Al
final de la tarde, apenas un año después
de
la guerra de siete días que hizo dormir al mundo,
los
extraños caballos regresaron.
Por
entonces ya habíamos sellado nuestro pacto con el silencio,
pero
aquellos primeros días todo estaba tan quieto
que
el sonido de nuestra propia respiración nos asustaba.
Al
segundo día
las
radios se estropearon; movíamos el dial; ningún sonido.
Al
tercer día un barco de guerra pasó ante nosotros en dirección norte,
sembrado
de cadáveres en cubierta. Al sexto día
un
avión cayó al mar sobre nosotros. A partir de ese instante,
nada.
Las radios mudas;
y
ahí siguen, en un rincón de nuestras cocinas,
y
siguen encendidas, tal vez, en un millón de habitaciones
de
todo el mundo. Pero ahora, si rompieran a hablar,
si
de pronto les diera por hablar,
si
al dar las doce una voz nos hablara,
no
le haríamos caso, dejaríamos fuera
ese
mundo maligno que devoró a sus hijos
de
un bocado. No habría vuelta atrás.
A
veces pensamos en las naciones que duermen,
arropadas
ciegamente en un dolor impenetrable,
y
la extrañeza de esta idea nos confunde.
Los
tractores descansan en los campos; cuando se pone el sol
parecen
acecharnos y esperar como monstruos marinos.
Están
bien donde están, cubriéndose de herrumbre:
«Que
acaben de pudrirse, nos servirán de abono».
Hacemos
que los bueyes tiren de los viejos arados,
los
mismos que juntaban polvo. Hemos vuelto
para
ensanchar la tierra de nuestros padres.
Entonces
esa noche
al
final del verano los extraños caballos regresaron.
Oímos
un lejano retumbar en el camino,
un
traqueteo cada vez más violento; se detuvo, luego empezó de nuevo
y
al doblar el recodo se transformó en un clamor vacío.
Cuando
vimos las cabezas
como una gran ola salvaje tuvimos
miedo.
Habíamos
vendido los caballos en época de nuestros padres
para
comprar tractores nuevos. Y nos eran extraños
como
corceles fabulosos en antiguos escudos
o
ilustraciones de un libro de caballerías.
No
nos atrevíamos a acercarnos. Sin embargo esperaron,
testarudos
y tímidos, como si tiempo atrás
hubieran
recibido la orden de encontrarnos
y
revivir el lazo arcaico que dábamos por perdido.
En
un primer momento no pensamos siquiera
que
aquellos seres se dejaran domar o utilizar.
Había
en la manada media docena de potrillos
paridos
entre ruinas, en terreno salvaje,
y
aun así frescos como si hubieran emergido de un edén propio.
Desde
entonces arrastran los arados y llevan nuestras cargas,
pero
esa libre servidumbre nos sigue traspasando el corazón.
Nuestra
vida ha cambiado; en su venida está nuestro comienzo.
trad. J.D. / el original, aquí
Hace tiempo que
quería hablar de Edwin Muir (1887-1959) y publicar alguno de sus poemas,
empezando por este maravilloso «The Horses» [Los caballos]. Muir es uno de esos
rara avis cuya grandeza casi nadie
discute, y que sin embargo siempre ocupan un lugar ligeramente marginal en los
recuentos académicos y las antologías. Esa marginalidad es inicialmente de
orden biográfico: Muir nació en Deerness, un pequeño pueblo de las Orcadas, el
archipiélago situado justo encima de la costa norte de Escocia (suena mucho
mejor en inglés: The Orkneys). Si ya
es un lugar remoto ahora, imagínense lo que sería a finales del siglo
diecinueve: Muir, que vivió allí hasta los catorce años, lo recordaría siempre
como un paraíso, el Edén del que fue tristemente arrancado cuando su padre
perdió la granja y hubo de trasladarse con toda su familia a Glasgow para
buscar trabajo en la industria (un poco, salvando las distancias, como nuestro
Rafael Alberti al verse desterrado del mar gaditano de la infancia para acabar
en las calles de Madrid). Muir habló de esta experiencia de dislocación –tan
espacial como temporal– en una nota de diario escrita a finales de los años
treinta, cuando ya su paso por Glasgow era una pesadilla borrosa:
Nací
antes de la Revolución Industrial, y tengo ahora doscientos años. Pero me he
saltado tres cuartas partes de ese lapso de tiempo. En realidad nací en 1737, y
hasta mis catorce años no sufrí ningún percance temporal. Entonces, en 1751, me
trasladé de las Orcadas a Glasgow. Cuando llegué descubrí que no era 1751, sino
1901, y que en un viaje de dos días había consumido en realidad ciento
cincuenta años. Pero yo seguía en 1751, y ahí permanecí mucho tiempo. Toda mi
vida ha sido un intento de salvar esa grieta. No es extraño que esté
obsesionado con el Tiempo.
La vida en
Glasgow fue una catástrofe. En pocos años perdió a sus padres y a sus dos
hermanos, y Muir encadenó una serie de trabajos humildes y deprimentes de los
que emergió a base de esfuerzo y voluntad, y con una fe renovada en el arte y
en su propia vocación literaria. En 1919 se casó con Willa Anderson («Mi
matrimonio fue lo mejor que me pudo pasar en la vida»), y juntos se ganaron la
vida traduciendo a numerosos autores de lengua alemana. Suyas, por ejemplo, fueron
las primeras traducciones de Kafka al inglés, que siguen contando con el favor de muchos lectores, y que tuvieron una influencia perdurable en su propia escritura.
Durante años
llevaron una existencia itinerante, y justo después de la Segunda guerra Muir
fue director del British Council en Praga y luego en Roma. En 1955 llegó a dar
las conferencias de la Cátedra Norton de poesía en la Universidad de Harvard. El
niño de las Orcadas había llegado lejos… Uno de sus mejores y más atentos
lectores fue T. S. Eliot, que en 1965 preparó una antología de su obra poética.
Muir escribió
tres novelas, varios estudios y ensayos, y una autobiografía que sigue
reeditándose y que debe leerse como una variación o reescritura del mito
clásico de la caída y posterior redención terrenal del ser humano. Él mismo
creyó en esa «fábula», quizá porque toda su juventud fue un largo remar
contracorriente en condiciones sociales y laborales adversas. A veces me lo
imagino en esos años de Glasgow como un trasunto escocés del infortunado Leonard Bast de Howard’s End a quien las hermanas
Schlegel tratan de ayudar, no siempre de la manera más sensata.
«Los caballos»
es la quintaesencia del estilo de Muir: una poesía sobria y sencilla en
apariencia pero cruzada de misterio, de inminencias alegóricas y símbolos
arquetípicos (fue un jungiano convencido y practicante). Algunos de sus poemas
retoman en inglés el mundo alienado y paradójico de Kafka, sus imágenes de
laberintos, interrogaciones eternas y sin motivo, callejas eliotianas que se
suceden como «un debate tedioso / de intensión insidiosa», ciudades en ruinas…
Pero «Los caballos», que es claramente un poema post-apocalíptico, un poema
escrito bajo la espada de Damocles de la bomba atómica, mira también hacia el
Edén de su infancia, esas Orcadas que siguieron vivas en su imaginación. La
imagen de los caballos que vuelven misteriosamente al final del verano son su
modo de celebrar el vínculo con el mundo natural, de religarse a él y
recordarnos de dónde venimos, pero creo que al hacerlo él mismo se sentía
volver a la granja de Deerness para reencontrarse con su padre y
honrar su memoria. Él ya había tenido un apocalipsis en su vida: si no era
posible volver a ese mundo, al menos podía celebrarlo en forma de imágenes, hacer
del poema un talismán sanador.