses. Un libro que se inspira en parte en su experiencia montañera pero que es mucho más: todo un tratado sobre cómo llegar a un acuerdo con uno mismo, sobre cómo aceptar el pasado y convivir con el hoy, el ahora, la tiranía de lo real. Hay en Joan de la Vega una intuición poética infrecuente, un olfato agudísimo para la palabra justa, y lo demuestra en los cuatro breves poemas que acaba de colgar, todos ellos con dedicandos muy concretos; tengo el honor de estar en esa lista. Mil gràcies, Joan.
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Tiene uno buenos amigos; amigos cuya generosidad de espíritu sirve para hacer algo más habitable este áspero mundo, que decía Ángel González. Uno de estos amigos es el escritor extremeño Elías Moro, quien se ha propuesto ir publicando en su bitácora (imprescindible juego de la taba) las páginas de un viejo libro mío, Bestiario del nómada, cuya primera entrega es de 1995. Lo va haciendo de a poco, con esmero, espaciando sabiamente las entradas para no aburrir. Ahora le ha tocado a otro viejo amigo, el «caimán dormido», que no sé si habrá despertado al verse en tan buena compañía.
El también poeta Joan de la Vega estrena bitácora, La montaña efímera, título del espléndido libro que publicó hace unos meses. Un libro que se inspira en parte en su experiencia montañera pero que es mucho más: todo un tratado sobre cómo llegar a un acuerdo con uno mismo, sobre cómo aceptar el pasado y convivir con el hoy, el ahora, la tiranía de lo real. Hay en Joan de la Vega una intuición poética infrecuente, un olfato agudísimo para la palabra justa, y lo demuestra en los cuatro breves poemas que acaba de colgar, todos ellos con dedicandos muy concretos; tengo el honor de estar en esa lista. Mil gràcies, Joan.
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viernes, diciembre 09, 2011
el prolífico
No deja de publicar, como si creyera que apilando un título tras otro ha de elevarse sobre sus contemporáneos, salvarse del diluvio. Pero cada nuevo libro no hace sino enterrar un poco más los anteriores.
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miércoles, diciembre 07, 2011
yeats / ¿luego qué?
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Los amigos que tuvo en el colegio
pensaban que sería un hombre célebre;
de la misma opinión, vivió sin tacha,
llenando su veintena de trabajo.
«¿Y luego qué?», cantó el fantasma de Platón, «¿y luego qué?»
Todo lo que escribió fue bendecido
y más tarde llegó la recompensa,
dinero acorde a sus necesidades,
amistades que fueron para siempre.
«¿Y luego qué?», cantó el fantasma de Platón, «¿y luego qué?»
Sus más felices sueños se cumplieron,
una pequeña finca, esposa, hijos,
tierras que dan repollos y ciruelas,
ingenios y poetas a su paso.
«¿Y luego qué?», cantó el fantasma de Platón, «¿y luego qué?»
«Cumplí con mi labor –pensó ya viejo–,
fiel a mi plan; así rabien los necios,
nada me desvió de mi camino,
algo conduje hasta su perfección.»
Pero más fuerte cantó el fantasma: «¿Y luego qué?»
Este poema de Yeats, incluido por vez primera en New Poems (1938; fue el último libro que su autor publicó en vida), es una conclusión que en realidad no concluye nada. Es también la confesión de un perpetuo insatisfecho, o de alguien para quien ningún logro vital puede nada contra la muerte, contra la terrible certeza de la muerte. Y es que pocas veces se explica que la inmensa vitalidad de la poesía última de Yeats se desprende, precisamente, de su no menos inmensa lucidez. Se habla con cierta reserva burlona de sus intereses esotéricos y de su afición a la astrología, de su gusto por rodearse de jóvenes atractivas, de la operación de Steinach a la que se sometió en 1934 para recuperar el vigor sexual, de su falta de realismo político, etcétera, pero nada de todo eso tiene mucha importancia cuando se lee la serie de «la loca Jane», por ejemplo, o poemas como «La deserción de los animales del circo», donde Yeats confiesa la impotencia de la vejez, el agotamiento de quien, tras una vida rica en deseos y experiencias, se ve obligado a recostarse como un mendigo «en esta inmunda trapería del corazón».
En última instancia, quizá lo que más me atrae de «What Then?» es el modo en que Yeats confiesa su ambición y su orgullo (mundanos pero también creativos: era perfectamente consciente del valor de su escritura), para hacerlos pasar de inmediato bajo la horca caudina de una pregunta fatídica: ¿Y qué? ¿De qué sirve nada frente al ideal, frente a la aspiración absoluta del ideal? Un absoluto cuyo reverso –cada vez más cercano, cada vez más apremiante y repulsivo– es la muerte. Como si la muerte fuera un imán capaz de hacer saltar la chispa del poema, transmitir su voltaje a las palabras.
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Los amigos que tuvo en el colegio
pensaban que sería un hombre célebre;
de la misma opinión, vivió sin tacha,
llenando su veintena de trabajo.
«¿Y luego qué?», cantó el fantasma de Platón, «¿y luego qué?»
Todo lo que escribió fue bendecido
y más tarde llegó la recompensa,
dinero acorde a sus necesidades,
amistades que fueron para siempre.
«¿Y luego qué?», cantó el fantasma de Platón, «¿y luego qué?»
Sus más felices sueños se cumplieron,
una pequeña finca, esposa, hijos,
tierras que dan repollos y ciruelas,
ingenios y poetas a su paso.
«¿Y luego qué?», cantó el fantasma de Platón, «¿y luego qué?»
«Cumplí con mi labor –pensó ya viejo–,
fiel a mi plan; así rabien los necios,
nada me desvió de mi camino,
algo conduje hasta su perfección.»
Pero más fuerte cantó el fantasma: «¿Y luego qué?»
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Este poema de Yeats, incluido por vez primera en New Poems (1938; fue el último libro que su autor publicó en vida), es una conclusión que en realidad no concluye nada. Es también la confesión de un perpetuo insatisfecho, o de alguien para quien ningún logro vital puede nada contra la muerte, contra la terrible certeza de la muerte. Y es que pocas veces se explica que la inmensa vitalidad de la poesía última de Yeats se desprende, precisamente, de su no menos inmensa lucidez. Se habla con cierta reserva burlona de sus intereses esotéricos y de su afición a la astrología, de su gusto por rodearse de jóvenes atractivas, de la operación de Steinach a la que se sometió en 1934 para recuperar el vigor sexual, de su falta de realismo político, etcétera, pero nada de todo eso tiene mucha importancia cuando se lee la serie de «la loca Jane», por ejemplo, o poemas como «La deserción de los animales del circo», donde Yeats confiesa la impotencia de la vejez, el agotamiento de quien, tras una vida rica en deseos y experiencias, se ve obligado a recostarse como un mendigo «en esta inmunda trapería del corazón».
En última instancia, quizá lo que más me atrae de «What Then?» es el modo en que Yeats confiesa su ambición y su orgullo (mundanos pero también creativos: era perfectamente consciente del valor de su escritura), para hacerlos pasar de inmediato bajo la horca caudina de una pregunta fatídica: ¿Y qué? ¿De qué sirve nada frente al ideal, frente a la aspiración absoluta del ideal? Un absoluto cuyo reverso –cada vez más cercano, cada vez más apremiante y repulsivo– es la muerte. Como si la muerte fuera un imán capaz de hacer saltar la chispa del poema, transmitir su voltaje a las palabras.
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lunes, diciembre 05, 2011
nombres
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La vida sería algo muy distinto si tuviéramos que ganarnos nuestro nombre a pulso.
Su nombre va de boca en boca y ella, feliz, se escabulle para volver a casa.
Siempre saluda con la cabeza bien alta, para no parecer menos que su nombre.
Se ofendió terriblemente cuando empecé a coquetear con su nombre.
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La vida sería algo muy distinto si tuviéramos que ganarnos nuestro nombre a pulso.
Su nombre va de boca en boca y ella, feliz, se escabulle para volver a casa.
Siempre saluda con la cabeza bien alta, para no parecer menos que su nombre.
Se ofendió terriblemente cuando empecé a coquetear con su nombre.
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domingo, diciembre 04, 2011
el guardián del fin de los desiertos
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Entre los meses de abril y diciembre del año pasado (ese 2010 que comienza a parecerme remotísimo, como de otro siglo) tuvo lugar en Almería, la ciudad en la que pasó sus últimos años, un ciclo de conferencias quincenales dedicado a José Ángel Valente. Sus organizadores, Antonio Lafarque y José Andújar Almansa, le dieron un título sugerente y atinado: Desde la ciudad celeste, y tuvieron el acierto de convocar a un elenco plural de poetas y críticos para que habláramos de las distintas facetas creativas e intelectuales del autor de Fragmentos de un libro futuro. Yo tuve la fortuna de participar en ese ciclo con una conferencia sobre la tarea crítica de Valente (La búsqueda de lo propio) que di el 20 de mayo, con un aire y una luz ya de lo más veraniegos, aunque –por desgracia– sin tiempo para acercarme al mar y hacerle los honores como es debido.
Las actas del ciclo acaban de ver la luz en la Editorial Pre-Textos con el título casi cirlotiano de El guardián del fin de los desiertos. Perspectivas sobre Valente. Las voy leyendo con admiración y curiosidad. Para empezar, me compensan de no haber podido asistir en persona a las conferencias (y no solo las conferencias: espero escuchar algún día la grabación de la lectura de poemas de Valente que realizó Juan Carlos Mestre). Pero, además, permiten adivinar por dónde se moverá en el futuro inmediato la lectura de esta obra, las inquietudes y vetas interpretativas que empiezan a cobrar vigencia. Se incluyen en este volumen textos, entre otros, de Antonio Gamoneda, Andrés Sánchez Robayna, Fernando García Lara, José Guirao, Miguel Gallego Roca, Carlos Peinado Elliot, Marcela Romano, José Andújar o Lorenzo Oliván. Como añaden sus editores, «estas páginas de reconocimiento crítico representan una tentativa de reflexión sobre los principales cauces expresivos transitados por Valente: la poesía, la prosa de creación, concebida como ‘poesía extramuros’, el ensayo, abismado en las diversas disciplinas artísticas y las infinitas curiosidades intelectuales… En realidad no existen géneros, sino deslumbrantes prismas de creación y pensamiento, a lo que vino a sumarse, como un modo de ensanchar y renovar el personal mundo literario, la necesidad íntima de las traducciones, la música de otros convertida en respiración propia».
En mi caso, hablé no sólo del Valente crítico literario, sino también del articulista político que dio testimonio, en tiempo real, de las derivas y dejaciones de una transición mucho menos exportable de lo que nos han vendido. Como detallo en el texto mismo de mi conferencia, «su posición, que en la época pudo parecer incómoda, intransigente o poco realista –pues señalaba la falta de legitimidad de un régimen que, quiérase o no, surgía de la muda o piel reseca del anterior, y censuraba de paso el cúmulo de renuncias y cesiones que la oposición franquista hubo de realizar para entrar en el juego parlamentario (que era el suyo de facto)–, se ha revelado con el tiempo lúcida y premonitoria. Su denuncia de la política como representación y simulacro, como gestión de máscaras que ocultan el rostro rapaz o directamente carroñero de los poderes económicos, y su definición del ejercicio político partidista como labor cada vez más exclusiva de un funcionarizado cuyo empeño principal es la obtención y tenencia a toda costa del poder –ideas que recorren algunos de sus escritos de los años ochenta–, han adquirido una pertinencia innegable».
No sé qué habría pensado Valente del movimiento 15-M –y conjeturarlo sería un atrevimiento imperdonable–, pero sí tengo claro que muchas de las páginas que escribió el poeta durante finales de los años setenta y comienzos de los años ochenta resultan premonitorias y deberían ser lectura recomendada para entender –más allá o más acá de los espantajos economicistas– de dónde vienen estos lodos que ya trepan sin descanso por nuestra espalda. Tampoco sé cómo se propagó la imagen –falsa, amén de absurda– de un Valente ensoberbecido, despreocupado de las cuestiones políticas y subido a una atalaya de alta y exquisita poesía (la misma tergiversación, por cierto, que envuelve la imagen de Juan Ramón Jiménez, a quien debemos, sin embargo, uno de los mejores intentos de reflejar objetivamente –con un afán de coleccionista que no deja de recordarme a Benjamin– los desmanes y desastres de nuestra guerra civil: su libro Guerra en España). Lo cierto es que no conozco ningún poeta español del pasado siglo más feroz y lúcidamente político que Valente: basta leer toda su poesía hasta mediados de los años setenta, y todos sus artículos no estrictamente literarios a partir de esa fecha, para comprender que nunca dejó de pensar en términos políticos, o mejor, que todo –empezando por la palabra poética– estaba sometido en él a la tensión y la expectativa del espacio comunitario. Pero más fácil o menos cansado que leer es dejarse llevar por la rutina y ahogar la obra entre rumores, prejuicios y lemas mediáticos. Por fortuna, libros como El guardián del fin de los desiertos (gracias, Antonio y José) ayudan a orear el ambiente y repensar lo que importa. Sólo lo que tiene vigencia es discutible, así que ahí seguiremos, discutiendo una obra sin la cual todos seríamos un mucho más pobres.
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Entre los meses de abril y diciembre del año pasado (ese 2010 que comienza a parecerme remotísimo, como de otro siglo) tuvo lugar en Almería, la ciudad en la que pasó sus últimos años, un ciclo de conferencias quincenales dedicado a José Ángel Valente. Sus organizadores, Antonio Lafarque y José Andújar Almansa, le dieron un título sugerente y atinado: Desde la ciudad celeste, y tuvieron el acierto de convocar a un elenco plural de poetas y críticos para que habláramos de las distintas facetas creativas e intelectuales del autor de Fragmentos de un libro futuro. Yo tuve la fortuna de participar en ese ciclo con una conferencia sobre la tarea crítica de Valente (La búsqueda de lo propio) que di el 20 de mayo, con un aire y una luz ya de lo más veraniegos, aunque –por desgracia– sin tiempo para acercarme al mar y hacerle los honores como es debido.
Las actas del ciclo acaban de ver la luz en la Editorial Pre-Textos con el título casi cirlotiano de El guardián del fin de los desiertos. Perspectivas sobre Valente. Las voy leyendo con admiración y curiosidad. Para empezar, me compensan de no haber podido asistir en persona a las conferencias (y no solo las conferencias: espero escuchar algún día la grabación de la lectura de poemas de Valente que realizó Juan Carlos Mestre). Pero, además, permiten adivinar por dónde se moverá en el futuro inmediato la lectura de esta obra, las inquietudes y vetas interpretativas que empiezan a cobrar vigencia. Se incluyen en este volumen textos, entre otros, de Antonio Gamoneda, Andrés Sánchez Robayna, Fernando García Lara, José Guirao, Miguel Gallego Roca, Carlos Peinado Elliot, Marcela Romano, José Andújar o Lorenzo Oliván. Como añaden sus editores, «estas páginas de reconocimiento crítico representan una tentativa de reflexión sobre los principales cauces expresivos transitados por Valente: la poesía, la prosa de creación, concebida como ‘poesía extramuros’, el ensayo, abismado en las diversas disciplinas artísticas y las infinitas curiosidades intelectuales… En realidad no existen géneros, sino deslumbrantes prismas de creación y pensamiento, a lo que vino a sumarse, como un modo de ensanchar y renovar el personal mundo literario, la necesidad íntima de las traducciones, la música de otros convertida en respiración propia».
En mi caso, hablé no sólo del Valente crítico literario, sino también del articulista político que dio testimonio, en tiempo real, de las derivas y dejaciones de una transición mucho menos exportable de lo que nos han vendido. Como detallo en el texto mismo de mi conferencia, «su posición, que en la época pudo parecer incómoda, intransigente o poco realista –pues señalaba la falta de legitimidad de un régimen que, quiérase o no, surgía de la muda o piel reseca del anterior, y censuraba de paso el cúmulo de renuncias y cesiones que la oposición franquista hubo de realizar para entrar en el juego parlamentario (que era el suyo de facto)–, se ha revelado con el tiempo lúcida y premonitoria. Su denuncia de la política como representación y simulacro, como gestión de máscaras que ocultan el rostro rapaz o directamente carroñero de los poderes económicos, y su definición del ejercicio político partidista como labor cada vez más exclusiva de un funcionarizado cuyo empeño principal es la obtención y tenencia a toda costa del poder –ideas que recorren algunos de sus escritos de los años ochenta–, han adquirido una pertinencia innegable».
No sé qué habría pensado Valente del movimiento 15-M –y conjeturarlo sería un atrevimiento imperdonable–, pero sí tengo claro que muchas de las páginas que escribió el poeta durante finales de los años setenta y comienzos de los años ochenta resultan premonitorias y deberían ser lectura recomendada para entender –más allá o más acá de los espantajos economicistas– de dónde vienen estos lodos que ya trepan sin descanso por nuestra espalda. Tampoco sé cómo se propagó la imagen –falsa, amén de absurda– de un Valente ensoberbecido, despreocupado de las cuestiones políticas y subido a una atalaya de alta y exquisita poesía (la misma tergiversación, por cierto, que envuelve la imagen de Juan Ramón Jiménez, a quien debemos, sin embargo, uno de los mejores intentos de reflejar objetivamente –con un afán de coleccionista que no deja de recordarme a Benjamin– los desmanes y desastres de nuestra guerra civil: su libro Guerra en España). Lo cierto es que no conozco ningún poeta español del pasado siglo más feroz y lúcidamente político que Valente: basta leer toda su poesía hasta mediados de los años setenta, y todos sus artículos no estrictamente literarios a partir de esa fecha, para comprender que nunca dejó de pensar en términos políticos, o mejor, que todo –empezando por la palabra poética– estaba sometido en él a la tensión y la expectativa del espacio comunitario. Pero más fácil o menos cansado que leer es dejarse llevar por la rutina y ahogar la obra entre rumores, prejuicios y lemas mediáticos. Por fortuna, libros como El guardián del fin de los desiertos (gracias, Antonio y José) ayudan a orear el ambiente y repensar lo que importa. Sólo lo que tiene vigencia es discutible, así que ahí seguiremos, discutiendo una obra sin la cual todos seríamos un mucho más pobres.
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viernes, diciembre 02, 2011
jueves, diciembre 01, 2011
es mejor
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Me alegra saber que esa Revista de traducciones te parece buena idea. Ni se me habría pasado por la cabeza si algunas de esas traducciones americanas, en particular una o dos piezas de las generación más joven de poetas alemanes, no me hubieran dado más que cualquier original inglés o norteamericano reciente. Estar bajo la influencia de algo es diabólico –o mejor: lo diabólico es esa debilidad nuestra que permite influencias fuera de las que promueven nuestro verdadero desarrollo–, pero es mejor ser destruidos con rapidez, si somos débiles, que seguir protegiendo nuestra inanidad con una ignorancia deliberada y cauta. Y si no somos débiles, entonces es mejor y más interesante saberlo todo.
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Hughes se refiere en esta carta a Modern Poetry in Translation, la revista que acabaría fundando en 1965 con Daniel Weissbort (y que, más de 45 años después, sigue más viva que nunca, como prueba su espléndida página web). Sus palabras no dejan de ser una glosa o variación de aquello tan viejo de «si no te mata, te hará más fuerte», con un toque nietzscheano muy de época, pero son también una de las mejores defensas de la traducción poética que conozco. De esa «ignorancia deliberada y cauta» (qué gran frase, por cierto) hemos tenido en nuestra historia bastantes ejemplos, y ninguno bueno.
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Me alegra saber que esa Revista de traducciones te parece buena idea. Ni se me habría pasado por la cabeza si algunas de esas traducciones americanas, en particular una o dos piezas de las generación más joven de poetas alemanes, no me hubieran dado más que cualquier original inglés o norteamericano reciente. Estar bajo la influencia de algo es diabólico –o mejor: lo diabólico es esa debilidad nuestra que permite influencias fuera de las que promueven nuestro verdadero desarrollo–, pero es mejor ser destruidos con rapidez, si somos débiles, que seguir protegiendo nuestra inanidad con una ignorancia deliberada y cauta. Y si no somos débiles, entonces es mejor y más interesante saberlo todo.
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Ted Hughes, Carta a Ben Sonnenberg, 2 de julio de 1962
Letters of Ted Hughes, ed. Christopher Reid, Faber & Faber, 2008, p. 202
Letters of Ted Hughes, ed. Christopher Reid, Faber & Faber, 2008, p. 202
Hughes se refiere en esta carta a Modern Poetry in Translation, la revista que acabaría fundando en 1965 con Daniel Weissbort (y que, más de 45 años después, sigue más viva que nunca, como prueba su espléndida página web). Sus palabras no dejan de ser una glosa o variación de aquello tan viejo de «si no te mata, te hará más fuerte», con un toque nietzscheano muy de época, pero son también una de las mejores defensas de la traducción poética que conozco. De esa «ignorancia deliberada y cauta» (qué gran frase, por cierto) hemos tenido en nuestra historia bastantes ejemplos, y ninguno bueno.
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