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Desvelado, camina de madrugada por el pasillo a oscuras. En el salón, envuelto aún por la bruma del sueño, sorprende la luz azulada de la luna en la mesa, los libros, las fotografías. Es una claridad que dibuja hoyuelos, nervios incipientes, como si las figuras del mundo estuvieran cobrando forma o hubieran empezado a perderla. Un estadio intermedio, una duda entre dos certezas. Fuera, el frío detiene el tiempo y se aprieta con violencia contra las ventanas: un pie en el cuello de las horas, un ojo insolente tras el cristal. Qué haces, qué vas a hacer. Y la espera llenándose de noche y del fin de la noche, la pregunta como un cuerpo que ocupa y le conduce tercamente hacia la luz, las figuras lunares borrándose de nuevo para crear el día, su lugar en el día.
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BITÁCORA DE JORDI DOCE. Mis últimos poemarios son En la rueda de las apariciones. Poemas 1990-2019 (Ars Poetica, 2019) y No estábamos allí (Pre-Textos, 2016). Además de traducir la poesía de William Blake, Anne Carson, T.S. Eliot y Charles Simic, entre otros, he publicado los cuadernos Hormigas blancas y Perros en la playa, y los libros de artículos y de crítica Imán y desafío, Curvas de nivel y Las formas disconformes. He reunido mis versiones de poesía en Libro de los otros (Trea, 2018).
sábado, diciembre 31, 2011
domingo, diciembre 25, 2011
drake / la concha
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He visto hace muy pocos días A Skin Too Few, un breve (no llega a los cincuenta minutos), delicado y punzante documental en torno al gran Nick Drake (1948-1974). Sobre un fondo de imágenes de Londres y de Tanworth-In-Arden, el bellísimo pueblo vecino a Birmingham en el que vivían sus padres y al que acabó volviendo a comienzos de los años setenta, cuando la depresión y el insomnio pudieron más que su voluntad y las ganas de triunfar, se oyen voces discontinuas, comentarios de familiares y amigos que recuerdan este o aquel aspecto de su vida. Y aquí y allá, con tiempo para desplegarse y dialogar con las imágenes, algunas de sus mejores canciones («River Man», «Northern Sky», «Fruit Tree», «At The Chime of a City Clock»…). Todo está filmado y montado con elegante reticencia, sin falsos dramatismos, sin énfasis pedantes. Aunque escuchamos las voces en off de sus padres, grabadas al parecer a finales de los años setenta, es su hermana, la actriz Gabrielle Drake, la que aparece en cámara y explica la historia de la familia: los años de Burma, el regreso a Inglaterra, los temperamentos divergentes pero complementarios de sus padres… Sorprende, sobre todo, asomarse a la intensa creatividad de su madre, Molly Drake (1916-1993), poeta y compositora de canciones que ella misma interpretaba al piano. Uno de los momentos más intensos del documental lo protagoniza justamente Gabrielle al leer un poema de su madre, «The Shell» [La concha], con versos que quieren o parecen «explicar» a su hermano y que me recuerdan, sobre todo al principio, el tono de Robert Graves en un poema como «The Cool Web». Esta semejanza tiene que ver, imagino, con que ambos bebieron por igual de la mejor tradición victoriana y hasta georgiana, con la que Graves estuvo vinculado unos años…
El poema, sin ser excepcional, no es el trabajo de una aficionada. Ni mucho menos: la metáfora central se despliega con inteligencia hasta dibujar una alegoría veraz de la existencia, hay ritmo y expresividad (es un poema que tiene asero, como diría Juan Ramón Jiménez), y el cierre, muy intenso, lleno de rara fuerza, deja en el aire una sugerencia entre irónica y piadosa, ese «too much else besides» («tantas cosas más aparte») que habla del precio fatal del conocimiento y contrasta con las «estrechas alegrías» de la primera estrofa. Creo que no hace falta ser uno de los muchos oyentes y admiradores de Nick Drake para sentirse conmovido por la energía y la pureza de este pasaje, que –bien es cierto– quizá nunca hubiera visto la luz de no ser su autora la madre de un músico famoso.
Está a punto de editarse en Inglaterra un volumen con textos inéditos de Molly Drake y creo que el mejor homenaje que puedo hacerles a los Drake (madre, hijo, hermana) es traducir este poema al español. Es también una forma de recordar que la poesía surge donde y como quiere, un mucho a su aire, pero que a veces tiene la cortesía de discurrir por cauces ya hechos, los troncos y ramas de los árboles genealógicos. No me cabe duda, leyéndola, de que la taciturna y algo angélica creatividad de Nick Drake estaba ya, de otra manera, en su madre.
Molly Drake
La concha
La vida crece hasta envolvernos como una piel
Confinando allá fuera el mundo desolado,
Pues señalar sin falta la más lejana sima
Es llevar años muerto sin estar en la tumba.
Pero mientras giramos en la concha hogareña
De inquietud, desencanto y estrechas alegrías
Vamos creciendo y floreciendo
Y rara vez miramos la oscuridad externa
Que nuestros ojos no soportarían.
Hay quien rompe la concha.
Y pienso que hay algunos
Que con sus dedos atraviesan
Las frágiles paredes
Haciendo un agujero.
Y a través de ese tajo cruel
Contemplan los rescoldos de este mundo
Con ojos descarnados.
Miran fuera y dentro a la vez
Sabiendo lo que son
Y tantas cosas más aparte.
El original, aquí.
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He visto hace muy pocos días A Skin Too Few, un breve (no llega a los cincuenta minutos), delicado y punzante documental en torno al gran Nick Drake (1948-1974). Sobre un fondo de imágenes de Londres y de Tanworth-In-Arden, el bellísimo pueblo vecino a Birmingham en el que vivían sus padres y al que acabó volviendo a comienzos de los años setenta, cuando la depresión y el insomnio pudieron más que su voluntad y las ganas de triunfar, se oyen voces discontinuas, comentarios de familiares y amigos que recuerdan este o aquel aspecto de su vida. Y aquí y allá, con tiempo para desplegarse y dialogar con las imágenes, algunas de sus mejores canciones («River Man», «Northern Sky», «Fruit Tree», «At The Chime of a City Clock»…). Todo está filmado y montado con elegante reticencia, sin falsos dramatismos, sin énfasis pedantes. Aunque escuchamos las voces en off de sus padres, grabadas al parecer a finales de los años setenta, es su hermana, la actriz Gabrielle Drake, la que aparece en cámara y explica la historia de la familia: los años de Burma, el regreso a Inglaterra, los temperamentos divergentes pero complementarios de sus padres… Sorprende, sobre todo, asomarse a la intensa creatividad de su madre, Molly Drake (1916-1993), poeta y compositora de canciones que ella misma interpretaba al piano. Uno de los momentos más intensos del documental lo protagoniza justamente Gabrielle al leer un poema de su madre, «The Shell» [La concha], con versos que quieren o parecen «explicar» a su hermano y que me recuerdan, sobre todo al principio, el tono de Robert Graves en un poema como «The Cool Web». Esta semejanza tiene que ver, imagino, con que ambos bebieron por igual de la mejor tradición victoriana y hasta georgiana, con la que Graves estuvo vinculado unos años…
El poema, sin ser excepcional, no es el trabajo de una aficionada. Ni mucho menos: la metáfora central se despliega con inteligencia hasta dibujar una alegoría veraz de la existencia, hay ritmo y expresividad (es un poema que tiene asero, como diría Juan Ramón Jiménez), y el cierre, muy intenso, lleno de rara fuerza, deja en el aire una sugerencia entre irónica y piadosa, ese «too much else besides» («tantas cosas más aparte») que habla del precio fatal del conocimiento y contrasta con las «estrechas alegrías» de la primera estrofa. Creo que no hace falta ser uno de los muchos oyentes y admiradores de Nick Drake para sentirse conmovido por la energía y la pureza de este pasaje, que –bien es cierto– quizá nunca hubiera visto la luz de no ser su autora la madre de un músico famoso.
Está a punto de editarse en Inglaterra un volumen con textos inéditos de Molly Drake y creo que el mejor homenaje que puedo hacerles a los Drake (madre, hijo, hermana) es traducir este poema al español. Es también una forma de recordar que la poesía surge donde y como quiere, un mucho a su aire, pero que a veces tiene la cortesía de discurrir por cauces ya hechos, los troncos y ramas de los árboles genealógicos. No me cabe duda, leyéndola, de que la taciturna y algo angélica creatividad de Nick Drake estaba ya, de otra manera, en su madre.
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Molly Drake
La concha
La vida crece hasta envolvernos como una piel
Confinando allá fuera el mundo desolado,
Pues señalar sin falta la más lejana sima
Es llevar años muerto sin estar en la tumba.
Pero mientras giramos en la concha hogareña
De inquietud, desencanto y estrechas alegrías
Vamos creciendo y floreciendo
Y rara vez miramos la oscuridad externa
Que nuestros ojos no soportarían.
Hay quien rompe la concha.
Y pienso que hay algunos
Que con sus dedos atraviesan
Las frágiles paredes
Haciendo un agujero.
Y a través de ese tajo cruel
Contemplan los rescoldos de este mundo
Con ojos descarnados.
Miran fuera y dentro a la vez
Sabiendo lo que son
Y tantas cosas más aparte.
El original, aquí.
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viernes, diciembre 23, 2011
xmas
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... Caminas bajo el mismo cielo, las mismas alas,
mientras la tierra ofrece su raro laberinto
tus huesos ya celebran el sol que más calienta.
Muy felices fiestas a todos,
lectores, cómplices, amigos,
y gracias un año más
por vuestra compañía.
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lectores, cómplices, amigos,
y gracias un año más
por vuestra compañía.
miércoles, diciembre 21, 2011
gil o gila
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Cosas del espacio virtual. Como un personaje de cuento de navidad de Dickens, un momento sentí que viajaba al DF, a la casa de mi admirado Zaidenwerg, para dejarle un poema de Geoffrey Hill (esa maravilla que abre su Poesía completa con el oportuno título de «Génesis»), y al siguiente que Marcos Canteli, director de la revista 7 de 7, picaba en la puerta y me dejaba un sobre con la lúcida reseña que Pilar Martín Gila ha escrito sobre Perros en la playa. A todos, gracias. Estos gestos de complicidad son como faroles que van iluminando el camino del final de año.
Ah, el original (memorable, deslumbrante) del poema de Hill se puede leer aquí.
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Cosas del espacio virtual. Como un personaje de cuento de navidad de Dickens, un momento sentí que viajaba al DF, a la casa de mi admirado Zaidenwerg, para dejarle un poema de Geoffrey Hill (esa maravilla que abre su Poesía completa con el oportuno título de «Génesis»), y al siguiente que Marcos Canteli, director de la revista 7 de 7, picaba en la puerta y me dejaba un sobre con la lúcida reseña que Pilar Martín Gila ha escrito sobre Perros en la playa. A todos, gracias. Estos gestos de complicidad son como faroles que van iluminando el camino del final de año.
Ah, el original (memorable, deslumbrante) del poema de Hill se puede leer aquí.
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domingo, diciembre 18, 2011
la lección
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Una amiga a la que de vez en cuando, por razones profesionales, invitan a cenas de mucho relumbrón, me cuenta una anécdota que vivió en primera persona uno de sus compañeros de mesa, alto directivo de una gran empresa:
en el curso de una cena de Nochevieja a la que había invitado a una docena de colegas y empresarios, el presidente de un banco español sacó una vieja botella de Château Lafite y, sin decir palabra, procedió a llenar las copas de sólo tres de sus invitados, además de la suya propia. Luego, con gesto ostentoso, devolvió la botella al mayordomo y siguió cenando como si nada hubiera pasado. La anécdota, si es cierta, no sólo verifica o confirma el lema de que «todavía hay clases», incluso a la mesa de un banquero. También nos permite vislumbrar a qué temperatura se vive la vida, esa sutil casuística de humillaciones y privilegios, en la cercanía de ciertos grandes hombres.
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Una amiga a la que de vez en cuando, por razones profesionales, invitan a cenas de mucho relumbrón, me cuenta una anécdota que vivió en primera persona uno de sus compañeros de mesa, alto directivo de una gran empresa:
en el curso de una cena de Nochevieja a la que había invitado a una docena de colegas y empresarios, el presidente de un banco español sacó una vieja botella de Château Lafite y, sin decir palabra, procedió a llenar las copas de sólo tres de sus invitados, además de la suya propia. Luego, con gesto ostentoso, devolvió la botella al mayordomo y siguió cenando como si nada hubiera pasado. La anécdota, si es cierta, no sólo verifica o confirma el lema de que «todavía hay clases», incluso a la mesa de un banquero. También nos permite vislumbrar a qué temperatura se vive la vida, esa sutil casuística de humillaciones y privilegios, en la cercanía de ciertos grandes hombres.
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miércoles, diciembre 14, 2011
gracq en venecia
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Venecia: la zona norte de la ciudad –extraño refugio de todos sus aspectos negros–, donde apenas nadie se aventura, siendo el Puente de los Suspiros el único afectado por la emoción oficial del turista. La sombra fría, nórdica, cortante, que cae desde el inicio de la tarde sobre los Fondamente Nuove... sus aguas de un gris tórtola cercadas por el muro de un camposanto. No muy lejos, en un frío y pequeño canal, un depósito de góndolas fúnebres, helado y grotesco a un tiempo, como la flota de la casa Borniol junto al muelle de la Estigia. El Ghetto Nuovo: sus ventanas como ojos cansados, sus fachadas hurañas sudando no sé qué olor a miedo enmohecido y ruinoso que hace pensar en Shylock y en el pueblo apestado de Nosferatu: esperamos ver ratas de un momento a otro. Por último, al final de un promontorio de los Fondamente, muy aislada al borde mismo del agua por un enorme jardín (¡en Venecia!), aquella seductora mansión encantada, aquel enigmático Casino de Espectros que B. me señalaba. Por desgracia, aquel día estaba siendo reparado tras una pantalla de andamios.
Repasando esta bitácora, me doy cuenta con sorpresa de que casi no he mencionado a Julien Gracq (nacido Louis Poirier, 1910-2007); tampoco he citado ninguno de los muchos fragmentos de los libros de notas o cuadernos de campo que dio a la imprenta durante su larga ancianidad, una vez que la energía novelística o estrictamente narrativa se hubo agotado. No entiendo bien esta omisión, pues Gracq es uno de mis escritores fetiche y sus libros –en el formato inconfundible y felizmente anticuado de la editorial José Corti– nunca están muy lejos de mi mesa. Nocturna Ediciones acaba de publicar en España La península (La Presq’ile, 1970), después de acercarnos el año pasado El rey Cophetua, uno de esos libros supuestamente menores o laterales a que nos tiene acostumbrados su autor y que son, en realidad, pequeñas obras maestras. En ambos casos, la traducción de Julià de Jódar no puede calificarse sino de admirable, pues la prosa de Gracq es densa y sinuosa, llena de quicios y también asperezas, con un punto de coquetería –también de humor– que rebaja su alto voltaje literario. Inconformista y mordaz, discípulo de Breton, lector incansable de poesía que sin embargo no parece haber perpetrado verso alguno durante su casi centenaria vida, Gracq heredó el impulso heterodoxo del surrealismo para escribir en francés una de las mejores novelas del romanticismo alemán que conozco: En el castillo de Argol (1939). Luego publicó un poco de todo, pero quizá los libros suyos que prefiero (aparte de la inmensa novela que es El mar de las Sirtes) son esas misceláneas que ya he mencionado y que le permiten reflexionar a su antojo sobre libros, ciudades, escritores o paisajes, ya sean los familiares del valle del Loira (Las aguas estrechas) o los más desconocidos de un mundo por el que parece haber viajado mucho más de lo esperable. Podría hacerse, de hecho, un pequeño compendio con sus notas de viaje por España, siempre al borde mismo del tópico pero sin caer en él, capaz de torcerle el cuello al cisne del lugar común y dar a la escena una luz oblicua, sorprendente.
Los primeros libros de Gracq que leí fueron también los primeros que compré, allá por el 89-90: los dos volúmenes de sus Lettrines (el título es algo malsonante en español pero denota las capitulares tipográficas, las mismas que solían abrir los capítulos o secciones de un libro). Poco después me propuse traducir algunos de aquellos fragmentos, pero el resultado fue irregular. Mi francés era insuficiente y la prosa esquinada (y espinosa) de Gracq no dejaba de desafiarme. Hasta que un día me lié la manta a la cabeza, hundí los codos en varios diccionarios, y preparé una selección de quince o dieciséis páginas para Cuadernos Hispanoamericanos.
He decidido compartir algunos de esos viejos fragmentos de Lettrines, empezando con esta breve estampa veneciana que sólo ahora, en la era de Internet, he logrado descifrar del todo. Me refiero a esa misteriosa «flotte de Borniol» cuyo sentido exacto se me escapaba. ¿Quién podía ser Borniol? ¿Un ser oscuramente mitológico? ¿Un personaje de novela gótica? ¿Un secundario de lujo en alguna saga victoriana? Hasta que Wikipedia me ha sacado de dudas, aclarándome que Borniol es nada menos que la casa de pompas fúnebres más antigua y distinguida de Francia. Fundada en 1820 por Henri-Joseph de Borniol, fue la encargada, entre otros encargos ilustres, de organizar la repatriación del cuerpo de Isabel II a España en 1904. De las cosas que se entera uno traduciendo… o retraduciendo, como es el caso. En fin, que Gracq nos irá acompañando a partir de ahora con cierta regularidad. Aunque lo mejor, desde luego, es acercarse a sus tres novelas principales (En el castillo de Argol, El mar de las Sirtes y Los ojos del bosque), editadas todas ellas por DeBolsillo.
Venecia: la zona norte de la ciudad –extraño refugio de todos sus aspectos negros–, donde apenas nadie se aventura, siendo el Puente de los Suspiros el único afectado por la emoción oficial del turista. La sombra fría, nórdica, cortante, que cae desde el inicio de la tarde sobre los Fondamente Nuove... sus aguas de un gris tórtola cercadas por el muro de un camposanto. No muy lejos, en un frío y pequeño canal, un depósito de góndolas fúnebres, helado y grotesco a un tiempo, como la flota de la casa Borniol junto al muelle de la Estigia. El Ghetto Nuovo: sus ventanas como ojos cansados, sus fachadas hurañas sudando no sé qué olor a miedo enmohecido y ruinoso que hace pensar en Shylock y en el pueblo apestado de Nosferatu: esperamos ver ratas de un momento a otro. Por último, al final de un promontorio de los Fondamente, muy aislada al borde mismo del agua por un enorme jardín (¡en Venecia!), aquella seductora mansión encantada, aquel enigmático Casino de Espectros que B. me señalaba. Por desgracia, aquel día estaba siendo reparado tras una pantalla de andamios.
Julien Gracq, Lettrines I, Librairie José Corti, París, 1988 (1967), pp. 58-59.
Repasando esta bitácora, me doy cuenta con sorpresa de que casi no he mencionado a Julien Gracq (nacido Louis Poirier, 1910-2007); tampoco he citado ninguno de los muchos fragmentos de los libros de notas o cuadernos de campo que dio a la imprenta durante su larga ancianidad, una vez que la energía novelística o estrictamente narrativa se hubo agotado. No entiendo bien esta omisión, pues Gracq es uno de mis escritores fetiche y sus libros –en el formato inconfundible y felizmente anticuado de la editorial José Corti– nunca están muy lejos de mi mesa. Nocturna Ediciones acaba de publicar en España La península (La Presq’ile, 1970), después de acercarnos el año pasado El rey Cophetua, uno de esos libros supuestamente menores o laterales a que nos tiene acostumbrados su autor y que son, en realidad, pequeñas obras maestras. En ambos casos, la traducción de Julià de Jódar no puede calificarse sino de admirable, pues la prosa de Gracq es densa y sinuosa, llena de quicios y también asperezas, con un punto de coquetería –también de humor– que rebaja su alto voltaje literario. Inconformista y mordaz, discípulo de Breton, lector incansable de poesía que sin embargo no parece haber perpetrado verso alguno durante su casi centenaria vida, Gracq heredó el impulso heterodoxo del surrealismo para escribir en francés una de las mejores novelas del romanticismo alemán que conozco: En el castillo de Argol (1939). Luego publicó un poco de todo, pero quizá los libros suyos que prefiero (aparte de la inmensa novela que es El mar de las Sirtes) son esas misceláneas que ya he mencionado y que le permiten reflexionar a su antojo sobre libros, ciudades, escritores o paisajes, ya sean los familiares del valle del Loira (Las aguas estrechas) o los más desconocidos de un mundo por el que parece haber viajado mucho más de lo esperable. Podría hacerse, de hecho, un pequeño compendio con sus notas de viaje por España, siempre al borde mismo del tópico pero sin caer en él, capaz de torcerle el cuello al cisne del lugar común y dar a la escena una luz oblicua, sorprendente.
Los primeros libros de Gracq que leí fueron también los primeros que compré, allá por el 89-90: los dos volúmenes de sus Lettrines (el título es algo malsonante en español pero denota las capitulares tipográficas, las mismas que solían abrir los capítulos o secciones de un libro). Poco después me propuse traducir algunos de aquellos fragmentos, pero el resultado fue irregular. Mi francés era insuficiente y la prosa esquinada (y espinosa) de Gracq no dejaba de desafiarme. Hasta que un día me lié la manta a la cabeza, hundí los codos en varios diccionarios, y preparé una selección de quince o dieciséis páginas para Cuadernos Hispanoamericanos.
He decidido compartir algunos de esos viejos fragmentos de Lettrines, empezando con esta breve estampa veneciana que sólo ahora, en la era de Internet, he logrado descifrar del todo. Me refiero a esa misteriosa «flotte de Borniol» cuyo sentido exacto se me escapaba. ¿Quién podía ser Borniol? ¿Un ser oscuramente mitológico? ¿Un personaje de novela gótica? ¿Un secundario de lujo en alguna saga victoriana? Hasta que Wikipedia me ha sacado de dudas, aclarándome que Borniol es nada menos que la casa de pompas fúnebres más antigua y distinguida de Francia. Fundada en 1820 por Henri-Joseph de Borniol, fue la encargada, entre otros encargos ilustres, de organizar la repatriación del cuerpo de Isabel II a España en 1904. De las cosas que se entera uno traduciendo… o retraduciendo, como es el caso. En fin, que Gracq nos irá acompañando a partir de ahora con cierta regularidad. Aunque lo mejor, desde luego, es acercarse a sus tres novelas principales (En el castillo de Argol, El mar de las Sirtes y Los ojos del bosque), editadas todas ellas por DeBolsillo.
lunes, diciembre 12, 2011
el caimán en la montaña
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Tiene uno buenos amigos; amigos cuya generosidad de espíritu sirve para hacer algo más habitable este áspero mundo, que decía Ángel González. Uno de estos amigos es el escritor extremeño Elías Moro, quien se ha propuesto ir publicando en su bitácora (imprescindible juego de la taba) las páginas de un viejo libro mío, Bestiario del nómada, cuya primera entrega es de 1995. Lo va haciendo de a poco, con esmero, espaciando sabiamente las entradas para no aburrir. Ahora le ha tocado a otro viejo amigo, el «caimán dormido», que no sé si habrá despertado al verse en tan buena compañía.
El también poeta Joan de la Vega estrena bitácora, La montaña efímera, título del espléndido libro que publicó hace unos meses. Un libro que se inspira en parte en su experiencia montañera pero que es mucho más: todo un tratado sobre cómo llegar a un acuerdo con uno mismo, sobre cómo aceptar el pasado y convivir con el hoy, el ahora, la tiranía de lo real. Hay en Joan de la Vega una intuición poética infrecuente, un olfato agudísimo para la palabra justa, y lo demuestra en los cuatro breves poemas que acaba de colgar, todos ellos con dedicandos muy concretos; tengo el honor de estar en esa lista. Mil gràcies, Joan.
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Tiene uno buenos amigos; amigos cuya generosidad de espíritu sirve para hacer algo más habitable este áspero mundo, que decía Ángel González. Uno de estos amigos es el escritor extremeño Elías Moro, quien se ha propuesto ir publicando en su bitácora (imprescindible juego de la taba) las páginas de un viejo libro mío, Bestiario del nómada, cuya primera entrega es de 1995. Lo va haciendo de a poco, con esmero, espaciando sabiamente las entradas para no aburrir. Ahora le ha tocado a otro viejo amigo, el «caimán dormido», que no sé si habrá despertado al verse en tan buena compañía.
El también poeta Joan de la Vega estrena bitácora, La montaña efímera, título del espléndido libro que publicó hace unos meses. Un libro que se inspira en parte en su experiencia montañera pero que es mucho más: todo un tratado sobre cómo llegar a un acuerdo con uno mismo, sobre cómo aceptar el pasado y convivir con el hoy, el ahora, la tiranía de lo real. Hay en Joan de la Vega una intuición poética infrecuente, un olfato agudísimo para la palabra justa, y lo demuestra en los cuatro breves poemas que acaba de colgar, todos ellos con dedicandos muy concretos; tengo el honor de estar en esa lista. Mil gràcies, Joan.
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viernes, diciembre 09, 2011
el prolífico
No deja de publicar, como si creyera que apilando un título tras otro ha de elevarse sobre sus contemporáneos, salvarse del diluvio. Pero cada nuevo libro no hace sino enterrar un poco más los anteriores.
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miércoles, diciembre 07, 2011
yeats / ¿luego qué?
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Los amigos que tuvo en el colegio
pensaban que sería un hombre célebre;
de la misma opinión, vivió sin tacha,
llenando su veintena de trabajo.
«¿Y luego qué?», cantó el fantasma de Platón, «¿y luego qué?»
Todo lo que escribió fue bendecido
y más tarde llegó la recompensa,
dinero acorde a sus necesidades,
amistades que fueron para siempre.
«¿Y luego qué?», cantó el fantasma de Platón, «¿y luego qué?»
Sus más felices sueños se cumplieron,
una pequeña finca, esposa, hijos,
tierras que dan repollos y ciruelas,
ingenios y poetas a su paso.
«¿Y luego qué?», cantó el fantasma de Platón, «¿y luego qué?»
«Cumplí con mi labor –pensó ya viejo–,
fiel a mi plan; así rabien los necios,
nada me desvió de mi camino,
algo conduje hasta su perfección.»
Pero más fuerte cantó el fantasma: «¿Y luego qué?»
Este poema de Yeats, incluido por vez primera en New Poems (1938; fue el último libro que su autor publicó en vida), es una conclusión que en realidad no concluye nada. Es también la confesión de un perpetuo insatisfecho, o de alguien para quien ningún logro vital puede nada contra la muerte, contra la terrible certeza de la muerte. Y es que pocas veces se explica que la inmensa vitalidad de la poesía última de Yeats se desprende, precisamente, de su no menos inmensa lucidez. Se habla con cierta reserva burlona de sus intereses esotéricos y de su afición a la astrología, de su gusto por rodearse de jóvenes atractivas, de la operación de Steinach a la que se sometió en 1934 para recuperar el vigor sexual, de su falta de realismo político, etcétera, pero nada de todo eso tiene mucha importancia cuando se lee la serie de «la loca Jane», por ejemplo, o poemas como «La deserción de los animales del circo», donde Yeats confiesa la impotencia de la vejez, el agotamiento de quien, tras una vida rica en deseos y experiencias, se ve obligado a recostarse como un mendigo «en esta inmunda trapería del corazón».
En última instancia, quizá lo que más me atrae de «What Then?» es el modo en que Yeats confiesa su ambición y su orgullo (mundanos pero también creativos: era perfectamente consciente del valor de su escritura), para hacerlos pasar de inmediato bajo la horca caudina de una pregunta fatídica: ¿Y qué? ¿De qué sirve nada frente al ideal, frente a la aspiración absoluta del ideal? Un absoluto cuyo reverso –cada vez más cercano, cada vez más apremiante y repulsivo– es la muerte. Como si la muerte fuera un imán capaz de hacer saltar la chispa del poema, transmitir su voltaje a las palabras.
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Los amigos que tuvo en el colegio
pensaban que sería un hombre célebre;
de la misma opinión, vivió sin tacha,
llenando su veintena de trabajo.
«¿Y luego qué?», cantó el fantasma de Platón, «¿y luego qué?»
Todo lo que escribió fue bendecido
y más tarde llegó la recompensa,
dinero acorde a sus necesidades,
amistades que fueron para siempre.
«¿Y luego qué?», cantó el fantasma de Platón, «¿y luego qué?»
Sus más felices sueños se cumplieron,
una pequeña finca, esposa, hijos,
tierras que dan repollos y ciruelas,
ingenios y poetas a su paso.
«¿Y luego qué?», cantó el fantasma de Platón, «¿y luego qué?»
«Cumplí con mi labor –pensó ya viejo–,
fiel a mi plan; así rabien los necios,
nada me desvió de mi camino,
algo conduje hasta su perfección.»
Pero más fuerte cantó el fantasma: «¿Y luego qué?»
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Este poema de Yeats, incluido por vez primera en New Poems (1938; fue el último libro que su autor publicó en vida), es una conclusión que en realidad no concluye nada. Es también la confesión de un perpetuo insatisfecho, o de alguien para quien ningún logro vital puede nada contra la muerte, contra la terrible certeza de la muerte. Y es que pocas veces se explica que la inmensa vitalidad de la poesía última de Yeats se desprende, precisamente, de su no menos inmensa lucidez. Se habla con cierta reserva burlona de sus intereses esotéricos y de su afición a la astrología, de su gusto por rodearse de jóvenes atractivas, de la operación de Steinach a la que se sometió en 1934 para recuperar el vigor sexual, de su falta de realismo político, etcétera, pero nada de todo eso tiene mucha importancia cuando se lee la serie de «la loca Jane», por ejemplo, o poemas como «La deserción de los animales del circo», donde Yeats confiesa la impotencia de la vejez, el agotamiento de quien, tras una vida rica en deseos y experiencias, se ve obligado a recostarse como un mendigo «en esta inmunda trapería del corazón».
En última instancia, quizá lo que más me atrae de «What Then?» es el modo en que Yeats confiesa su ambición y su orgullo (mundanos pero también creativos: era perfectamente consciente del valor de su escritura), para hacerlos pasar de inmediato bajo la horca caudina de una pregunta fatídica: ¿Y qué? ¿De qué sirve nada frente al ideal, frente a la aspiración absoluta del ideal? Un absoluto cuyo reverso –cada vez más cercano, cada vez más apremiante y repulsivo– es la muerte. Como si la muerte fuera un imán capaz de hacer saltar la chispa del poema, transmitir su voltaje a las palabras.
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lunes, diciembre 05, 2011
nombres
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La vida sería algo muy distinto si tuviéramos que ganarnos nuestro nombre a pulso.
Su nombre va de boca en boca y ella, feliz, se escabulle para volver a casa.
Siempre saluda con la cabeza bien alta, para no parecer menos que su nombre.
Se ofendió terriblemente cuando empecé a coquetear con su nombre.
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La vida sería algo muy distinto si tuviéramos que ganarnos nuestro nombre a pulso.
Su nombre va de boca en boca y ella, feliz, se escabulle para volver a casa.
Siempre saluda con la cabeza bien alta, para no parecer menos que su nombre.
Se ofendió terriblemente cuando empecé a coquetear con su nombre.
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domingo, diciembre 04, 2011
el guardián del fin de los desiertos
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Entre los meses de abril y diciembre del año pasado (ese 2010 que comienza a parecerme remotísimo, como de otro siglo) tuvo lugar en Almería, la ciudad en la que pasó sus últimos años, un ciclo de conferencias quincenales dedicado a José Ángel Valente. Sus organizadores, Antonio Lafarque y José Andújar Almansa, le dieron un título sugerente y atinado: Desde la ciudad celeste, y tuvieron el acierto de convocar a un elenco plural de poetas y críticos para que habláramos de las distintas facetas creativas e intelectuales del autor de Fragmentos de un libro futuro. Yo tuve la fortuna de participar en ese ciclo con una conferencia sobre la tarea crítica de Valente (La búsqueda de lo propio) que di el 20 de mayo, con un aire y una luz ya de lo más veraniegos, aunque –por desgracia– sin tiempo para acercarme al mar y hacerle los honores como es debido.
Las actas del ciclo acaban de ver la luz en la Editorial Pre-Textos con el título casi cirlotiano de El guardián del fin de los desiertos. Perspectivas sobre Valente. Las voy leyendo con admiración y curiosidad. Para empezar, me compensan de no haber podido asistir en persona a las conferencias (y no solo las conferencias: espero escuchar algún día la grabación de la lectura de poemas de Valente que realizó Juan Carlos Mestre). Pero, además, permiten adivinar por dónde se moverá en el futuro inmediato la lectura de esta obra, las inquietudes y vetas interpretativas que empiezan a cobrar vigencia. Se incluyen en este volumen textos, entre otros, de Antonio Gamoneda, Andrés Sánchez Robayna, Fernando García Lara, José Guirao, Miguel Gallego Roca, Carlos Peinado Elliot, Marcela Romano, José Andújar o Lorenzo Oliván. Como añaden sus editores, «estas páginas de reconocimiento crítico representan una tentativa de reflexión sobre los principales cauces expresivos transitados por Valente: la poesía, la prosa de creación, concebida como ‘poesía extramuros’, el ensayo, abismado en las diversas disciplinas artísticas y las infinitas curiosidades intelectuales… En realidad no existen géneros, sino deslumbrantes prismas de creación y pensamiento, a lo que vino a sumarse, como un modo de ensanchar y renovar el personal mundo literario, la necesidad íntima de las traducciones, la música de otros convertida en respiración propia».
En mi caso, hablé no sólo del Valente crítico literario, sino también del articulista político que dio testimonio, en tiempo real, de las derivas y dejaciones de una transición mucho menos exportable de lo que nos han vendido. Como detallo en el texto mismo de mi conferencia, «su posición, que en la época pudo parecer incómoda, intransigente o poco realista –pues señalaba la falta de legitimidad de un régimen que, quiérase o no, surgía de la muda o piel reseca del anterior, y censuraba de paso el cúmulo de renuncias y cesiones que la oposición franquista hubo de realizar para entrar en el juego parlamentario (que era el suyo de facto)–, se ha revelado con el tiempo lúcida y premonitoria. Su denuncia de la política como representación y simulacro, como gestión de máscaras que ocultan el rostro rapaz o directamente carroñero de los poderes económicos, y su definición del ejercicio político partidista como labor cada vez más exclusiva de un funcionarizado cuyo empeño principal es la obtención y tenencia a toda costa del poder –ideas que recorren algunos de sus escritos de los años ochenta–, han adquirido una pertinencia innegable».
No sé qué habría pensado Valente del movimiento 15-M –y conjeturarlo sería un atrevimiento imperdonable–, pero sí tengo claro que muchas de las páginas que escribió el poeta durante finales de los años setenta y comienzos de los años ochenta resultan premonitorias y deberían ser lectura recomendada para entender –más allá o más acá de los espantajos economicistas– de dónde vienen estos lodos que ya trepan sin descanso por nuestra espalda. Tampoco sé cómo se propagó la imagen –falsa, amén de absurda– de un Valente ensoberbecido, despreocupado de las cuestiones políticas y subido a una atalaya de alta y exquisita poesía (la misma tergiversación, por cierto, que envuelve la imagen de Juan Ramón Jiménez, a quien debemos, sin embargo, uno de los mejores intentos de reflejar objetivamente –con un afán de coleccionista que no deja de recordarme a Benjamin– los desmanes y desastres de nuestra guerra civil: su libro Guerra en España). Lo cierto es que no conozco ningún poeta español del pasado siglo más feroz y lúcidamente político que Valente: basta leer toda su poesía hasta mediados de los años setenta, y todos sus artículos no estrictamente literarios a partir de esa fecha, para comprender que nunca dejó de pensar en términos políticos, o mejor, que todo –empezando por la palabra poética– estaba sometido en él a la tensión y la expectativa del espacio comunitario. Pero más fácil o menos cansado que leer es dejarse llevar por la rutina y ahogar la obra entre rumores, prejuicios y lemas mediáticos. Por fortuna, libros como El guardián del fin de los desiertos (gracias, Antonio y José) ayudan a orear el ambiente y repensar lo que importa. Sólo lo que tiene vigencia es discutible, así que ahí seguiremos, discutiendo una obra sin la cual todos seríamos un mucho más pobres.
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Entre los meses de abril y diciembre del año pasado (ese 2010 que comienza a parecerme remotísimo, como de otro siglo) tuvo lugar en Almería, la ciudad en la que pasó sus últimos años, un ciclo de conferencias quincenales dedicado a José Ángel Valente. Sus organizadores, Antonio Lafarque y José Andújar Almansa, le dieron un título sugerente y atinado: Desde la ciudad celeste, y tuvieron el acierto de convocar a un elenco plural de poetas y críticos para que habláramos de las distintas facetas creativas e intelectuales del autor de Fragmentos de un libro futuro. Yo tuve la fortuna de participar en ese ciclo con una conferencia sobre la tarea crítica de Valente (La búsqueda de lo propio) que di el 20 de mayo, con un aire y una luz ya de lo más veraniegos, aunque –por desgracia– sin tiempo para acercarme al mar y hacerle los honores como es debido.
Las actas del ciclo acaban de ver la luz en la Editorial Pre-Textos con el título casi cirlotiano de El guardián del fin de los desiertos. Perspectivas sobre Valente. Las voy leyendo con admiración y curiosidad. Para empezar, me compensan de no haber podido asistir en persona a las conferencias (y no solo las conferencias: espero escuchar algún día la grabación de la lectura de poemas de Valente que realizó Juan Carlos Mestre). Pero, además, permiten adivinar por dónde se moverá en el futuro inmediato la lectura de esta obra, las inquietudes y vetas interpretativas que empiezan a cobrar vigencia. Se incluyen en este volumen textos, entre otros, de Antonio Gamoneda, Andrés Sánchez Robayna, Fernando García Lara, José Guirao, Miguel Gallego Roca, Carlos Peinado Elliot, Marcela Romano, José Andújar o Lorenzo Oliván. Como añaden sus editores, «estas páginas de reconocimiento crítico representan una tentativa de reflexión sobre los principales cauces expresivos transitados por Valente: la poesía, la prosa de creación, concebida como ‘poesía extramuros’, el ensayo, abismado en las diversas disciplinas artísticas y las infinitas curiosidades intelectuales… En realidad no existen géneros, sino deslumbrantes prismas de creación y pensamiento, a lo que vino a sumarse, como un modo de ensanchar y renovar el personal mundo literario, la necesidad íntima de las traducciones, la música de otros convertida en respiración propia».
En mi caso, hablé no sólo del Valente crítico literario, sino también del articulista político que dio testimonio, en tiempo real, de las derivas y dejaciones de una transición mucho menos exportable de lo que nos han vendido. Como detallo en el texto mismo de mi conferencia, «su posición, que en la época pudo parecer incómoda, intransigente o poco realista –pues señalaba la falta de legitimidad de un régimen que, quiérase o no, surgía de la muda o piel reseca del anterior, y censuraba de paso el cúmulo de renuncias y cesiones que la oposición franquista hubo de realizar para entrar en el juego parlamentario (que era el suyo de facto)–, se ha revelado con el tiempo lúcida y premonitoria. Su denuncia de la política como representación y simulacro, como gestión de máscaras que ocultan el rostro rapaz o directamente carroñero de los poderes económicos, y su definición del ejercicio político partidista como labor cada vez más exclusiva de un funcionarizado cuyo empeño principal es la obtención y tenencia a toda costa del poder –ideas que recorren algunos de sus escritos de los años ochenta–, han adquirido una pertinencia innegable».
No sé qué habría pensado Valente del movimiento 15-M –y conjeturarlo sería un atrevimiento imperdonable–, pero sí tengo claro que muchas de las páginas que escribió el poeta durante finales de los años setenta y comienzos de los años ochenta resultan premonitorias y deberían ser lectura recomendada para entender –más allá o más acá de los espantajos economicistas– de dónde vienen estos lodos que ya trepan sin descanso por nuestra espalda. Tampoco sé cómo se propagó la imagen –falsa, amén de absurda– de un Valente ensoberbecido, despreocupado de las cuestiones políticas y subido a una atalaya de alta y exquisita poesía (la misma tergiversación, por cierto, que envuelve la imagen de Juan Ramón Jiménez, a quien debemos, sin embargo, uno de los mejores intentos de reflejar objetivamente –con un afán de coleccionista que no deja de recordarme a Benjamin– los desmanes y desastres de nuestra guerra civil: su libro Guerra en España). Lo cierto es que no conozco ningún poeta español del pasado siglo más feroz y lúcidamente político que Valente: basta leer toda su poesía hasta mediados de los años setenta, y todos sus artículos no estrictamente literarios a partir de esa fecha, para comprender que nunca dejó de pensar en términos políticos, o mejor, que todo –empezando por la palabra poética– estaba sometido en él a la tensión y la expectativa del espacio comunitario. Pero más fácil o menos cansado que leer es dejarse llevar por la rutina y ahogar la obra entre rumores, prejuicios y lemas mediáticos. Por fortuna, libros como El guardián del fin de los desiertos (gracias, Antonio y José) ayudan a orear el ambiente y repensar lo que importa. Sólo lo que tiene vigencia es discutible, así que ahí seguiremos, discutiendo una obra sin la cual todos seríamos un mucho más pobres.
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viernes, diciembre 02, 2011
jueves, diciembre 01, 2011
es mejor
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Me alegra saber que esa Revista de traducciones te parece buena idea. Ni se me habría pasado por la cabeza si algunas de esas traducciones americanas, en particular una o dos piezas de las generación más joven de poetas alemanes, no me hubieran dado más que cualquier original inglés o norteamericano reciente. Estar bajo la influencia de algo es diabólico –o mejor: lo diabólico es esa debilidad nuestra que permite influencias fuera de las que promueven nuestro verdadero desarrollo–, pero es mejor ser destruidos con rapidez, si somos débiles, que seguir protegiendo nuestra inanidad con una ignorancia deliberada y cauta. Y si no somos débiles, entonces es mejor y más interesante saberlo todo.
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Hughes se refiere en esta carta a Modern Poetry in Translation, la revista que acabaría fundando en 1965 con Daniel Weissbort (y que, más de 45 años después, sigue más viva que nunca, como prueba su espléndida página web). Sus palabras no dejan de ser una glosa o variación de aquello tan viejo de «si no te mata, te hará más fuerte», con un toque nietzscheano muy de época, pero son también una de las mejores defensas de la traducción poética que conozco. De esa «ignorancia deliberada y cauta» (qué gran frase, por cierto) hemos tenido en nuestra historia bastantes ejemplos, y ninguno bueno.
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Me alegra saber que esa Revista de traducciones te parece buena idea. Ni se me habría pasado por la cabeza si algunas de esas traducciones americanas, en particular una o dos piezas de las generación más joven de poetas alemanes, no me hubieran dado más que cualquier original inglés o norteamericano reciente. Estar bajo la influencia de algo es diabólico –o mejor: lo diabólico es esa debilidad nuestra que permite influencias fuera de las que promueven nuestro verdadero desarrollo–, pero es mejor ser destruidos con rapidez, si somos débiles, que seguir protegiendo nuestra inanidad con una ignorancia deliberada y cauta. Y si no somos débiles, entonces es mejor y más interesante saberlo todo.
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Ted Hughes, Carta a Ben Sonnenberg, 2 de julio de 1962
Letters of Ted Hughes, ed. Christopher Reid, Faber & Faber, 2008, p. 202
Letters of Ted Hughes, ed. Christopher Reid, Faber & Faber, 2008, p. 202
Hughes se refiere en esta carta a Modern Poetry in Translation, la revista que acabaría fundando en 1965 con Daniel Weissbort (y que, más de 45 años después, sigue más viva que nunca, como prueba su espléndida página web). Sus palabras no dejan de ser una glosa o variación de aquello tan viejo de «si no te mata, te hará más fuerte», con un toque nietzscheano muy de época, pero son también una de las mejores defensas de la traducción poética que conozco. De esa «ignorancia deliberada y cauta» (qué gran frase, por cierto) hemos tenido en nuestra historia bastantes ejemplos, y ninguno bueno.
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martes, noviembre 29, 2011
diálogo
– No es necesario que lo hagas.
– Precisamente. Si fuera necesario, perdería toda la gracia.
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domingo, noviembre 27, 2011
thomas kinsella / poema
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Wyncote, Pensilvania: Glosa
Un sinsonte, posado en una rama
tras la ventana donde escribo,
engulle un fresco brote carmesí,
se sacude unas pocas gotas
lustrosas de su ala, y sale
al encuentro del cielo anubarrado.
Otra tormenta que se acerca.
Bajo esa luz de cobre
mis papeles parecen luminosos.
Y yo debo ponerlos desde ahora
bajo un cuidado aún más atento.
El original, aquí.
Descubrí este breve poema de Thomas Kinsella (Dublín, 1928) en la imprescindible antología con que su colega y contemporáneo Michael Longley resumió cien años de poesía irlandesa (20th-Century Irish Poetry, Faber & Faber, 2002): un compendio más de poemas que de poetas –aunque no falta ni sobra nadie–, de piezas de antología, justamente, dignas de ser memorizadas y convocadas a discreción. De Kinsella se incluye su más célebre «Hen Woman» y esta breve epifanía, un ejemplo decantado de esa poesía de la naturaleza que los autores de lengua inglesa dominan como nadie (en realidad la inventaron, como el fútbol, aunque en este caso no han dejado que otros se hicieran con el juego). El título puede parecer enigmático, pero es un homenaje implícito a Ezra Pound, cuyos padres vivieron durante años en el pueblo de Wyncote, ahora convertido en un barrio del norte de Filadelfia: Kinsella se instaló en Estados Unidos a mediados de los años sesenta y fue cayendo gradualmente bajo el influjo de la vanguardia norteamericana, aunque sin renegar de su estilo primero. La «glosa», pues, tiene algo de irónico: Kinsella, un irlandés instalado en Estados Unidos, evoca un momento de iluminación en el mismo lugar del que Pound huyó para no volver nunca. Como escribe el crítico Robert Faggen, «la prisión provinciana de uno es la inspiración del otro».
De paso, aclaro que el mocking-bird del arranque no es la calandria europea sino el sinsonte de América del Norte; y sí, existe un arbusto llamado crimson berry, pero se da en Australia y Nueva Zelanda, muy lejos de la Pensilvania donde Kinsella sitúa su poema, así que he optado por algo más neutral (pero también, curiosamente, más expresivo). Los dos versos finales me dieron muchos problemas. ¿Por qué será que las rimas asoman una y otra vez cuando menos se las quiere o necesita? La traducción exacta o literal del adjetivo painstaking es minucioso. Ah, pero tenemos luminosos dos versos más arriba. A partir de ahí, cualquier cambio parecía provocar toda una cascada de extrañas consonancias que arruinaban el conjunto. Hasta que di con la expresión «poner bajo el cuidado de algo o de alguien». Me gusta el modo en que la proposición «bajo» se repite en las dos frases finales de la versión española («bajo esa luz», «bajo un cuidado»): una concesión eficaz a la simetría.
En fin, quizá estas cosas de taller deberían quedarse en el taller. Si el poema dice algo, lo hará sin apoyarse en tanta explicación no pedida. Pero sé que algunos espíritus curiosos lo agradecen. Y es un modo, otro más, de recordarme que la gracia está en los detalles, algo a lo que no siempre –dichosa impaciencia– he estado atento cuando tocaba.
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Wyncote, Pensilvania: Glosa
Un sinsonte, posado en una rama
tras la ventana donde escribo,
engulle un fresco brote carmesí,
se sacude unas pocas gotas
lustrosas de su ala, y sale
al encuentro del cielo anubarrado.
Otra tormenta que se acerca.
Bajo esa luz de cobre
mis papeles parecen luminosos.
Y yo debo ponerlos desde ahora
bajo un cuidado aún más atento.
El original, aquí.
Descubrí este breve poema de Thomas Kinsella (Dublín, 1928) en la imprescindible antología con que su colega y contemporáneo Michael Longley resumió cien años de poesía irlandesa (20th-Century Irish Poetry, Faber & Faber, 2002): un compendio más de poemas que de poetas –aunque no falta ni sobra nadie–, de piezas de antología, justamente, dignas de ser memorizadas y convocadas a discreción. De Kinsella se incluye su más célebre «Hen Woman» y esta breve epifanía, un ejemplo decantado de esa poesía de la naturaleza que los autores de lengua inglesa dominan como nadie (en realidad la inventaron, como el fútbol, aunque en este caso no han dejado que otros se hicieran con el juego). El título puede parecer enigmático, pero es un homenaje implícito a Ezra Pound, cuyos padres vivieron durante años en el pueblo de Wyncote, ahora convertido en un barrio del norte de Filadelfia: Kinsella se instaló en Estados Unidos a mediados de los años sesenta y fue cayendo gradualmente bajo el influjo de la vanguardia norteamericana, aunque sin renegar de su estilo primero. La «glosa», pues, tiene algo de irónico: Kinsella, un irlandés instalado en Estados Unidos, evoca un momento de iluminación en el mismo lugar del que Pound huyó para no volver nunca. Como escribe el crítico Robert Faggen, «la prisión provinciana de uno es la inspiración del otro».
De paso, aclaro que el mocking-bird del arranque no es la calandria europea sino el sinsonte de América del Norte; y sí, existe un arbusto llamado crimson berry, pero se da en Australia y Nueva Zelanda, muy lejos de la Pensilvania donde Kinsella sitúa su poema, así que he optado por algo más neutral (pero también, curiosamente, más expresivo). Los dos versos finales me dieron muchos problemas. ¿Por qué será que las rimas asoman una y otra vez cuando menos se las quiere o necesita? La traducción exacta o literal del adjetivo painstaking es minucioso. Ah, pero tenemos luminosos dos versos más arriba. A partir de ahí, cualquier cambio parecía provocar toda una cascada de extrañas consonancias que arruinaban el conjunto. Hasta que di con la expresión «poner bajo el cuidado de algo o de alguien». Me gusta el modo en que la proposición «bajo» se repite en las dos frases finales de la versión española («bajo esa luz», «bajo un cuidado»): una concesión eficaz a la simetría.
En fin, quizá estas cosas de taller deberían quedarse en el taller. Si el poema dice algo, lo hará sin apoyarse en tanta explicación no pedida. Pero sé que algunos espíritus curiosos lo agradecen. Y es un modo, otro más, de recordarme que la gracia está en los detalles, algo a lo que no siempre –dichosa impaciencia– he estado atento cuando tocaba.
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viernes, noviembre 25, 2011
pausa del café
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Una de las materias con las que Victor Hugo enriquecía la tinta antes de realizar sus dibujos visionarios era café molido, granos diminutos como el hollín que daban consistencia a la mezcla y se pegaban literalmente al papel, como si el poeta hubiera querido trasladar a sus líneas el carácter divinatorio o sibilino de los posos del café; como si la impaciencia lo hubiera llevado a apropiarse de las intuiciones de futuro de los granos antes de pasar por el agua y revelarse ambiguamente en el fondo de la taza.
Pienso en estas cosas mientras sorbo el primer café de la mañana, y pienso también en esos versos de Tomas Tranströmer (de su poema «Puesto de guardia») que podrían muy bien servir de divisa para arrancar el día:
Misión: estar donde uno está.
También el ridículo papel solemne:
yo soy precisamente ese lugar
donde la creación trabaja sobre sí misma.
Sí, esto de hacer un papel en la vida es un poco ridículo y solemne a la vez, pero el poeta sueco nos recuerda que ese hacer de la vida es, en realidad, un hacerse a uno mismo, un ir al mundo para que el mundo entre en nosotros. O de otro modo: el lugar donde nuestras máscaras se superponen hasta resolverse en un rostro. Un pensamiento optimista, pues. También biunívoco: los días están por hacer y en hacerlos se nos va cada día, pero ellos también, a su vez, nos van haciendo lentamente, labrándonos por fuera con los mismos sedimentos que luego se enredan y acumulan en nuestro interior.
No sé si esta proyección, este movimiento de apertura al futuro, tiene algo que ver con los posos invisibles que nadan en mi café, esa espiral de cafeína que comienza a girar en la sangre como una hélice borracha. No es tinta, desde luego, lo que hace surgir estas palabras, sino el golpeteo rítmico de mis dedos sobre el teclado. Estoy bastante lejos de los dibujos de Hugo, por decirlo suavemente, pero me gustaría tomar de ellos el gusto por la mezcla, la impureza, también su deseo de ofrecerse como lugar donde sucedan las previsiones. Leer el futuro en uno mismo, en los demás, y luego echar a andar como si no importara, como si no hubiera lastres; recibir lo que va llegando como si siempre hubiera estado ahí o fuera un eslabón más de nuestro destino. Lo dice Tranströmer, con una mezcla de admiración e intriga, al final de su poema: «¡Sucesos del porvenir, ya están aquí! / […] Vienen / de uno en uno. Yo soy el torniquete».
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Una de las materias con las que Victor Hugo enriquecía la tinta antes de realizar sus dibujos visionarios era café molido, granos diminutos como el hollín que daban consistencia a la mezcla y se pegaban literalmente al papel, como si el poeta hubiera querido trasladar a sus líneas el carácter divinatorio o sibilino de los posos del café; como si la impaciencia lo hubiera llevado a apropiarse de las intuiciones de futuro de los granos antes de pasar por el agua y revelarse ambiguamente en el fondo de la taza.
Pienso en estas cosas mientras sorbo el primer café de la mañana, y pienso también en esos versos de Tomas Tranströmer (de su poema «Puesto de guardia») que podrían muy bien servir de divisa para arrancar el día:
Misión: estar donde uno está.
También el ridículo papel solemne:
yo soy precisamente ese lugar
donde la creación trabaja sobre sí misma.
Sí, esto de hacer un papel en la vida es un poco ridículo y solemne a la vez, pero el poeta sueco nos recuerda que ese hacer de la vida es, en realidad, un hacerse a uno mismo, un ir al mundo para que el mundo entre en nosotros. O de otro modo: el lugar donde nuestras máscaras se superponen hasta resolverse en un rostro. Un pensamiento optimista, pues. También biunívoco: los días están por hacer y en hacerlos se nos va cada día, pero ellos también, a su vez, nos van haciendo lentamente, labrándonos por fuera con los mismos sedimentos que luego se enredan y acumulan en nuestro interior.
No sé si esta proyección, este movimiento de apertura al futuro, tiene algo que ver con los posos invisibles que nadan en mi café, esa espiral de cafeína que comienza a girar en la sangre como una hélice borracha. No es tinta, desde luego, lo que hace surgir estas palabras, sino el golpeteo rítmico de mis dedos sobre el teclado. Estoy bastante lejos de los dibujos de Hugo, por decirlo suavemente, pero me gustaría tomar de ellos el gusto por la mezcla, la impureza, también su deseo de ofrecerse como lugar donde sucedan las previsiones. Leer el futuro en uno mismo, en los demás, y luego echar a andar como si no importara, como si no hubiera lastres; recibir lo que va llegando como si siempre hubiera estado ahí o fuera un eslabón más de nuestro destino. Lo dice Tranströmer, con una mezcla de admiración e intriga, al final de su poema: «¡Sucesos del porvenir, ya están aquí! / […] Vienen / de uno en uno. Yo soy el torniquete».
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martes, noviembre 22, 2011
anuncio x 3
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Más de medio año después de su publicación, me siguen llegando ecos del paso de Perros en la playa por los ojos y la mente de algunos lectores. Ahora es el turno del escritor gallego Ricardo Martínez Conde, quien firma una breve pero enjundiosa nota crítica sobre el libro en la revista/blog El placer de la lectura. A estas alturas –supongo– será la última que salga, o casi. Bien está. Moitas grazas, Ricardo.
El poeta Marcos Canteli (cuyo último libro, Es brizna, acaba de ver la luz en la editorial Pre-Textos) ha tenido la gentileza de pedirme colaboración para el último número de la Revista de escritura y poéticas 7de7. Le he enviado una secuencia (incompleta) de poemas muy breves titulada «Monósticos». Es un título algo pedante, lo sé, pero tiene su lógica. Además, se lo robé al poeta inglés Christopher Middleton, así que la culpa –y la autoridad– es toda suya.
Anda por las librerías, o a punto de llegar a ellas, un volumen colectivo publicado por Vaso Roto Ediciones para conmemorar el ochenta aniversario de Antonio Gamoneda. Se titula Un árbol de otro mundo e incluye poemas de Eduardo Moga, Amalia Iglesias, Antonio Méndez Rubio, Chantal Maillard, Guadalupe Grande, Ildefonso Rodríguez, Jesús Aguado, Olvido García Valdés, Hugo Mujica, Miguel Casado, Tomás Sánchez Santiago, José María Castrillón, Juan Carlos Mestre y un largo etcétera. Va también un poema mío, «Collage», un breve texto en prosa que es mi forma de recordar al autor de aquellas Lápidas leonesas («la ciudad fue fundada en la claridad del miedo») que tanto me conmocionaron cuando las leí por vez primera en la vieja edición de Trieste, allá por 1989. Os dejo con la portada del libro y el deseo de que encontréis mucha poesía, pero también afecto y admiración genuina, en sus páginas.
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Más de medio año después de su publicación, me siguen llegando ecos del paso de Perros en la playa por los ojos y la mente de algunos lectores. Ahora es el turno del escritor gallego Ricardo Martínez Conde, quien firma una breve pero enjundiosa nota crítica sobre el libro en la revista/blog El placer de la lectura. A estas alturas –supongo– será la última que salga, o casi. Bien está. Moitas grazas, Ricardo.
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El poeta Marcos Canteli (cuyo último libro, Es brizna, acaba de ver la luz en la editorial Pre-Textos) ha tenido la gentileza de pedirme colaboración para el último número de la Revista de escritura y poéticas 7de7. Le he enviado una secuencia (incompleta) de poemas muy breves titulada «Monósticos». Es un título algo pedante, lo sé, pero tiene su lógica. Además, se lo robé al poeta inglés Christopher Middleton, así que la culpa –y la autoridad– es toda suya.
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Anda por las librerías, o a punto de llegar a ellas, un volumen colectivo publicado por Vaso Roto Ediciones para conmemorar el ochenta aniversario de Antonio Gamoneda. Se titula Un árbol de otro mundo e incluye poemas de Eduardo Moga, Amalia Iglesias, Antonio Méndez Rubio, Chantal Maillard, Guadalupe Grande, Ildefonso Rodríguez, Jesús Aguado, Olvido García Valdés, Hugo Mujica, Miguel Casado, Tomás Sánchez Santiago, José María Castrillón, Juan Carlos Mestre y un largo etcétera. Va también un poema mío, «Collage», un breve texto en prosa que es mi forma de recordar al autor de aquellas Lápidas leonesas («la ciudad fue fundada en la claridad del miedo») que tanto me conmocionaron cuando las leí por vez primera en la vieja edición de Trieste, allá por 1989. Os dejo con la portada del libro y el deseo de que encontréis mucha poesía, pero también afecto y admiración genuina, en sus páginas.
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viernes, noviembre 18, 2011
el dedo y el anillo
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Mientras leo El mapa y el territorio, la nueva novela de Michel Houellebecq, vuelve a fascinarme la sordina sentimental y hasta romántica que hace vibrar su escritura, esa dimensión de cuento de hadas que alienta por debajo de la pátina de nihilismo, sexo explícito y miedo y asco en el mundo de sus novelas. La rabia del narrador no está muy lejos de la rabia del niño o el adolescente desquiciado que se revuelve contra lo que tiene más cerca. Es como si Houellebecq se hubiera creído a pies juntillas las películas de Eric Rohmer (ese mundo ilusorio de muchachas hermosas y enigmáticas, conversaciones galantes con su punto justo de petulancia intelectual, atardeceres con vino y enamoramientos fugaces; esa Arcadia moderna que iluminó las pantallas de la Francia del bienestar) para descubrir, al cabo, que todo era mentira, un simulacro hiriente. Su respuesta –hacer trizas ese mundo, injuriarlo y denigrarlo por todos los medios posibles– no puede ocultar la fascinación primera, la deuda que tiene con él.
Es también un síntoma de inmadurez, desde luego, pero se trata de una inmadurez atractiva, que nos conmueve y nos arrastra con ella porque en el fondo es la nuestra, la compartimos y entendemos. Todos –quiero decir, los cuarentones y treintañeros de esta isla de prosperidad que sigue siendo Europa Occidental– hemos sido protagonistas y víctimas de esa glorificación de la juventud que nos ha permitido postergar el ingreso en la edad adulta hasta extremos inverosímiles para nuestros padres. Y, lo queramos o no, seguimos viviendo bajo el brillo imperial de las imágenes que los medios y la publicidad crearon para nuestro consumo. Da igual que tengamos familia o hijos o hayamos adoptado, en apariencia, rasgos y caracteres que corresponden a la mayoría de edad. Seguimos viviendo a la sombra de una representación del mundo que nació por y para el mercado y que, por tanto, sólo puede ser causa de insatisfacción, de hartazgo. Un hartazgo, no obstante, del que nos parece desleal y hasta incoherente renegar porque nos cubre, aún ahora, de juegos y diversiones y símbolos de estatus; una insatisfacción que nos parece mezquino denunciar porque es la misma que permite y hasta promueve esos paréntesis de inmadurez sin los cuales la vida sería aún más insufrible.
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Houellebecq nos libera y nos consuela porque adopta por nosotros el papel de niño mimado, de réprobo con posibles que se lanza contra ese mismo sistema que le permite rebelarse y hacer negocio con su rebelión. Su inmadurez es la nuestra; también su descaro. Sólo que nosotros, quizá por fortuna, somos más hipócritas (sin hipocresía no habría convivencia, y un mundo de Houellebecqs liberados de obligaciones sociales sería inhabitable) y callamos lo que él, como bufón de corte y aspirante a moralista, dice en voz bien alta para que le oigamos. Lo que resulta curioso –o al menos a mí me lo parece– es encontrar, por debajo de las muecas y los aspavientos, por debajo de unas escenas de sexo que se suceden con rutina notarial, por debajo del impulso de irrisión y de denuncia constantes, la pervivencia de ideas y anhelos de novela romántica. Decir que Houellebecq es un sentimental sería quedarse corto: una y otra vez aparece en sus páginas la idea del amor verdadero, de la mujer que pasa sólo una vez por nuestra vida y la redime (y tiene que ser mujer, además: la mirada de Houellebecq es ferozmente masculina); muchos de sus personajes conocen la felicidad, aunque sea fugazmente, y luego caen abatidos por la certeza de que esa felicidad es irrepetible, de que la vida a partir de entonces sólo puede ser un descenso apático hacia la muerte; otros, como perpetuos adolescentes, se refugian en una soledad que es responsabilidad de los demás romper: no quieren buscar sino ser buscados, su pasividad está pidiendo a gritos que la observen, que la reconozcan. Es todo un poco ridículo, en principio, pero le salva –y nos desarma– la convicción con que procede, la seriedad absoluta con que exhibe su fe.
La escritura de Houellebecq es liberadora porque da vida a todas nuestras fantasías adolescentes, todas nuestras pulsiones de inmadurez (también las destructivas), siempre un poco degradadas o vulgarizadas después de pasar por la máquina de picar de la publicidad y los medios de comunicación, y lo hace sin pedir disculpas, sin mirar a los lados ni estimar las consecuencias. No es extraño que haya logrado convertirse, así, en el poeta laureado de esta sociedad de peterpanes descontentos, hijos resabiados del sueño socialdemócrata y sus jardines de infancia. Aunque no convenga tomarlo demasiado en serio ni convertirle en abanderado de ninguna corriente de pensamiento. Su nihilismo y su rabia adolecen de la misma debilidad de carácter que las diversas modalidades de progresía bienpensante que ridiculiza. También para él es imposible la vuelta atrás, a una época de convicciones fuertes (y eran fuertes, no lo olvidemos, porque se defendieron en ocasiones con la propia vida, algo que nos resulta inconcebible y hasta escandaloso). Sólo queda el sexo –en sus diversas figuras modernas: el turismo sexual, la pornografía, los clubes de intercambio de parejas, la frontera especiada del sadomasoquismo– y la soledad impotente (¿inapetente?) del urbanita saciado. Pero queda también la escritura, y con ella un motivo de esperanza: pues la escritura presupone la existencia de los otros, de un idioma colectivo, de alguien que lee o que escucha. Y queda también la risa, la comicidad irresistible de muchas escenas y pasajes –como la estancia de Bruno en un campamento new age en Las partículas elementales, o el arranque del primer viaje tailandés de Michel en Plataforma–, genuinas actualizaciones de un costumbrismo burlesco que me sigue pareciendo una de las pocas vías de renovación de la postmodernidad. Al menos por ese lado el nihilismo de cartón piedra de Houellebecq preserva una tenue dimensión comunitaria. (Francés malgré lui, su particular modalidad de anarquismo conservador le impide abrazar las proclamas neoliberales de la Thatcher y derivados, por cuya vulgaridad y puritanismo sólo puede sentir un profundo desprecio.)
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El mapa y el territorio me ha parecido un libro más seco y desencantado incluso que los anteriores, también más mecánico, peor resuelto en su estructura interna. La supuesta trama policial no es más que una digresión que le permite jugar a placer con la imagen de su propia muerte –lo que de verdad le interesa– y los policías que la protagonizan despiertan una simpatía muy difusa. El libro retoma motivos e inquietudes de Las partículas elementales pero los trata con menos frescura, sin el entusiasmo algo demoníaco de los primeros libros. Y, sin embargo, el embrujo de la escritura sigue ahí, esa sordina sentimental que hipnotiza y arrastra y nos hace pasar página tras página hasta el desenlace final. Houellebecq es un enorme contador de historias, un maestro en el género de los cuentos de hadas. Nada le gusta más que los finales felices, y sus libros se pueden dividir en dos clases: los que añaden a ese final feliz una coda trágica, o los que lo representan en forma de ensoñación utópica. El mapa y el territorio pertenece a esa segunda clase, postulando una Francia ruralizada –una nueva Arcadia– en la que reina un espíritu comunitario fundado en la alianza de tradición y tecnología y enriquecido por un contingente de inmigrantes de lujo (chinos y rusos, principalmente). Que Houellebecq escenifique su propia muerte como antesala de ese nuevo tiempo no debe leerse como una figuración ególatra, aunque algo de eso hay, sino como el reconocimiento –lúcido y resignado– de que su particular forma de inmadurez debe quedar desterrada del futuro. Con gentes como él, parece decirnos, es imposible construir ninguna sociedad viable. Y uno se inclina a darle la razón. Pero no parece que quienes le acompañamos, los que no somos Houellebecq, constituyamos un material mucho más prometedor, al menos de momento. Sería absurdo extraer conclusiones apocalípticas, preguntarnos –como hacen algunos críticos literarios metidos a profetas– si somos las últimas generaciones de una sociedad decadente o abocada a un lento adormecimiento, pero está claro que leemos a Houellebecq, entre no muchos otros, porque levanta testimonio extremo de un malestar genuino, íntimo. Es verdad que a veces agita el dedo amonestador con sospechoso entusiasmo, pero todo se le perdona cuando hace brillar el anillo de sus hipérboles.
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A Felipe Cabrerizo
.Mientras leo El mapa y el territorio, la nueva novela de Michel Houellebecq, vuelve a fascinarme la sordina sentimental y hasta romántica que hace vibrar su escritura, esa dimensión de cuento de hadas que alienta por debajo de la pátina de nihilismo, sexo explícito y miedo y asco en el mundo de sus novelas. La rabia del narrador no está muy lejos de la rabia del niño o el adolescente desquiciado que se revuelve contra lo que tiene más cerca. Es como si Houellebecq se hubiera creído a pies juntillas las películas de Eric Rohmer (ese mundo ilusorio de muchachas hermosas y enigmáticas, conversaciones galantes con su punto justo de petulancia intelectual, atardeceres con vino y enamoramientos fugaces; esa Arcadia moderna que iluminó las pantallas de la Francia del bienestar) para descubrir, al cabo, que todo era mentira, un simulacro hiriente. Su respuesta –hacer trizas ese mundo, injuriarlo y denigrarlo por todos los medios posibles– no puede ocultar la fascinación primera, la deuda que tiene con él.
Es también un síntoma de inmadurez, desde luego, pero se trata de una inmadurez atractiva, que nos conmueve y nos arrastra con ella porque en el fondo es la nuestra, la compartimos y entendemos. Todos –quiero decir, los cuarentones y treintañeros de esta isla de prosperidad que sigue siendo Europa Occidental– hemos sido protagonistas y víctimas de esa glorificación de la juventud que nos ha permitido postergar el ingreso en la edad adulta hasta extremos inverosímiles para nuestros padres. Y, lo queramos o no, seguimos viviendo bajo el brillo imperial de las imágenes que los medios y la publicidad crearon para nuestro consumo. Da igual que tengamos familia o hijos o hayamos adoptado, en apariencia, rasgos y caracteres que corresponden a la mayoría de edad. Seguimos viviendo a la sombra de una representación del mundo que nació por y para el mercado y que, por tanto, sólo puede ser causa de insatisfacción, de hartazgo. Un hartazgo, no obstante, del que nos parece desleal y hasta incoherente renegar porque nos cubre, aún ahora, de juegos y diversiones y símbolos de estatus; una insatisfacción que nos parece mezquino denunciar porque es la misma que permite y hasta promueve esos paréntesis de inmadurez sin los cuales la vida sería aún más insufrible.
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Houellebecq nos libera y nos consuela porque adopta por nosotros el papel de niño mimado, de réprobo con posibles que se lanza contra ese mismo sistema que le permite rebelarse y hacer negocio con su rebelión. Su inmadurez es la nuestra; también su descaro. Sólo que nosotros, quizá por fortuna, somos más hipócritas (sin hipocresía no habría convivencia, y un mundo de Houellebecqs liberados de obligaciones sociales sería inhabitable) y callamos lo que él, como bufón de corte y aspirante a moralista, dice en voz bien alta para que le oigamos. Lo que resulta curioso –o al menos a mí me lo parece– es encontrar, por debajo de las muecas y los aspavientos, por debajo de unas escenas de sexo que se suceden con rutina notarial, por debajo del impulso de irrisión y de denuncia constantes, la pervivencia de ideas y anhelos de novela romántica. Decir que Houellebecq es un sentimental sería quedarse corto: una y otra vez aparece en sus páginas la idea del amor verdadero, de la mujer que pasa sólo una vez por nuestra vida y la redime (y tiene que ser mujer, además: la mirada de Houellebecq es ferozmente masculina); muchos de sus personajes conocen la felicidad, aunque sea fugazmente, y luego caen abatidos por la certeza de que esa felicidad es irrepetible, de que la vida a partir de entonces sólo puede ser un descenso apático hacia la muerte; otros, como perpetuos adolescentes, se refugian en una soledad que es responsabilidad de los demás romper: no quieren buscar sino ser buscados, su pasividad está pidiendo a gritos que la observen, que la reconozcan. Es todo un poco ridículo, en principio, pero le salva –y nos desarma– la convicción con que procede, la seriedad absoluta con que exhibe su fe.
La escritura de Houellebecq es liberadora porque da vida a todas nuestras fantasías adolescentes, todas nuestras pulsiones de inmadurez (también las destructivas), siempre un poco degradadas o vulgarizadas después de pasar por la máquina de picar de la publicidad y los medios de comunicación, y lo hace sin pedir disculpas, sin mirar a los lados ni estimar las consecuencias. No es extraño que haya logrado convertirse, así, en el poeta laureado de esta sociedad de peterpanes descontentos, hijos resabiados del sueño socialdemócrata y sus jardines de infancia. Aunque no convenga tomarlo demasiado en serio ni convertirle en abanderado de ninguna corriente de pensamiento. Su nihilismo y su rabia adolecen de la misma debilidad de carácter que las diversas modalidades de progresía bienpensante que ridiculiza. También para él es imposible la vuelta atrás, a una época de convicciones fuertes (y eran fuertes, no lo olvidemos, porque se defendieron en ocasiones con la propia vida, algo que nos resulta inconcebible y hasta escandaloso). Sólo queda el sexo –en sus diversas figuras modernas: el turismo sexual, la pornografía, los clubes de intercambio de parejas, la frontera especiada del sadomasoquismo– y la soledad impotente (¿inapetente?) del urbanita saciado. Pero queda también la escritura, y con ella un motivo de esperanza: pues la escritura presupone la existencia de los otros, de un idioma colectivo, de alguien que lee o que escucha. Y queda también la risa, la comicidad irresistible de muchas escenas y pasajes –como la estancia de Bruno en un campamento new age en Las partículas elementales, o el arranque del primer viaje tailandés de Michel en Plataforma–, genuinas actualizaciones de un costumbrismo burlesco que me sigue pareciendo una de las pocas vías de renovación de la postmodernidad. Al menos por ese lado el nihilismo de cartón piedra de Houellebecq preserva una tenue dimensión comunitaria. (Francés malgré lui, su particular modalidad de anarquismo conservador le impide abrazar las proclamas neoliberales de la Thatcher y derivados, por cuya vulgaridad y puritanismo sólo puede sentir un profundo desprecio.)
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El mapa y el territorio me ha parecido un libro más seco y desencantado incluso que los anteriores, también más mecánico, peor resuelto en su estructura interna. La supuesta trama policial no es más que una digresión que le permite jugar a placer con la imagen de su propia muerte –lo que de verdad le interesa– y los policías que la protagonizan despiertan una simpatía muy difusa. El libro retoma motivos e inquietudes de Las partículas elementales pero los trata con menos frescura, sin el entusiasmo algo demoníaco de los primeros libros. Y, sin embargo, el embrujo de la escritura sigue ahí, esa sordina sentimental que hipnotiza y arrastra y nos hace pasar página tras página hasta el desenlace final. Houellebecq es un enorme contador de historias, un maestro en el género de los cuentos de hadas. Nada le gusta más que los finales felices, y sus libros se pueden dividir en dos clases: los que añaden a ese final feliz una coda trágica, o los que lo representan en forma de ensoñación utópica. El mapa y el territorio pertenece a esa segunda clase, postulando una Francia ruralizada –una nueva Arcadia– en la que reina un espíritu comunitario fundado en la alianza de tradición y tecnología y enriquecido por un contingente de inmigrantes de lujo (chinos y rusos, principalmente). Que Houellebecq escenifique su propia muerte como antesala de ese nuevo tiempo no debe leerse como una figuración ególatra, aunque algo de eso hay, sino como el reconocimiento –lúcido y resignado– de que su particular forma de inmadurez debe quedar desterrada del futuro. Con gentes como él, parece decirnos, es imposible construir ninguna sociedad viable. Y uno se inclina a darle la razón. Pero no parece que quienes le acompañamos, los que no somos Houellebecq, constituyamos un material mucho más prometedor, al menos de momento. Sería absurdo extraer conclusiones apocalípticas, preguntarnos –como hacen algunos críticos literarios metidos a profetas– si somos las últimas generaciones de una sociedad decadente o abocada a un lento adormecimiento, pero está claro que leemos a Houellebecq, entre no muchos otros, porque levanta testimonio extremo de un malestar genuino, íntimo. Es verdad que a veces agita el dedo amonestador con sospechoso entusiasmo, pero todo se le perdona cuando hace brillar el anillo de sus hipérboles.
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