martes, junio 25, 2019

ensaya, que algo queda


Una de las frases que más repito en mis clases –en realidad un tic, un recurso instintivo del que echo mano cuando veo que los cerros de Úbeda no andan muy lejos– es «no sé si me estoy explicando». La frase, a estas alturas, ha quedado amortizada por la repetición y la sordera selectiva –o cómplice– de los alumnos. Ayer, cuando me tocó explicar la greguería y el poder de extrañamiento de la metáfora, volvió a asomar unas cuantas veces…

Supongo que la frase surgió porque no quería recurrir al más agresivo: «¿Me seguís? ¿Se me entiende?» (la responsabilidad de que la clase sea más o menos inteligible no puede quedar en manos de los alumnos, o no sólo). Pero la frase me gusta por su carácter tentativo, de prueba, que tanto me recuerda la actitud del ensayista, ese «¿funciona?, ¿vamos bien por aquí?» con que la escritura misma suele interrogarse a cada vuelta del camino. Ese darse la vuelta o replegar las velas cuando la cosa no marcha y hay que probar otra ruta, otro ángulo de ataque, otro correlato.

No sé si me estoy explicando, es decir, no sé si he desplegado mi manto de abalorios como es debido, de modo que se vea bien de dónde vengo, qué mercancías traigo, qué forma de intercambio puede tener lugar entre nosotros. Quizá incluso deba empezar de nuevo. Y esa, se me ocurre, podría ser una buena definición del ensayo como género: que nos obliga a recomenzar una y otra vez, todo el tiempo, pues sabe muy bien que sólo por tanteo, por aproximación, podemos aspirar a explicarnos.

domingo, junio 23, 2019

vida/escritura


Pienso a menudo en una conocida que es también escritora y con quien me tropecé una vez en una librería. Nos saludamos brevemente, y, cuando le pregunté en qué andaba metida, me respondió: «Bueno, estaba trabajando en una larga novela cómica, pero entonces, en mitad del verano, mi marido tuvo un accidente horrible con una sierra eléctrica y perdió tres dedos. La cosa nos dejó tan tristes, nos alteró tanto, que cuando retomé la escritura mi novela cómica se fue haciendo cada vez más lánguida y triste y deprimente. Así que lo deseché todo y empecé a escribir una novela sobre un hombre que pierde tres dedos en un accidente con una sierra, y eso –dijo–, eso está resultando de lo más divertido». (Lorrie Moore, «Sobre la escritura», 1994)

domingo, junio 16, 2019

hasta ahora


Detrás del ventanal tiene lugar un espectáculo feroz. Es la hora de los vencejos. Volando por decenas en el corazón vaciado de nuestra manzana, dando vueltas incansables como el gato que gira sobre sí mismo antes de echarse a dormir, se dan el festín de insectos con que celebran el final del día. Y justo encima, de pie en «el sombrío escalón de poniente» (la imagen es de un viejo poema de Blanca Andreu que leí hace treinta años y que no ha dejado de acompañarme), el disco perfecto y luminoso de la luna llena.

Es un anochecer cordial y balsámico de mediados de junio, pero es también, sin solución de continuidad, una imagen de novela gótica, un fotograma de serie B que exagera los detalles hasta volverse implausible. Son sólo quince, veinte minutos. Tan pronto la luz declina del lado de la noche, los vencejos levantan el vuelo y queda el espacio vacío, esta superficie irregular de claraboyas y tejados con remiendos y corralas que sobreviven, se diría, a espaldas del tiempo. También uno, de no ser por estas visiones ocasionales, llevaría una vida un poco a trasmano de todo, hasta de sí mismo.

Dicen que los gatos dan vueltas antes de acostarse no sólo para inspeccionar y aplanar el terreno, sino buscando el ángulo más propicio para captar el viento y el rastro –de presas, de enemigos potenciales– que trae consigo. Y algo así parece estar haciendo la mente mientras contempla el vuelo de los vencejos: girar olisqueando el aire, las sombras, la noche inevitable. Hasta ahora.

martes, junio 11, 2019

vigilia

 
Empiezan a reiterarse las noches de insomnio ocasional, en especial a esas horas que la jerga militar define como «tercera imaginaria»: se desvela a las tres o cuatro de la madrugada, al principio de forma muy tenue, como si fuera un sueño –un sueño barroco en el que se despierta, a veces sin remedio–, y luego con una impresión creciente de irrealidad, un mirarse perplejo desde la cama que oscila entre la intriga y la indiferencia, como si su vida pendiera de un hilo que él mismo podría romper fácilmente, o que no le importara ver roto.

Es una rara sensación de desapego; no hay angustia, o es una angustia manejable, que mantiene a distancia como en una redoma. Advierte esa fragilidad, ese hilo que podría ceder en cualquier momento, pero no le inquieta. Es como si el cuerpo se hubiera desprendido de sí mismo y se embarcara en un ejercicio de ingravidez, una liviandad que comprende también el sentir, el pensar. Entonces, como en aquel breve poema de Valente, se siente «muy próximo a la muerte». Son cinco minutos, quizá, pero tan intensos que su recuerdo le vuelve horas después, al despertarse.

A veces vuelve al sueño, un poco a trompicones y sin la sensación de estar durmiendo realmente. Otras, se despabila del todo. El hilo se rompe, pero sigue con vida y con ella comparece la angustia, ahora sí de cara, sin disimulo. Ya no hay desapego ni curiosidad, sólo un malestar nervioso que busca el alivio de un breve paseo, la visita al baño, un vaso de agua en la cocina. Pero ese hilo existió, y fue su existencia lo que le permitió desdoblarse y considerar (¿imaginar, tal vez?) sin aprensión su propia muerte. Que no es tanto un término cuanto una deriva, algo que se apaga. Un soplo y ya. Algo tan natural, o tan sencillo, como salir de la habitación.

miércoles, junio 05, 2019

instrucciones para subir una escalera


Lo veo en un descansillo de la escalera, entre dos tramos infinitos de peldaños. Un viejo conocido del albergue. Está en posición de descanso, como rendido, los brazos gandules, la lata de cerveza en una mano, el cuello flojo y suspicaz. Mira a los turistas que suben delante de él, la agilidad injuriosa de sus piernas, y el contraste con las suyas propias lo atornilla aún más a tierra. Le oigo rugir entre dientes: «Coño… estas putas escaleras…». Lo adelanto con disimulo, para no añadir sal a la herida, pero está demasiado ido para darse cuenta. Eso sí, sostiene la cerveza con mimo infinito, como si toda su atención hubiera resbalado a la mano izquierda, a esos dedos abiertos –es puro instinto– que evitan calentar la lata con el tacto.

Me lo vuelvo a encontrar una hora más tarde. Al parecer, logró salvar la pendiente y aquí está de nuevo, paseando con ceño reconcentrado por los jardines que rodean el Templo de Debod. Tiene adonde ir, o esa impresión quiere dar. Un encargo discreto, cuyos detalles sólo él conoce. La lata sigue colgando mágicamente de sus dedos. Se la lleva al morro con fruición, como si fuera el inhalador de un asmático. Quizá es que le sigue faltando aire. Me sorprende una vez más la delgadez del borracho sistemático: el rostro curtido y enjuto, los hombros frágiles. Lo miro alejarse por Pintor Rosales, solitario y resuelto. Si lo que quiere es volver al albergue, está dando un rodeo.