BITÁCORA DE JORDI DOCE. Mis últimos poemarios son En la rueda de las apariciones. Poemas 1990-2019 (Ars Poetica, 2019) y No estábamos allí (Pre-Textos, 2016). Además de traducir la poesía de William Blake, Anne Carson, T.S. Eliot y Charles Simic, entre otros, he publicado los cuadernos Hormigas blancas y Perros en la playa, y los libros de artículos y de crítica Imán y desafío, Curvas de nivel y Las formas disconformes. He reunido mis versiones de poesía en Libro de los otros (Trea, 2018).
viernes, enero 31, 2014
confusión
El que habla de algún libro como pretexto para hablar de otra cosa, es que no ha llegado a él.
miércoles, enero 29, 2014
racimo
El último número de la revista Agenda se abre con un largo ensayo de Derek Walcott sobre Heaney: un tributo del poeta caribeño a su amigo que acaba de morir. En cierto momento, al hablar del tono y la presencia visual de los poemas en la página, Walcott menciona «la tensa bobina de sus versos, en la que las palabras se arraciman como bayas silvestres que vamos comiendo una a una…». Es justamente el tipo de expresión que solo está al alcance del poeta doblado en crítico, una imagen que capta –que define y explica– con claridad la sensación que da la lectura de ciertos poemas, y en especial los de Heaney: ese estar saboreando palabras que de tan juntas, tan apretadas, han cobrado un sabor de familia que no impide, con todo, percibirlas por separado a medida que las ingerimos o tomamos conciencia de ellas.
Y sin embargo, la definición –la explicación– no agota nada, no es un alfiler de entomólogo ni una jaula cegada por focos que permite escudriñar más de cerca los poemas. Funciona más bien por transferencia, gracias a las virtudes de una analogía con el mundo natural que es congruente con el espíritu de la obra a la que remite (esos racimos de «bayas» que parecen tomados de cualquier página de Muerte de un naturalista) y preserva su frescura, su viveza. De hecho, la analogía va más allá y nos lleva al reino del instinto y la necesidad: esas bayas se comen. Y añade: se comen una a una, lo que viene a decir que la necesidad se estetiza y se convierte en un placer consciente, elaborado, un disfrute que prevé su propio final y lo retrasa sutilmente. La poesía como «relación carnal con las palabras», como experiencia erótica, es subsumida por la idea de ingesta, de incorporación del fruto al cuerpo y de ahí a la sangre del lector; en suma, de transustanciación. La poesía se come, nos dice Walcott, es algo físico que provoca una respuesta igualmente física. Y su imagen, brevísima, no es tanto una jaula descriptiva cuanto un marco que resalta y da vida; como esas imágenes o recortes del cielo que son más azules, más densos, que el propio cielo.
lunes, enero 27, 2014
circo
foto / Paula Doce
Madrid ha cobrado estos días cierto aire cantábrico. Ver la lluvia caer copiosamente tras las ventanas me ha hecho revivir esas tardes infinitas de sábado y domingo en que el agua arruinaba planes y encuentros callejeros y uno combatía el calor malsano de los radiadores apoyando la frente en el cristal helado, mirando a lo lejos el brillo borroso de las luces de cruce de los coches, el destello naranja de farolas prematuramente iluminadas. El cielo cubierto de nubes como una carpa de circo invertida donde el ojo hacía de trapecista, colgándose de las cuerdas del agua hasta posarse con cuidado –con reverencia casi– entre las cosas: el asfalto mojado, los coches sucios de hojas y ramas caídas, la fecundidad del parque donde las gotas repicaban hasta abrir surcos y charcos efímeros en los caminos de tierra. Y al fondo, los días de partido, el clamor casi sísmico con que la multitud celebraba en el estadio las jugadas peligrosas, los goles domésticos. El ojo adquirió destreza en este colgarse de la lluvia, este paseo controlado por unas alturas de las que, en realidad, nunca he logrado apearme del todo. Estar en las nubes es lo que tiene. Hasta el punto de, que ahora, casi cuarenta años después, me veo de nuevo practicando el mismo arte, estudiando los infinitos planos de la ciudad –sus sombras, sus claroscuros– como desde una tirolina.
Ver caer
la lluvia tiene un efecto hipnótico, la capacidad de frenar el tiempo a la vez
que lo acelera bruscamente, como una rueda que de tanto girar parece inmóvil. La lluvia es una cosa / Que sin duda
sucede en el pasado. Así es, en efecto: en Gijón, en Sheffield, ahora mismo…
La tarde como el cielo menudo de un circo donde la infancia recrea o ejercita
sus viejos vicios, sus intentos de fuga. Y todo para decir: gris en lo gris, me admira tu vaivén, melancolía.
(18/1/2014)
sábado, enero 25, 2014
las formas disconformes
Me suele dar pereza destinar esta
bitácora a comentar mis andanzas y publicaciones (siempre creo que voy a
aburrir a los lectores, quizá porque el primer aburrido soy yo), y por ello no
he hablado hasta ahora de Las formas disconformes,
el compendio de textos críticos que libros de la resistencia, de la mano de su
responsable Juan Soros, tuvo la generosidad de publicar el otoño pasado. Lo hago en esta ocasión porque el
miércoles que viene, 29 de enero, el libro se presenta públicamente en el
Centro de Arte Moderno de Madrid (Galileo, 52) y parece que ya va siendo momento de romper mi silencio. Me acompañará el poeta y crítico José Luis Gómez Toré, uno
de los escritores jóvenes a los que más admiro (acaba de coordinar, por
ejemplo, un espléndido dossier sobre José Ángel Valente para el último número
de Cuadernos Hispanoamericanos, no os
lo perdáis), y supongo que parte de la presentación la dedicaremos a sostener
un breve coloquio sobre poesía y crítica, su necesidad o pertinencia, los vasos comunicantes
que las unen… en fin, cuestiones que espero no se vuelvan demasiado áridas en
nuestras manos (o en nuestras voces).
Publicar un libro de crítica
literaria es algo más que predicar en el desierto. Son libros de venta casi
inexistente, que interesan solo a un puñado de lectores cómplices o iniciados.
Sospecho que siempre ha sido más o menos así, pero ahora los tiempos son
incluso más ásperos. Y, sin embargo, escribiendo la mayor parte de estos
artículos y reseñas (sobre Octavio Paz, Luis Feria, José Ángel Valente, Orlando
González Esteva, Olvido García Valdés o Juan Carlos Mestre, entre muchos otros)
me parecía que seguía en el reino de la creación, que las fuerzas que debía
poner en juego no eran distintas, en esencia, de las que suele exigir la
poesía. Al final se trata de hacer hablar a las palabras, de hablar a través de
ellas, de dejarse hablar por ellas. Hay ideas y párrafos en este libro que
tienen tanta vida, al menos a mis ojos, como cualquier poema. Y que escribí con
enorme placer, un placer al que se añadía –además– la posibilidad de hacer
justicia a obras muy admiradas, muy queridas. Dicho esto, asumo que este libro
vive en los márgenes del zoco literario, en una calleja oscura por donde apenas
pasan posibles clientes. Por eso el valor de libros de la resistencia es
doble; una resistencia activa, un
seguir haciendo como si nada, como si fuera la cosa más natural del mundo. Por
cierto, que la editorial ha colgado en su página web el texto de introducción que
escribí para el libro, así como la ficha técnica. Ahí se explica con claridad cuál
fue mi intención al escribir y reunir en un solo volumen estas piezas. Todas
ellas, aclaro, dedicadas a poetas y escritores hispanohablantes.
El miércoles 29 de enero un
puñado de escritores y lectores se reunirá en una librería de Madrid para
hablar de crítica y creación, de la necesidad de admirar y celebrar al otro, de
leerlo y comentarlo, de estudiarlo y aprender de él. Casi parece un milagro en
los tiempos que corren.
viernes, enero 17, 2014
edwin muir / los caballos
Al
final de la tarde, apenas un año después
de
la guerra de siete días que hizo dormir al mundo,
los
extraños caballos regresaron.
Por
entonces ya habíamos sellado nuestro pacto con el silencio,
pero
aquellos primeros días todo estaba tan quieto
que
el sonido de nuestra propia respiración nos asustaba.
Al
segundo día
las
radios se estropearon; movíamos el dial; ningún sonido.
Al
tercer día un barco de guerra pasó ante nosotros en dirección norte,
sembrado
de cadáveres en cubierta. Al sexto día
un
avión cayó al mar sobre nosotros. A partir de ese instante,
nada.
Las radios mudas;
y
ahí siguen, en un rincón de nuestras cocinas,
y
siguen encendidas, tal vez, en un millón de habitaciones
de
todo el mundo. Pero ahora, si rompieran a hablar,
si
de pronto les diera por hablar,
si
al dar las doce una voz nos hablara,
no
le haríamos caso, dejaríamos fuera
ese
mundo maligno que devoró a sus hijos
de
un bocado. No habría vuelta atrás.
A
veces pensamos en las naciones que duermen,
arropadas
ciegamente en un dolor impenetrable,
y
la extrañeza de esta idea nos confunde.
Los
tractores descansan en los campos; cuando se pone el sol
parecen
acecharnos y esperar como monstruos marinos.
Están
bien donde están, cubriéndose de herrumbre:
«Que
acaben de pudrirse, nos servirán de abono».
Hacemos
que los bueyes tiren de los viejos arados,
los
mismos que juntaban polvo. Hemos vuelto
para
ensanchar la tierra de nuestros padres.
Entonces
esa noche
al
final del verano los extraños caballos regresaron.
Oímos
un lejano retumbar en el camino,
un
traqueteo cada vez más violento; se detuvo, luego empezó de nuevo
y
al doblar el recodo se transformó en un clamor vacío.
Cuando
vimos las cabezas
como una gran ola salvaje tuvimos
miedo.
como una gran ola salvaje
Habíamos
vendido los caballos en época de nuestros padres
para
comprar tractores nuevos. Y nos eran extraños
como
corceles fabulosos en antiguos escudos
o
ilustraciones de un libro de caballerías.
No
nos atrevíamos a acercarnos. Sin embargo esperaron,
testarudos
y tímidos, como si tiempo atrás
hubieran
recibido la orden de encontrarnos
y
revivir el lazo arcaico que dábamos por perdido.
En
un primer momento no pensamos siquiera
que
aquellos seres se dejaran domar o utilizar.
Había
en la manada media docena de potrillos
paridos
entre ruinas, en terreno salvaje,
y
aun así frescos como si hubieran emergido de un edén propio.
Desde
entonces arrastran los arados y llevan nuestras cargas,
pero
esa libre servidumbre nos sigue traspasando el corazón.
Nuestra
vida ha cambiado; en su venida está nuestro comienzo.
trad. J.D. / el original, aquí
Hace tiempo que
quería hablar de Edwin Muir (1887-1959) y publicar alguno de sus poemas,
empezando por este maravilloso «The Horses» [Los caballos]. Muir es uno de esos
rara avis cuya grandeza casi nadie
discute, y que sin embargo siempre ocupan un lugar ligeramente marginal en los
recuentos académicos y las antologías. Esa marginalidad es inicialmente de
orden biográfico: Muir nació en Deerness, un pequeño pueblo de las Orcadas, el
archipiélago situado justo encima de la costa norte de Escocia (suena mucho
mejor en inglés: The Orkneys). Si ya
es un lugar remoto ahora, imagínense lo que sería a finales del siglo
diecinueve: Muir, que vivió allí hasta los catorce años, lo recordaría siempre
como un paraíso, el Edén del que fue tristemente arrancado cuando su padre
perdió la granja y hubo de trasladarse con toda su familia a Glasgow para
buscar trabajo en la industria (un poco, salvando las distancias, como nuestro
Rafael Alberti al verse desterrado del mar gaditano de la infancia para acabar
en las calles de Madrid). Muir habló de esta experiencia de dislocación –tan
espacial como temporal– en una nota de diario escrita a finales de los años
treinta, cuando ya su paso por Glasgow era una pesadilla borrosa:
Nací
antes de la Revolución Industrial, y tengo ahora doscientos años. Pero me he
saltado tres cuartas partes de ese lapso de tiempo. En realidad nací en 1737, y
hasta mis catorce años no sufrí ningún percance temporal. Entonces, en 1751, me
trasladé de las Orcadas a Glasgow. Cuando llegué descubrí que no era 1751, sino
1901, y que en un viaje de dos días había consumido en realidad ciento
cincuenta años. Pero yo seguía en 1751, y ahí permanecí mucho tiempo. Toda mi
vida ha sido un intento de salvar esa grieta. No es extraño que esté
obsesionado con el Tiempo.
La vida en
Glasgow fue una catástrofe. En pocos años perdió a sus padres y a sus dos
hermanos, y Muir encadenó una serie de trabajos humildes y deprimentes de los
que emergió a base de esfuerzo y voluntad, y con una fe renovada en el arte y
en su propia vocación literaria. En 1919 se casó con Willa Anderson («Mi
matrimonio fue lo mejor que me pudo pasar en la vida»), y juntos se ganaron la
vida traduciendo a numerosos autores de lengua alemana. Suyas, por ejemplo, fueron
las primeras traducciones de Kafka al inglés, que siguen contando con el favor de muchos lectores, y que tuvieron una influencia perdurable en su propia escritura.
Durante años
llevaron una existencia itinerante, y justo después de la Segunda guerra Muir
fue director del British Council en Praga y luego en Roma. En 1955 llegó a dar
las conferencias de la Cátedra Norton de poesía en la Universidad de Harvard. El
niño de las Orcadas había llegado lejos… Uno de sus mejores y más atentos
lectores fue T. S. Eliot, que en 1965 preparó una antología de su obra poética.
Muir escribió
tres novelas, varios estudios y ensayos, y una autobiografía que sigue
reeditándose y que debe leerse como una variación o reescritura del mito
clásico de la caída y posterior redención terrenal del ser humano. Él mismo
creyó en esa «fábula», quizá porque toda su juventud fue un largo remar
contracorriente en condiciones sociales y laborales adversas. A veces me lo
imagino en esos años de Glasgow como un trasunto escocés del infortunado Leonard Bast de Howard’s End a quien las hermanas
Schlegel tratan de ayudar, no siempre de la manera más sensata.
«Los caballos»
es la quintaesencia del estilo de Muir: una poesía sobria y sencilla en
apariencia pero cruzada de misterio, de inminencias alegóricas y símbolos
arquetípicos (fue un jungiano convencido y practicante). Algunos de sus poemas
retoman en inglés el mundo alienado y paradójico de Kafka, sus imágenes de
laberintos, interrogaciones eternas y sin motivo, callejas eliotianas que se
suceden como «un debate tedioso / de intensión insidiosa», ciudades en ruinas…
Pero «Los caballos», que es claramente un poema post-apocalíptico, un poema
escrito bajo la espada de Damocles de la bomba atómica, mira también hacia el
Edén de su infancia, esas Orcadas que siguieron vivas en su imaginación. La
imagen de los caballos que vuelven misteriosamente al final del verano son su
modo de celebrar el vínculo con el mundo natural, de religarse a él y
recordarnos de dónde venimos, pero creo que al hacerlo él mismo se sentía
volver a la granja de Deerness para reencontrarse con su padre y
honrar su memoria. Él ya había tenido un apocalipsis en su vida: si no era
posible volver a ese mundo, al menos podía celebrarlo en forma de imágenes, hacer
del poema un talismán sanador.
sábado, enero 04, 2014
hotel insomnio
La niña de los vecinos sufre algo
parecido a terrores nocturnos. No se explica si no que dos o tres noches a la
semana las pase llorando: un llanto violento, insistente, que percute al otro
lado de la pared hasta despertarnos. Son sacudidas que duran quince o veinte minutos
y que terminan en un silencio tenso, indeciso, que vuelve a romperse al poco
con nuevos sollozos. La primera vez que me desperté lo hice con la sensación,
la certeza, de que algo importante se me escapaba de los dedos: un aura lustrosa,
la explicación que lo aclaraba todo, la llave maestra que haría encajar las
piezas (¿de qué? Quizá del sueño mismo). Pasé la media hora siguiente dando
vueltas en la cama y persiguiendo con angustia vicaria el cabo del sueño. Inútil:
zarandeado por el lamento de la niña, el cuarto se movía bajo mis pies y alejaba
la llave, la espantaba de mí con violencia, cada vez que la tenía a mano. El
llanto se convirtió en un gimoteo exhausto y terminó por apagarse. Pero al
fondo, muy al fondo, parecía seguir oyéndose un eco pospuesto de su queja,
pequeños relieves que respiraban en sordina bajo el lienzo del insomnio. Como
un equivalente aural de la imagen remanente, una secuela que se resistía a dejar
el caracol del oído. ¿Por cuánto tiempo? Solo sé que cada vez que lograba
adormilarme la niña volvía a estallar en llanto. Y así durante cerca de tres horas.
Tumbado boca abajo, envidié la impavidez del faquir. Y, en efecto, el aire del dormitorio
parecía una cama de pinchos que hurgaba y se entrometía con insolencia en mi
búsqueda de sueño. El pequeño caracol ya era una espiral envolvente. Y lo siguió
siendo hasta arrojarme, por uno de sus toboganes abruptos, a la arena manchada del
amanecer.
miércoles, enero 01, 2014
para empezar
Para empezar el año, estos versos de Eliseo Diego como divisa: «Vivir
aquí o allá será una pena, / pero vivir es más que la alegría: / alguien me lo
susurra en la memoria / tal como el corazón me lo decía».
Aquí o allá, pero siempre en uno, para que no haya dudas sobre cuál es
la fuente de esta avidez, esta insistencia, que no remite.