Una
de las frases que más repito en mis clases –en realidad un tic, un recurso
instintivo del que echo mano cuando veo que los cerros de Úbeda no andan muy
lejos– es «no sé si me estoy explicando». La frase, a estas alturas, ha quedado
amortizada por la repetición y la sordera selectiva –o cómplice– de los alumnos.
Ayer, cuando me tocó explicar la greguería y el poder de extrañamiento de la
metáfora, volvió a asomar unas cuantas veces…
Supongo
que la frase surgió porque no quería recurrir al más agresivo: «¿Me seguís? ¿Se
me entiende?» (la responsabilidad de que la clase sea más o menos inteligible
no puede quedar en manos de los alumnos, o no sólo). Pero la frase me gusta por
su carácter tentativo, de prueba, que tanto me recuerda la actitud del
ensayista, ese «¿funciona?, ¿vamos bien por aquí?» con que la escritura misma
suele interrogarse a cada vuelta del camino. Ese darse la vuelta o replegar las
velas cuando la cosa no marcha y hay que probar otra ruta, otro ángulo de
ataque, otro correlato.
No
sé si me estoy explicando, es decir, no sé si he desplegado mi
manto de abalorios como es debido, de modo que se vea bien de dónde vengo, qué
mercancías traigo, qué forma de intercambio puede tener lugar entre nosotros. Quizá
incluso deba empezar de nuevo. Y esa, se me ocurre, podría ser una buena
definición del ensayo como género: que nos obliga a recomenzar una y
otra vez, todo el tiempo, pues sabe muy bien que sólo por tanteo, por
aproximación, podemos aspirar a explicarnos.