Hace unos meses, la redacción mexicana de
la revista Letras Libres me pidió que
hiciera de intermediario y convenciera a Charles Simic de contestar este breve
cuestionario sobre la importancia del humor en la literatura. No fue muy
difícil. Simic contestó casi al instante (está claro que el tema le entusiasma)
y el resultado, debidamente traducido, vio la luz en el número de agosto de la
revista. Como no ha llegado a España, me tomo la libertad de compartirlo aquí (basta pinchar en las imágenes para aumentarlas).
BITÁCORA DE JORDI DOCE. Mis últimos poemarios son En la rueda de las apariciones. Poemas 1990-2019 (Ars Poetica, 2019) y No estábamos allí (Pre-Textos, 2016). Además de traducir la poesía de William Blake, Anne Carson, T.S. Eliot y Charles Simic, entre otros, he publicado los cuadernos Hormigas blancas y Perros en la playa, y los libros de artículos y de crítica Imán y desafío, Curvas de nivel y Las formas disconformes. He reunido mis versiones de poesía en Libro de los otros (Trea, 2018).
domingo, octubre 02, 2016
jueves, septiembre 29, 2016
auden / at last the secret is out
Ya el secreto salió a la luz
como es forzoso que suceda,
maduro el chisme que divierte
al amigo que tienes cerca;
sobre manteles y en la plaza
las lenguas se van de la lengua;
que las apariencias engañan
y nunca hay humo sin hoguera.
Detrás del cuerpo en el estanque,
detrás del fantasma en los hoyos,
detrás de la dama que baila
y el hombre que bebe a lo loco,
bajo la mueca de cansancio,
la migraña y los ojos rojos
hay historias que no se cuentan,
no todo lo que brilla es oro.
Para la clara voz que canta
desde la tapia del convento,
el perfume de los arbustos,
los cuadros con escenas de recreo,
el croquet en verano,
el saludo, la tos, el beso,
hay siempre una clave privada,
hay siempre un secreto perverso.
Trad. J.D. / el original, aquí.
¶
Hace unos años el responsable de una
revista cultural madrileña me llamó para solicitarme la traducción de un
célebre poema de Auden. El poema, en realidad una canción, se titula «At last
the secret is out» y forma parte, junto con «Funeral Blues» y otras piezas, de
las «Twelve Songs» («Doce canciones») que Auden compuso en 1936. Entre nosotros el poema es muy
conocido porque Jaime Gil de Biedma lo tradujo al español para la edición
definitiva de Las personas del verbo.
Eso fue justamente lo que razoné al atender la llamada: ya existe la versión de
Gil de Biedma, ¿por qué no recurrís a ella? Mi interlocutor hizo como que no me
había oído. Quizá pensó en problemas de derechos, en agentes y herederos
espinosos. El caso es que el encargo se mantuvo.
Cuando alguien te muestra su confianza
hasta ese punto lo mejor es no hacerse de rogar y proceder con rapidez. Pero
antes releí la traducción de Gil de Biedma y la comparé con el original. Me
llevé una sorpresa. Bien es verdad que el autor de Moralidades dice que la suya es una versión «en romance»: tres
estrofas de ocho octosílabos cada una, con rima asonante en los versos pares.
Pero es más que eso, pues lo que hace Gil de Biedma es traducir culturalmente la escena del poema de Auden,
ese mundo británico del club de golf y salones de té y setos de boj, a la
España de su tiempo, con su café de plaza y su juego de naipes y hasta un
monasterio con la correspondiente tapia. Alguna decisión es más difícil de
entender: por ejemplo, traducir «still
waters run deep», que es algo así como «la procesión va por dentro», por el
refrán «que la cabra tira al monte», que tampoco –diría– se justifica en el
contexto del poema.
En mi caso he preferido optar por el
eneasílabo, aunque manteniendo la rima del original en forma de asonancia en
los versos pares: ea en la primera
estrofa, oo en la segunda, y eo en la tercera.
sábado, septiembre 24, 2016
no estábamos allí / novedad
Allá por 2011, poco después de la
publicación de Perros en la playa, me
encontré en una presentación con un poeta de mi quinta, un escritor al que
admiro no sólo por su obra sino por su nervio crítico, su inteligencia. Le di la
enhorabuena por su nuevo libro de poemas, que acababa de ver la luz, él esbozó
una sonrisa tímida, como solía, y acto seguido me espetó: «¿Y tú qué? ¿Cuándo
sacas algo?». Expliqué algo confusamente que Perros en la playa estaba en la calle y que yo lo veía, casi, como
un libro de poesía, que eran cinco años de trabajo y me costaba desprenderme de
él. Entonces él amplió su sonrisa y volvió a la carga: «Ya, ya, todo eso está
muy bien, ¿pero cuándo vas a sacar un libro de poemas poemas…?». Y extendió los brazos y las manos como abarcando algo de
solidez irrefutable, un objeto volante identificado o por lo menos
reglamentario. La pregunta quedó colgando en el aire, como si él mismo se
hubiera asustado un poco de hacerla. No supe qué responder. En realidad, no
recuerdo si llegué a hacerlo. La memoria se detiene ahí, en el instante de la
pregunta, convertido de pronto en instante significativo, como esos pasajes de
los cuentos de Cortázar que nos obligan a volver atrás y cambiar fatalmente el
sentido del relato.
No sé muy bien por qué cuento esto. Más
allá del lapsus de mi admirado poeta,
esa evidencia algo melancólica de que hasta las mentes más finas y entrenadas pueden
caer en las trampas del etiquetado, recuerdo bien la pregunta porque venía a
remachar mi propia inquietud al respecto. Era yo mismo el que, por mucho que
insistiera en que Perros en la playa
era un libro de poesía, sabía que no
era un libro de poemas, quiero decir, de poemas poemas, publicado en una colección al uso y presentado con una
lectura a juego. Era yo mismo el que, por mucho que insistiera –creo que con
razón y con razones– en que todo, prosa y verso, poemas y ensayos y fragmentos
y aforismos, formaba parte de un mismo proyecto de escritura, no podía evitar
contagiarme de las definiciones –forzosamente limitadoras– de los demás: lo
propio de un poeta era y es publicar libros de poemas, quiero decir, de poemas poemas. Y hacerlo de manera regular,
cumpliendo con las obligaciones de un imaginario plan quinquenal, y si es
posible con premio de por medio, que es algo que viste mucho.
Bueno, ese libro está aquí, por fin. Se titula No estábamos allí y ve la luz en la colección La Cruz del Sur de la
Editorial Pre-Textos gracias a la generosidad de sus responsables, Manuel Borrás,
Manuel Ramírez y Silvia Pratdesaba. Unos pocos poemas del libro han ido apareciendo
ocasionalmente en revistas y páginas web, así como en Nada se pierde. Poemas escogidos, la antología que publiqué el año pasado con las Prensas de la
Universidad de Zaragoza, pero sólo ahora aparecen en el marco que he creado
para ellos. Y ese marco, por cierto, incluye en cubierta un hermoso y sugerente
dibujo a tinta del pintor asturiano Melquiades Álvarez, con quien ya tuve el
privilegio de colaborar hace tiempo en su libro Caminos. El resultado es espectacular, al menos a mis ojos. Nunca
el aspecto material de un libro ha coincidido tan plenamente con la imagen
mental que tenía de él durante su preparación.
Hace algunas semanas tuve la oportunidad
de leer algunos de estos poemas, en privado, a un grupo de escritores amigos. Dije
entonces, y lo repito ahora, que el tipo de creatividad que me permitía
escribir un libro de poemas cada tres o cuatro años estaba asociada a una forma
de vivir la literatura que había terminado por hacerme daño. Era, por decirlo
en pocas palabras, una actitud contraproducente, que iba en contra de aquello
mismo que se suponía que debía ser la escritura: un aprendizaje moral e
intelectual, una forma de hacer mejor –más intensa y plena, más benéfica– la
vida. Perros en la playa, como se
dieron cuenta los pocos lectores que tuvo, fue el fruto y el testimonio de esa
puesta en cuestión. Y este libro, No
estábamos allí, es la prolongación de ese mismo impulso, de esa etapa, que
viene durando ya unos diez años.
Voy cerrando esta nota egotista, que no
tenía otro objetivo que anunciar la publicación del libro pero que ha cobrado,
ay, un peligroso aspecto de confesión no pedida. Tengo la sensación de que todo
lo que escribo es una misma sustancia verbal, la lengua de hielo de un glaciar
que va abriéndose paso muy lentamente, y que sólo el azar de la oportunidad o
de ciertas decisiones formales va creando con el tiempo, en algún margen de esa
lengua, este o aquel volumen. A mis ojos no hay mayor diferencia entre No estábamos allí y Perros en la playa o un librito de ensayo como Zona de divagar. Las clasificaciones formales o genéricas palidecen
en comparación con el peso de las propias obsesiones, de los lastres y piedras
imantadas de la imaginación, hasta de los tics verbales.
Eso sí, los poemas de este libro se
podrán al menos presentar y leer en público sin disculpas ni aclaraciones previas,
lo que no deja de ser un alivio. De momento, me permito disfrutar con el
resultado y compartirlo humildemente en esta página. Es tiempo, por breve que sea, de celebración.
jueves, agosto 18, 2016
una bitácora / diez años
Gerhard Richter, Teide
Landscape, 1971
Regreso a esta bitácora después de un pequeño descanso, y
lo hago con un artículo que trata justamente de ella, de cómo surgió y cuál ha
sido su evolución –y la de su autor– a lo largo del tiempo. Me lo encargó la
revista Nayagua hace muy poco y
parece adecuado compartirlo ahora, cuando Perros
en la playa cumple diez años de vida. Qué barbaridad. Y sigue uno con esa
sensación –incómoda, paradójica– de no haber parado quieto y de tenerlo todo por hacer…
•
Desde que abrí Perros
en la playa, mi bitácora
literaria en la red, han pasado casi diez años. Fue en agosto de 2006, en un
momento de profundo desconcierto vital y literario, y quiero pensar que gran
parte del camino recorrido –o escrito– desde entonces no habría sido el mismo
sin el concurso de esa pizarra pública donde he ido colgando de manera
intermitente mi trabajo.
Llegué tarde al mundo del blog, o eso me parece ahora, y
cuando lo hice gran parte de mis contemporáneos y colegas disponían ya de un
espacio propio en la red. La tardanza –y el ver cómo se las arreglaban los
demás– no me dio más soltura ni más seguridad; tardé en encontrar la dicción,
el tono de voz. ¿De qué forma debía dirigirme a los posibles lectores? Antes
aún: ¿habría lectores? Parecía
aconsejable encontrar un término medio entre la informalidad excesiva –muchas
veces agravada por el desaliño expresivo y la pretensión de tratar a los
visitantes como colegas de tertulia en la barra de un bar– y la distancia
olímpica de ciertos figurones que veían la red como un instrumento publicitario
más.
El arranque, pues, fue lento, titubeante. Tuvieron que
pasar meses e incluso años para que la extrañeza inicial diera paso a una
comprensión más o menos cabal de las ventajas y limitaciones del nuevo formato.
Y sobre todo para ir encontrando ese tono que me permitiera sentirme cómodo y a
la vez alerta, sin caer en las trampas del facilismo y la autocomplacencia.
Decidí escribir como si no hubiera nadie al otro lado, como si realmente no
tuviera lectores (cosa que, por lo demás, no estaba ni está muy lejos de la
realidad). Y combinar el trabajo propio con el cuidado del ajeno, es decir: las
viñetas callejeras y cotidianas, los poemas, las notas de poética o los
aforismos con las versiones de poesía en lengua inglesa y el asedio crítico a
otros escritores. Esa variedad parecía replicar de manera bastante ajustada y
espontánea la naturaleza de mi propio trabajo literario, que desde siempre ha
simultaneado la escritura propia y la traducción, la creación y la crítica.
Como expliqué en su día en una entrevista publicada en Cuadernos Hispanoamericanos, la bitácora
me resultó estimulante sobre todo por dos motivos: «primero, a diferencia de un
artículo de revista, que suele tener una extensión determinada y estar limitada
por las características de la página o de la sección donde se incluye, me
permitía escribir exactamente lo que el asunto o mi acercamiento a él me
exigía; ni más ni menos; no había lugar para perífrasis retóricas ni glosas
espesantes […]. En segundo lugar, saber que había lectores atentos [por pocos
que fueran, añado ahora] al otro lado de la pantalla me hizo consciente de las
vetas más egotistas o solipsistas de mi escritura, así que me propuse abrir
bien los ojos y contar lo que veía, olvidarme un mucho del yo y dar cabida al
“ellos”: creo que algunas notas de Perros
en la playa tienen la virtud de llamar la atención, machadianamente, sobre
lo que pasa en la calle, escenas o personajes que despertaron mi curiosidad y
que guardan, en su brevedad, un gran potencial narrativo. […] Fue una buena
disciplina».
En estos diez años la bitácora ha generado al menos dos
libros –el homónimo Perros en la playa (La
Oficina, 2011) y una muestra de mis traducciones de poesía de próxima
aparición– y acumula más de 800 entradas (poco menos de ochenta al año de
medio, que no es un ritmo precisamente vertiginoso). Sigue siendo un espacio
modesto, con pocos pero fieles lectores, que no quiere ser más que un reflejo
de mis gustos, intereses y averiguaciones. Pero ha sido también un interlocutor
paciente que no se conforma con cualquier respuesta y que sigue exigiendo toda
mi atención. Si algo he aprendido todo este tiempo, es que sin él estos diez
años habrían
tenido un sentido muy diferente. Es algo así como el fantasma que, como en el
poema de Ashbery, no deja de reaparecer y plantear preguntas incómodas. Lo que
nos recuerda que nuestro oficio sigue siendo dar respuesta, testimonio, aunque
sea a nada o a nadie.
(publicado en la revista Nayagua, núm. 24, pp. 329-330)
sábado, julio 16, 2016
verano, descanso, eliot
Esta bitácora se toma un pequeño descanso por vacaciones. Volveremos, ella
y yo, dentro de un mes por estas fechas. Ha sido un curso largo y riguroso y la
cabeza, la verdad, no da para más. La rentrée del otoño se anuncia
apasionante y con muchas novedades, pero es pronto para adelantar nada; y casi
prefiero que el silencio de estas semanas me permita calibrar las piezas y
ordenarlas a gusto.
Os dejo, eso sí, con la versión que hice el año pasado de «El entierro de
los muertos», la célebre sección inicial de La tierra baldía de T.S.
Eliot. Se incluye en Subir al origen,
una antología didáctica y comentada de la poesía moderna occidental que ha
preparado mi buen amigo el poeta José María Castrillón y que Ediciones Trea
tiene previsto publicar el curso que viene. Creo que no estoy autorizado a
decir más. Pero sé, porque he seguido de cerca su escritura, que será un libro
importante. Y eso es todo de momento. Feliz verano.
el entierro de los muertos
(La
tierra baldía, 1922)
Abril es el mes
más cruel, exhumando
lilas de la tierra inerte, mezclando
memoria y deseo, removiendo sordas
raíces con lluvias de primavera.
El invierno nos dio refugio, cubriendo la
tierra
de nieve olvidadiza, alimentando
una pequeña vida con tubérculos secos.
El verano nos sorprendió con una breve
llovizna
cerca del Starnberger See; nos refugiamos
en los soportales
y luego, ya con sol, salimos al
Hofgarten,
y tomamos café, y charlamos largo rato.
Bin gar keine Russin, stamm’ aus Litauen,
echt deutsch.
Y cuando éramos niños, en casa del
archiduque,
mi primo, él mismo me llevó en trineo.
Yo tenía miedo. Me dijo, Marie, Marie,
agárrate fuerte. Y nos fuimos cuesta
abajo.
En las montañas se respira libertad.
Paso las noches leyendo, y en invierno voy
al sur.
¿Cuáles son las
raíces qué se aferran, qué ramas crecen
de esta escoria rocosa? Hijo de hombre,
tú no puedes decirlo, ni adivinarlo, pues
conoces tan sólo
un manojo de imágenes rotas donde el sol
bate,
y el árbol muerto no cobija, y el grillo
no consuela,
y el agua desertó la piedra seca. Sólo
hay sombra bajo esta roca roja
(ven a la sombra de esta roca roja),
y te mostraré algo distinto
de tu sombra por la mañana siguiéndote a zancadas
o de tu sombra por la tarde alzándose hacia
ti;
te mostraré el miedo en un puñado de
polvo.
Frisch weht der Wind
Der Heimat zu
Mein Irisch Kind
Wo weilest du?
«Me
diste tus primeros jacintos hace un año;
me
llamaron la niña de los jacintos».
…Pero
cuando volvimos, tarde, del jardín de jacintos,
con
tus brazos colmados y tu cabello húmedo, no pude
hablar,
y me falló la vista, no estaba
vivo
ni muerto, y quedé sin saber,
mirando
al corazón de la luz, el silencio.
Oed’ und leer das Meer.
Madame Sosostris,
célebre vidente,
estaba muy resfriada, se la tiene no
obstante
por la mujer más sabia de Europa
con una vil baraja. He aquí su carta, dijo,
el Marino fenicio, el ahogado
(perlas son lo que fueron sus ojos. ¡Mire!),
y aquí está Belladona, Señora de las Rocas,
la dama de las situaciones.
Aquí va el Tres de Bastos y aquí la
Rueda,
y aquí el mercader tuerto, y esta carta,
que está en blanco, es algo que lleva a sus
espaldas
y no se me permite ver. No encuentro
al Colgado. Cuídese de la muerte por
agua.
Veo grupos de gente que caminan en
círculos.
Gracias. Si por algún casual ve a la
señora Equitone
dígale que yo misma le llevaré el
horóscopo:
toda prudencia es poca en estos tiempos.
Ciudad irreal,
bajo la niebla terrosa de un amanecer de
invierno,
una multitud bañaba el Puente de Londres,
tantos,
nunca pensé que la muerte hubiera
deshecho a tantos.
Suspiros, intermitentes y fugaces, se
exhalaban,
y cada figura iba mirando el suelo a sus
pies.
Fluyeron colina arriba y King William
Street abajo,
donde Saint Mary Woolnoth daba las horas
con un golpe mortecino en el toque de las
nueve.
Allí vi a un conocido y lo detuve
gritando: «¡Stetson,
tú que estuviste conmigo en la batalla de
Milas!
Ese cuerpo que
plantaste hace un año en tu jardín,
¿ha empezado a
retoñar? ¿Echará flor este año?
¿O la helada repentina
ha malogrado su lecho?
¡Ah, mantén
lejos al Perro, que es amigo de los hombres,
o con uñas de
sabueso volverá a desenterrarlo!
¡Tú,
hypocrite lecteur, mon semblable, mon frère!».
Versión de Jordi Doce
miércoles, julio 13, 2016
entrevista en quimera
El escritor Álex Chico pasó por casa hace
unos meses, creo que hacia mediados de diciembre, y me interrogó largo y
tendido delante de una grabadora. El resultado, después de pasar por el filtro
de la transcripción, la edición sintética y hasta un poquito de reescritura, ve
la luz en el número doble de verano de la revista Quimera (el título, «El poema es un apagar el mundo
para encender la memoria», es en realidad una variación sobre un viejo verso de mi libro Lección de permanencia). A punto estuvo
de perderse (la entrevista, aclaro), porque esa misma noche Álex se dejó la
mochila con sus libros, cuaderno y grabadora en el maletero de un taxi. No diré
cómo logró recuperarla, porque eso lo cuenta él mismo con mucha gracia en la
introducción de nuestra charla. Por lo demás, me alegra coincidir en sus
páginas con las entrevistas a Jordi Gracia, Érika Martínez y Francisco Fuster,
y con los poemas inéditos de Ana Gorría, entre otros contenidos de un número
más que recomendable. La existencia de Quimera tiene mucho de milagroso, pero esa renovación periódica en manos de gente joven llena de ideas y entusiasmo ha sido como un seguro de vida: para empezar, ha evitado su anquilosamiento y permite que siga siendo un buen observatorio crítico desde el que mirar el presente, el aquí y ahora, de la creación literaria.
lunes, julio 11, 2016
hill, capítulo tercero
Doy por cerrada la semana dedicada a Geoffrey Hill. Y lo hago con una pequeña selección de su obra que me encargó la semana pasada la gran revista virtual peruana Vallejo & Co., o mejor dicho su editor Bruno Pólack: empieza con «Génesis», el poema que lo hizo célebre, sigue con «Canción de septiembre» y los poemas en prosa de Himnos de Mercia (1971), y termina con un par de piezas de Sin título (2006), uno de sus (muchos) libros recientes. El resultado es como examinar Marte con una sonda espacial, pero al menos da una idea del tono y las obsesiones del poeta. Buena lectura.
viernes, julio 08, 2016
lunes, julio 04, 2016
in memoriam geoffrey hill
clemátide silvestre en invierno
i.m. William Cookson
La vieja dicha del viajero aparece,
desnuda, como una flor de espino
mientras el coche enfila la ciudad entre borrosos
pormenores…
clemátide silvestre derramando la falsa simiente
de las vainas,
la tierra eyaculada, el sol y su mortaja
blanquecina,
helechos húmedos raídos sin piedad, prensados
como raspas de pescado,
y la hierba del terraplén hachada y emplumada
por la escarcha,
por todas partes desperdicios, vertidos
bien visibles
en esta aparición palidecida.
trad. J.D. / el original, aquí
La semana pasada fue aciaga para la
poesía. A la muerte el viernes 1 de julio de Yves Bonnefoy, no por anunciada
menos triste (llevaba meses muy delicado), hubo que sumarle, justo un día antes,
la de Geoffrey Hill, el último superviviente de la gran generación de poetas
británicos que saltó a la palestra durante la década de 1950 y que incluye a
Philip Larkin, Ted Hughes, Charles Tomlinson y Peter Redgrove. Hill es un viejo
conocido de los lectores de esta bitácora: aquí he publicado de vez en cuando
algún poema suyo; aquí anuncié, allá por 2006, la edición española de Himnos de Mercia que preparamos Julián
Jiménez Heffernan y un servidor y que Sergio Gaspar tuvo la generosidad de
acoger en DVD Ediciones.
Quiero escribir más por extenso sobre
Bonnefoy y Hill, unidos más acá de la muerte por indudables afinidades, pero de
momento me contento con evocar, a modo de ofrenda, este breve poema de su libro
Without Title (Sin título, 2006): una miniatura que nunca ha dejado de conmoverme,
pero que he tardado casi diez años en atreverme a traducir. Dedicado a la
memoria de William Cookson, fundador y espíritu vital de la legendaria revista Agenda, con quien tuve la fortuna de colaborar
allá por 1997-1999, «Clemátide silvestre en invierno» es un
modelo de brevedad epigramática que exhibe el talento de Hill para recrear con pulso expresionista su fascinación por el feísmo urbano y el milagro
persistente del mundo natural. El lenguaje no ha perdido un ápice de su vieja densidad
alusiva, pero ahora la imaginación ha dejado el mundo mítico y algo
medievalista de sus primeros libros para levantar un escenario digno de una
portada de música punk.
viernes, julio 01, 2016
obama, lector de eliot
En la primavera de 1983 Barack Obama era un joven estudiante de
22 años a punto de licenciarse en Ciencias Políticas por la Universidad de
Columbia en Nueva York. Como cuenta David Maraniss en su biografía del futuro
presidente de Estados Unidos, seguía escribiéndose con Alexandra McNear, su
novia en la pequeña Universidad Occidental de Los Ángeles, donde había
comenzado sus estudios. Cuando ella le comentó que debía hacer un trabajo sobre
La tierra baldía de Eliot, Obama
escribió lo siguiente:
Hace un año que no leo La
tierra baldía, y nunca me molesté en consultar todas las notas. Pero me
arriesgaré a hacer algunas afirmaciones: Eliot alberga la misma visión extática
que fluye de Münzer a Yeats. Sin embargo, nunca deja de hacer pie en el orden o
la realidad social de su tiempo. Enfrentado a lo que percibe como una elección
entre caos extático y orden mecánico y sin vida, accede a mantener separada la
pureza asexual de la cruel y salvaje realidad sexual. Y se enfrenta a ello con
estoicismo. Lee su ensayo sobre «La tradición y el talento individual», así
como Cuatro Cuartetos, donde se
muestra menos preocupado por describir la agonía de Europa, para captar el
sentido de lo que digo. Recuerda lo que te comenté de que existe cierta clase
de conservadurismo que respeto más que el liberalismo burgués: Eliot pertenece
a ese grupo. Por supuesto, la dicotomía que mantiene es reaccionaria, pero ello
se debe a su hondo fatalismo, no a la ignorancia. (Contrástalo con Yeats o
Pound, quienes, surgidos en el mismo entorno, optaron por apoyar a Hitler y
Mussolini). Y este fatalismo nace de la relación
entre fertilidad y muerte, que mencioné de pasada en mi última carta: la vida
se alimenta de sí misma. Un fatalismo que a veces comparto con la tradición
occidental. Pareces sorprendida por la ambivalencia irreconciliable de Eliot;
¿no compartes tú misma esa ambivalencia, Alex?
No está nada mal para un estudiante con problemas de identidad
racial y ansioso por encontrar su lugar en el mundo. (Ya habría querido yo
hablar así de Eliot a esa edad, con la misma finura, elogiando incluso su
modalidad de pensamiento reaccionario marcado por un fatalismo que advierte el
vínculo indestructible entre fertilidad y muerte, limitado también por una
peculiar honestidad –un «estoicismo»– que le impide aceptar respuestas fáciles
a preguntas complejas; aunque Obama, me parece, se equivoca al propinar ese
codazo reduccionista a Pound y sobre todo a Yeats). Edward Mendelson, el gran
biógrafo y crítico de Auden, cita este fragmento en un breve artículo publicado
en The New York Review of Books y lo
pone como ejemplo de lo que puede hacer la crítica literaria, o mejor dicho, de
lo que debe hacer si quiere seguir
siendo necesaria o pertinente:
Obama le pregunta a su amiga: «Pareces
sorprendida por la ambivalencia irreconciliable de Eliot; ¿no compartes tú
misma esa ambivalencia, Alex?». En vez de aislar a Eliot en una categoría social, étnica
o sexual, en vez de oír en él la voz del error político o ideológico, Obama
encuentra una honda ambivalencia que puede ser percibida por otros […]. Y en
vez de afirmar que su amiga comparte esa ambivalencia, Obama le hace una
pregunta retórica, porque nadie puede hablar con certeza de la vida interior de
otra persona, aunque la empatía permita jugar a suponerlo. Después de situar a
Eliot en su contexto histórico y literario, después de señalar lo que lo hace
único, Obama concluye mostrando cómo puede hablarle a cualquier lector individual
que esté dispuesto a escuchar. Esto es lo que la buena crítica literaria ha
hecho siempre.
A Mendelson le inquieta que un futuro
político comparta «con la tradición occidental» esa
visión fatalista de la existencia. A mí me parece más bien saludable, aunque es
posible que el joven Obama forzara un poco la nota existencialista para
impresionar a su amiga; o que siguiera bajo la sombra de sus angustias
adolescentes. Pero estoy con Mendelson en que lo importante de esa carta es lo
que nos permite vislumbrar de la calidad de una mente en un momento temprano de
su formación. Hasta cuando improvisa, el razonamiento crítico del estudiante de
políticas procede por astucia y con una conciencia exacta del valor –privativo,
irreducible– que tiene la gran poesía. Lejos de acercarse a La tierra baldía con apriorismos
estéticos o ideológicos, el joven Obama llega al extremo de reconocer su
aprecio por una clase de «conservadurismo» que mira de frente la cruz de la existencia, su reverso oscuro.
Ese joven seguramente se definiría como «progresista», pero es capaz de comprender a quienes no creen en las promesas
del optimismo humanista, esa idea de progreso infinito que no es otra cosa que
la traducción a términos laicos o profanos de la parusía cristiana.
En realidad, es algo más –y más
fundamental– que un ejercicio de comprensión. La lectura nos permite identificarnos con lo que leemos sin
dejar de ser quiénes somos; es un desdoblamiento, un diálogo con ese reflejo de
nosotros mismos que aparece al leer. Por eso decimos que la página es un
espejo; pero ese espejo no borra ni cancela nuestro ser de carne y hueso, sino
que convive con él, lo completa (de la misma manera que un espejo real nos
permite no sólo acicalarnos, sino tener una idea mucho más precisa de nuestra
apariencia física –que no siempre coincide, para bien o para mal, con la idea
que tenemos de ella cuando no podemos ver nuestra imagen).
No sé si el exhibicionismo ególatra que preside
nuestro tiempo ha podido influir en la conducta o las convicciones del actual
presidente norteamericano, pero su joven avatar sabía que uno lee no tanto para
conocerse a uno mismo –eso va de suyo, pero dicho así es como no decir nada–
cuanto para conocer a los otros, incluidos esos otros que están en uno mismo. Incluidos adversarios y antagonistas. Incluidos contrarios y extremos (la
fuerza del reconocimiento puede ser mayor en un entorno de desacuerdo). No es forzoso
que uno se haga siempre la pregunta con que Obama cerró su carta: ¿no compartes
tú lo mismo? Pero tengo la sensación, no del todo injustificada, de que podríamos
recurrir a ella un poco más.