viernes, julio 26, 2019

t.s. eliot / east coker, 3





Ah lo oscuro lo oscuro lo oscuro. Todos fluyen hacia lo oscuro,
los vacíos espacios interestelares, lo vacío hacia el vacío,
capitanes, banqueros, eminentes hombres de letras,
generosos mecenas de las artes, estadistas y gobernantes,
ilustres funcionarios, presidentes de muchos comités,
señores de la industria y simples contratistas, hacia lo oscuro todos,
y oscuros Sol y Luna, y el almanaque de Gotha
y la Gaceta de la Bolsa, y el Directorio de directivos,
y frío el sentido, y perdido el motivo de la acción.
Y les seguimos todos al funeral callado,
el funeral de nadie, pues a nadie se entierra.
Estate quieta, le dije a mi alma, y deja que la oscuridad te anegue,
pues ha de ser la oscuridad de Dios. Igual que en un teatro
se apagan las luces y cambian el decorado
con un hueco rumor de bastidores, movimiento de lo oscuro en lo oscuro,
y sabemos que enrollan y recogen las colinas, los árboles,
el paisaje lejano y la altiva fachada,
o, cuando en el metro, un vagón se detiene en exceso entre estaciones
y la conversación se anima para aquietarse luego lentamente,
y vemos descender en cada rostro el vacío mental,
dejando a su paso el temor creciente a no tener ya nada en qué pensar;
o cuando hace su efecto la anestesia, y uno sigue consciente,
[aunque consciente de nada.
Estate quieta, le dije a mi alma, y espera sin esperanza
pues la esperanza sería esperanza de lo indebido; espera sin amor,
pues el amor sería amor de lo indebido; queda la fe, no obstante,
pero fe y amor y esperanza residen en la espera.
Espera sin pensar, pues no eres capaz de pensar aún:
y así la oscuridad será la luz, y la quietud el baile.
Murmullo de arroyuelos, y el fulgor del relámpago en invierno.
El tomillo invisible y la fresa silvestre,
la risa en el jardín, éxtasis no perdido
que resuena y requiere, marcando la agonía
de la muerte y el nacimiento.

Afirmas que repito
algo que ya he dicho. Lo diré otra vez.
¿Lo diré otra vez? Para venir allá,
para venir adonde estás, para salir de donde no estás,
   has de ir por donde no hay éxtasis.
Para venir a lo que no sabes
   has de ir por donde no sabes.
Para venir a lo que no posees
   has de ir por donde no posees.
Para venir a lo que no eres
   has de ir por donde no eres.
Y lo que no sabes es lo único que sabes
y lo que posees es lo que no posees
y donde estás es donde no estás.


Trad. J.D. (2001) / el original, aquí.

miércoles, julio 10, 2019

el otro mundo


También para quienes vivimos en la ciudad, el verano es la estación de los insectos: dejamos la ventana abierta y tarde o temprano se nos cuelan moscas, mosquitos; las hormigas brotan como por ensalmo de la tierra de macetas y jardineras y la silueta de una araña aparece en el blanco esmaltado de la bañera; va uno por la calle de noche y las cucarachas infestan las aceras en las inmediaciones de fuentes y bocas de alcantarilla… Esta tarde, mientras el cielo se oscurecía con nubes de tormenta y agua pesada, arenosa, volví a ver las alúas u hormigas aladas que salen a fundar nuevos hormigueros: un recuerdo de la infancia que venía a mí intacto, sin mella ni alteración. Sentimos la presencia de una mosca en casa porque los gatos se encogen y erizan y quedan como suspensos, sin atreverse a dar el salto fatal; son la prueba viviente de que la duda o la vacilación constantes –ese mirar hipnotizado a lo alto que es incapaz de rematar la faena– nos convierten en estatuas de nosotros mismos.

En uno de esos sueltos llenos de sugerencia que cultiva últimamente, el ensayista Iain Bamforth cita a Elias Canetti para recordarnos que los insectos son los verdaderos «proscritos», los «únicos seres vivos que matamos sin vergüenza ni reparo». Y añade:

Son lo que el escritor Georges Bataille denominó l’informe, una categoría del ser que carece por completo de derechos. Matar insectos que nos molestan es un reflejo casi universal, salvo quizá entre los jainas y otros grupos religiosos de la India.

Creo que Bamforth exagera un poco. Es verdad que los insectos habitan otro mundo que apenas si somos capaces de imaginar. Y que, cuando lo hacemos, como en esas historias de terror o fantasía que pueblan nuestros sueños de serie B (la araña con la que lucha el «increíble hombre menguante», el hombre-mosca de Kurt Neumann y David Cronenberg en La mosca, el personaje de Ella-Laraña en El señor de los anillos, las hormigas gigantes de ¡Ellas!), ese mundo se vuelve monstruoso y repugnante—hasta el punto de que solemos concebir al alien, al ser de otro mundo, con morfología y costumbres de insecto, o al menos de insecto cruzado de reptil, criando huevos o almacenando larvas viscosas y amenazantes… Escribí una vez que «la naturaleza, por lo general, consigna lo horrible al reino de lo diminuto» y que «ha sido [quizá] tarea del hombre ampliar la escala de lo horrible para atender a sus propios miedos». A eso se refiere el propio Bamforth cuando recuerda que las especulaciones futuristas de Lem «rebosan de insectos, a menudo ominosos y repulsivos». Por no hablar de la dimensión supuestamente «robótica» de sus acciones: seres incontables, casi infinitos, que cumplen su función en el ciclo de la vida y hacen lo que deben o se espera de ellos de manera mecánica, sin emoción. (Por eso mismo he dejado de lado, en este recuento, las series o películas de dibujos animados –Antz, La abeja maya–, que tienen más que ver con el afán del adulto contemporáneo de crear un mundo de colores vivos y amables para sus hijos, una fantasía moralizante).

Cualquiera que haya visto a una mosca darse de bruces con el cristal de la ventana sabe que los insectos también pueden expresar miedo y desesperación, por ejemplo. En todo caso, es verdad que nos mantenemos a una distancia prudente de ellos: nos los tocamos, o casi, tendemos a evitar toda intimidad con ellas salvo, tal vez, en la infancia, que es cuando más cerca vivimos de la tierra. No obstante, antes que matar una mosca que ha entrado en casa, prefiero perder cinco minutos animándola a que salga por la ventana abierta. Las arañas en la bañera son más complicadas, pero he renunciado, por piedad, al viejo recurso de ahogarlas con el chorro de la ducha. Un hormiguero está para que lo dejen en paz, y siempre me indignó esa compulsión de ciertos niños crueles de hacerlo arder o humear con un cigarrillo.

(Hablamos de Occidente, claro. En nuestro mundo urbano y aséptico parece que hasta los insectos se hayan domesticado ligeramente, y nos horroriza leer historias de avispas asiáticas que colonizan una granja o son capaces de provocar la muerte con su aguijón. Y hemos dejado de asociar la picadura del mosquito con la transmisión de enfermedades, salvo en el caso de la leishmaniosis en perros).

Quizá porque los insectos son eso «informe» de Bataille, lo radicalmente extranjero según Bamforth, es la poesía la que nos ha permitido cantarlos, alabarlos o simplemente dialogar con ellos. Ahí está, por ejemplo, la célebre pulga de John Donne, que es «el lecho nupcial y el templo» donde se «mezclan las dos sangres» de los amantes. Donne se recrea en sus analogías y llega al extremo de reprochar a su amada que haya aplastado a la pulga con sus dedos: «Cruel y rápida, ¿acaso enrojeciste / tus uñas con la sangre de inocentes? / ¿De qué puede esta pulga ser culpable / excepto de la sangre que te extrajo?» (la traducción es de Carlos Pujol).

Más cerca en el tiempo, Antonio Machado supo ver en las moscas a «familiares inevitables, golosas», «amigas» que, sin laborar como abejas ni brillar como mariposas, son capaces de acompañarnos y, por tanto, de evocar con su sola presencia las vueltas y revueltas de la vida. El poema es, además, una canción que es un diálogo: vosotras, moscas vulgares, etc. El trabajo en las colmenas y la vida de las abejas fueron un motivo de fascinación para Sylvia Plath en el verano de 1962, poco antes de su muerte. Y, todavía entre nosotros, José Corredor-Matheos ha escrito versos inequívocos:

Cuando ves una hormiga
en el camino
procuras no pisarla.
Si acaso la mataras,
por descuido,
habría de menguar el universo…

El poeta es un espíritu franciscano que conoce las lecciones de Buda y percibe a cada paso, como en el poema de Guillén, la integridad del planeta. Yo mismo, con un ojo puesto en Donne, escribí hace quince años un poema en el que, saludando a un mosquito, me resignaba a ser despojado de esa ración de sangre –la dosis, más bien– que necesitaba para vivir: «Y volverás a alzarte por el aire / satisfecho y sin rumbo, algo borracho, / con un pico de sangre adormilada». Claro que una cosa es la idea y otra, muy distinta, el resultado final.        

Hay más ejemplos, y todos nos recuerdan que la poesía ha sido benigna y hasta atenta con estos «proscritos», como los llamó Canetti. Quizá –siguiendo al autor de La provincia del hombre y su idea de que la poesía es el «espacio de la metamorfosis» (ya la he citado en estas mismas páginas)– la razón estribe en que el poema nos permite convertir al insecto en otra cosa sin dejar de recoger o plasmar su presencia misma, su ajenidad. Nos permite darle una doble vida, por así decirlo. Y en esa segunda vida podemos deslizar algo de nosotros mismos sin los peligros a los que se exponía Jeff Goldblum en La mosca. La transferencia de ADN sólo tiene lugar en nuestra imaginación—que es, como casi siempre, la potencia que se rebela contra nuestros prejuicios o nuestras ideas preconcebidas. Esa idea, en este caso, no es sino la sospecha de Bamforth de que «nuestra decisión, hace mucho, de que los insectos resultaban incomprensibles [nos dio permiso] para dejar de pensar en ellos».

martes, julio 02, 2019

sobre el aforismo


Jamás he tenido la impresión de escribir aforismos, ni mucho menos de ser eso que ahora se llama aforista (creo incluso que la palabreja sigue sin tener curso legal en la RAE). Sé que en mi juventud me fascinaban, como no han dejado de hacerlo desde entonces, los textos discontinuos, los libros de fragmentos, de líneas o párrafos sueltos y arropados por grandes espacios en blanco. Era una atracción más visual que conceptual, desde luego, aunque ese gusto temprano del mirar por las manchas de tinta debe de decir algo sobre mi forma de leer, de acercarme o entender el texto. Quizá fuera la atracción de un saber que uno intuía ahí, cifrado en aquellas manchas, el imán de una brevedad que parecía condensar o concentrar recorridos más amplios. Quizá fuera que uno adivinaba, como una sombra parapetada detrás de los espacios en blanco, la tercera dimensión del tiempo, esa penumbra de limos en suspensión que avanza con las aguas del río.

La provincia del hombre de Canetti en la vieja edición de Taurus; los dos volúmenes de los Carnets de Camus publicados por Alianza; los Aforismos (estos sí) de Lichtenberg en la colección «Breviarios» del Fondo de Cultura Económica (no me daba cuenta, entonces, de que el traductor era Juan Villoro); la edición de Ideolojía en Anthropos; pero también los poemas de Jacques Dupin en la colección color crema de Cátedra, ciertos pasajes de La invención de la soledad de Paul Auster… El fragmento era o se me volvió talismánico por muchas razones: su intensidad, su capacidad de sugerencia, su aura de pecio salvado del naufragio, pero también ese don refinado para articularse en unidades superiores y dialogar de manera oblicua o intermitente con sus alrededores.

Justamente lo que menos me interesaba de aquellos fragmentos era su sospechosa facilidad, en otros autores, para convertirse en máxima, sentencia grave (grave the sentence deep, como escribió con ironía William Blake, jugando con el otro sentido del vocablo inglés «grave»: «tumba»). Me parecía una reducción no solo injustificada, sino deprimente, de su capacidad polisémica y su ambigüedad, que es como decir su potencia poética. Y así vamos llegando a uno de los meollos del asunto, que es el peso que la poesía, la imaginación poética, tiene en la configuración y el desarrollo del fragmento… y, por extensión, del aforismo.

Recuerdo el tono agresivo y hasta impertinente con que reseñé, en su día, El cazador de instantes, un libro de aforismos que Rafael Argullol publicó en Destino allá por 1996. Era joven, ignorante (es decir, atrevido) y tenía la mala costumbre de escribir lo que pensaba, pero recuerdo dos aspectos de aquel libro que aún ahora me inspiran desconfianza: el autor había numerado cada aforismo, de modo que el libro adquiría un aire equívoco de misal o devocionario laico; y la prosa estaba perfectamente redondeada, con una sintaxis ampulosa que no dejaba ningún fleco, ningún cabo suelto. El número parecía un podio sobre el que aforismo se incorporaba para enunciar una verdad que se quería profunda, grave, pero aquel joven lector solo tenía ojos para el ritmo y el acabado de la prosa. Y ese ritmo y ese acabado daban una impresión de solemnidad que resultaba contraproducente: barniz para las piedrecillas de la obviedad.

No he vuelto al libro de Argullol (de quien he leído con placer y admiración muchas otras páginas), pero si lo menciono aquí es porque su forma de concebir o realizar el aforismo estaba en las antípodas de mi ideal: el filo mellado de lo incompleto; el chispazo de lo que surge por capricho, sin deliberación; su insolencia y gratuidad; su rechazo de cualquier forma de énfasis y su carácter asistemático (escribió una vez el poeta Antonio Martínez Sarrión, y es frase que no he olvidado desde entonces, que el aforista debía tener «un talento de síntesis fulgurante y la ductilidad de un danzarín»). Si el aforismo enuncia una posición moral, lo hace no de manera deliberada o explícita, sino por ser justamente escritura al margen, volandera. Creo que por eso nunca he publicado un libro de aforismos en sentido estricto: Hormigas blancas y Perros en la playa son cuadernos de campo que incluyen anotaciones de diario, reflexiones más o menos ensayísticas, viñetas costumbristas, notas sueltas, fragmentos y aforismos, todo en alegre revoltijo, sin mucho orden y desde luego sin jerarquías. Son libros que se pretenden cercanos a la vida, no solo por el tono o los temas de muchas anotaciones, sino por su misma estructura fronteriza, heterogénea, ese revoltijo fatal que suele ser –en correspondencia– nuestro día a día.

Y volvemos por ese lado a la poesía, claro. Porque si la poesía es un ingrediente del aforismo como punto de partida (ese saber mirar o estar en el mundo que distingue al poeta), lo es también como horizonte, como inclinación afectiva: los aforismos ajenos y propios que más valoro aspiran a la condición de poesía y se dejan imantar por ella; son como limaduras que al saltar por los aires y recolocarse dibujan el retrato de los deseos y obsesiones de su autor.

Dice el poeta canario Francisco León que «los aforismos no pueden ser tomados como leyes para los demás, sino como expresiones de deseo para quien los escribe». Es así, exactamente. Y esa «expresión del deseo», por la misma fuerza o justeza de su decir, se inserta en la textura del deseo de los lectores. La verdad del aforismo depende directamente de la felicidad de su expresión, sí, pero se nos impone porque la imaginación que lo anima habla el lenguaje del deseo, es decir, habla con el deseo del lector y lo despierta. El aforismo no existe para enunciar leyes ni presuntas verdades universales, sino para alumbrar –dar a luz– ese nudo confuso de afanes, obsesiones y heridas mal cicatrizadas que nos constituye. Es algo profundamente personal que, sin embargo, en virtud del carácter social del lenguaje, termina implicando a otros. Y esos «otros», por definición, siempre serán minoría, una comunidad de soledades y afinidades electivas que se reconocen mutuamente entre el gentío.

Debo añadir, por último, que nunca me ha gustado leer aforismos sueltos, aislados, esas frases de almanaque que solían aparecer en nuestras libretas escolares y ahora infestan las redes sociales. Creo sinceramente que el aforismo necesita y hasta exige acompañantes, ser una hormiga en el desfile y no una miga de pan abandonada. El contexto, en este caso, lo es todo. Quizá porque el efecto del aforismo –su sentido– es cumulativo, como las gotas calcáreas que terminan formando la estalactita. Pero también, y más importante, porque el libro es el resultado de un proceso por el cual escritura y vida deciden, no siempre de buen grado, qué puede decirse, qué debe ir dentro y qué fuera. Y eso, lo de fuera, es lo obstinado, lo irreducible, lo que no puede masticarse ni disolverse en palabras y nos obliga a seguir escribiendo. El proceso se prolonga en el tiempo, se vuelve tiempo, y todo lo que contiene se vuelve más legible, más comprensible, cuando se observa en conjunto, en ese marco temporal que crece y se abre sin dejar de hospedarnos. El contexto lo es todo porque es nuestra vida, escrita y no escrita. Y ahí seguimos.