Sobre el poder de la palabra.
Veo en las noticias el testimonio del asesino confeso de una muchacha, un caso
de gran repercusión mediática. El hombre cuenta con torpeza que él no pretendía
matarla, que fue un error, que sólo quería callarla o asustarla o dejarla
inconsciente –la había confundido con otra y temía ser delatado. Pero ejerció
una presión desmedida con las manos en el cuello de la víctima y entonces,
cuando quiso darse cuenta, ella –y aquí se detiene, titubea un instante– «…
estaba… parada… inmóvil». Han pasado más de dos años desde el día del crimen,
pero el hombre sigue sin ser capaz de hablar claro, de decir «muerta» en voz
alta. Un síntoma de cobardía que lo delata, sí, pero también la confirmación de
que ciertas palabras son un reflejo demasiado literal o preciso de nuestros
actos. La lengua no es como los ojos, no puede mirar a otro lado, pero cuenta
con eufemismos que le hacen el trabajo sucio. La sinonimia –lo saben bien los
poetas y los abogados de la acusación– puede ser un pariente pobre y algo
vergonzante de la mentira.
BITÁCORA DE JORDI DOCE. Mis últimos poemarios son En la rueda de las apariciones. Poemas 1990-2019 (Ars Poetica, 2019) y No estábamos allí (Pre-Textos, 2016). Además de traducir la poesía de William Blake, Anne Carson, T.S. Eliot y Charles Simic, entre otros, he publicado los cuadernos Hormigas blancas y Perros en la playa, y los libros de artículos y de crítica Imán y desafío, Curvas de nivel y Las formas disconformes. He reunido mis versiones de poesía en Libro de los otros (Trea, 2018).
viernes, noviembre 29, 2019
domingo, noviembre 24, 2019
la lección
M. me cuenta pequeñas historias de crueldad de su
infancia: niños que prendían fuego a hormigueros, un amigo de su padre
empalando un grillo con un junco, la visión de un perro desnutrido en la
trasera de su casa… Recuerdos de un pueblo del Maresme en los años setenta. Mi
infancia fue enteramente urbana –a diferencia de muchos compañeros de clase, yo
no tenía una «aldea» a la que ir en verano o los fines de semana– y mis
primeras experiencias de crueldad con los animales son algo posteriores, de la
primera adolescencia: pedradas certeras a las lagartijas que corrían por las
tapias de los chalecitos de Viesques, excursiones a los descampados de La
Camocha para fumar y tirar piedras –siempre las piedras– a los aguarones
o ratas de agua que asomaban entre la maleza o en la base de las zanjas, cosas
así… Pero hay un recuerdo anómalo, casi pueril, que no logro quitarme de la
cabeza. El apartamento en el que vivíamos, un noveno piso, estaba pegado a un
sector de la azotea que mi madre había convertido en jardín, y en aquel jardín,
cada cierto tiempo, aparecían los caracoles. El voladizo de la azotea era un
plano inclinado tapizado de azulejos diminutos –teselas blancas que pronto, con
el viento y la humedad, empezarían a desprenderse, para desesperación de la
compañía de seguros– y una tarde de verano mi padre, que esperaba visita, se
puso a «jugar» con los caracoles: primero los colocaba por parejas en la
pendiente, a media altura, y daba inicio a la carrera; luego, cuando el caracol
ganador había avanzado los centímetros de rigor, lo levantaba de su sitio y lo
ponía de nuevo en la línea de salida. Hizo esto cuatro o cinco veces. La
lección de Sísifo en riguroso directo. Yo tenía once o doce años y no
comprendía, la verdad, cómo mi padre, ese hombre tan serio y poco expresivo,
parecía divertirse con aquel juego. Pero el caso es que sonreía, eso lo recuerdo
bien. Y que alguna vez, cuando empujaba al caracol perdedor al vacío, soltó una
risita nerviosa. La cosa debió de durar diez o quince minutos, no más –hasta
que llegó la visita y mi padre entró en casa. Sería exagerado llamarlo
crueldad, lo sé, pero tampoco se me ocurre otra palabra. Y sólo desde ella
puedo explicarme la persistencia del recuerdo.
jueves, noviembre 21, 2019
entre
Mañana viernes se
presenta en Oviedo el número 18 de la revista de creación y crítica Anáfora,
que dirigen desde Asturias Pablo Núñez y Candela de las Heras. Se incluye en
sus páginas una larga entrevista que el joven poeta Carlos Iglesias Díez me
hizo este verano (por escrito) a propósito de La puerta verde y que
recoge algunas de las ideas que exploramos en la presentación del libro en
Oviedo.
Como tiendo a ser
prolijo y hasta exhaustivo, la entrevista original se me fue de las manos y
hubo que «cortarla» ligeramente. No me resisto a compartir uno de los
fragmentos que han quedado fuera. No solo es el más autobiográfico de todos,
Burnside mediante, sino que rima –me parece– con el tono de algunas entradas
recientes de este blog (en realidad, las explica parcialmente). Aprovecho para
agradecerle a Carlos Iglesias su interés y su lectura atenta. No fue fácil
responder a algunas de sus preguntas, pero el esfuerzo valió la pena.
En tu glosa de la poesía de John Burnside, haces referencia a esos
espacios suburbiales donde no están bien definidos los límites entre el campo y
la ciudad, el adentro y el afuera, el transcurso del tiempo y su detención. Son
escenarios frecuentes en tus propios poemas («Paris-Texas», «Highland», «Lugar
del amor», «Desierto de los Monegros», «Invernal», entre otros muchos) y en los
de los autores a quienes traduces. ¿Qué significan para ti esa clase de
«no-lugares»? ¿Crees que su carácter mestizo y fronterizo guarda alguna
similitud con el proceso de traducir?
Creo que tienes razón al señalar esa correspondencia entre mi interés
por Burnside y mi fascinación por esos lugares intermedios, esos espacios
suburbiales que ya aparecen en un libro tan temprano como La anatomía del
miedo («Carver Street» es otro ejemplo que me viene a la cabeza). Por un
lado, es una fascinación de orden fotográfico y cinematográfico: crecí con toda
esa mitología norteamericana del cine y el rocanrol (desde Badlands de
Malick a Paris, Texas de Wenders pasando por la mirada urbana de
Cassavetes o el primer Scorsese). Esa imagen de la «tiniebla en el confín de la
ciudad», por citar el célebre disco de Springsteen, ha sido icónica para mí.
Pero hay también una raíz de índole biográfica: cuando llegué a Sheffield en
septiembre de 1992, la ciudad salía de una crisis socioeconómica y de identidad
muy intensa por culpa del nuevo orden thatcheriano. Parecía un escenario de una
película de Ken Loach. La ciudad se extendía en infinitos barrios residenciales
a partir de un centro diminuto, tomado por franquicias comerciales, bloques de
oficinas y edificios administrativos. El campus de la universidad era un
segundo foco de actividad que rivalizaba con el centro de la ciudad, y recuerdo
muy bien que entre esos dos nudos se extendía una red de calles y callejas casi
vacías, sin apenas comercios ni viviendas: solares abandonados, viejos garajes
y fábricas de ladrillo rojo, edificaciones de la época victoriana que habían
albergado talleres, almacenes, destilerías… Te confieso que dediqué muchas
tardes a caminar por esos barrios, fascinado. Y no tardé en establecer una
correspondencia entre ese Sheffield decadente y el Gijón post-reconversión
industrial, esas zonas del Gijón portuario y suburbial que se extendía hacia
Veriña… Llegué a escribir un libro de poemas con el título de Las ciudades
rotas a partir de esta correspondencia. Los poemas no eran gran cosa y el
libro quedó inédito (o lo destruí, no me acuerdo bien).
Esos lugares entre, esos espacios intermedios (no me gusta
mucho la expresión no-lugar, o al menos me parece más apropiada para
ámbitos como los pasillos y las salas de espera de los aeropuertos, por
ejemplo), siempre me han seducido. Y los sigo buscando una y otra vez aquí en
Madrid; me doy cuenta al leer muchas de las entradas de mi blog. Me parecen
espacios llenos de posibilidades, espacios a medio hacer que la imaginación
puede colonizar más ampliamente. Supongo también que son espacios que convienen
a mi soledad o mi misantropía… Además, el que sean lugares humanizados (y
también, en ocasiones, fuertemente urbanizados) hace que el tipo de apertura,
de iluminación, que ofrecen tenga una fuerza muy particular. A veces me parece
que escribo porque no puedo ser pintor…
Respecto a esa analogía que estableces entre mi búsqueda de esta clase
de lugares y mi trabajo como traductor, la verdad es que no lo había pensado.
Está bien visto. En general, nunca me ha gustado aparecer en primer plano o
estar en el centro de la escena: prefiero los márgenes, la banda, el pasar
ligeramente desapercibido. Si a eso le sumas el componente didáctico, el afán
de compartir descubrimientos… Si hubiera una explicación psicológica para lo
que hago, o cómo lo hago, iría por ahí.
lunes, noviembre 18, 2019
novedades
Quiere la
casualidad que una parte importante de los trabajos que he ido haciendo estos
meses vean la luz ahora, en noviembre, ¡todos a la vez! Hago recuento por si algún
lector curioso tiene interés o ganas de acercarse a esas páginas:
En el número 431
de la revista Quimera aparece un extracto de un libro de notas en
preparación –supongo que el sucesor de Perros en la playa– con el
título de «Poética del sonámbulo».
El dossier central del nuevo número de Turia está dedicado
al gran poeta polaco Zbigniew Herbert. El dossier, coordinado magistralmente por
Xavier Farré, recoge el trabajo de hasta quince autores, incluido mi artículo
«La piedra y la perla» (en la sección de inéditos aparece también un poema
reciente, «Secuela»).
El poeta Carlos Iglesias Díez me entrevista por extenso –una entrevista
más escrita que hablada, en realidad– en la revista asturiana Anáfora a propósito de
mi libro de ensayos La puerta verde.
He escrito el
prólogo del nuevo libro de Raúl González García, su segundo poemario, Fuga
de nieve, que acaba de ver la luz en Verbum. Un libro que preserva como
pocos la frescura y la intensidad casi alucinatoria de las visiones juveniles,
y que profundiza en el surco abierto por los poemas de Los fuegos del
agua.
También es de
ahora mismo la antología bilingüe (español / inglés) Streets Where to Walk
is to Embark. Spanish Poets in London (1811-2018), editada por Eduardo Moga
y traducida por Terence Dooley para la editorial Shearsman Books, que recoge
una muestra amplísima de los poemas que escritores españoles de dos siglos
hemos dedicado a Londres. Mi trabajo aparece representado con el poema «Días de
1998», que recuerda la hospitalidad –y la compañía– de mis viejos amigos Maria
Cristina Fumagalli y Jon Dean.
viernes, noviembre 15, 2019
quicio
Estos
gorriones que picotean entre arbustos son los mismos que el año pasado. También
los perros, que se renuevan cada curso sin dejar de ser idénticos. Pinos y
cedros y arces y abedules son los de siempre, no se han movido de su sitio. Y
así la hierba, el agua del estanque, los colores de la rosaleda… Sólo nosotros
–testigos inquietos, insatisfechos, reos de una impaciencia que patina sobre la
superficie de las cosas– crecemos y cambiamos, nos salimos del quicio, no
coincidimos con nosotros mismos.
martes, noviembre 12, 2019
el resplandor
Subo
con Layla al parquecillo del Templo de Debod. El día es hosco y frío, con
ráfagas de un viento húmedo que se mete en la ropa y en la piel. La bobina del
cielo se deslía y arrastra nubes inconstantes, que a veces se acumulan en forma
de bolsa gris y proyectan una luz plateada que agrava aún más el frío. Las
grandes piedras del monumento respiran con indiferencia. Paseo contraído, con
las manos en los bolsillos, mientras la perra se dedica a perseguir a las
palomas y a olisquear los arbustos. Las palomas echan a volar sin queja ni
aspavientos, asumiendo el acoso perruno como parte del orden natural de las
cosas. Se apartan y siguen con su paso tranquilo y su zureo.
Arriba,
la claridad del cielo parpadea sobre las ramas oscilantes de los árboles y va
alternando franjas de luz con otras de sombra. Es como si las destrenzara o les
sacara brillo. Ventadas. Pienso en la palabra inglesa gust, que es
justamente eso: racha, ráfaga (de viento). Una palabra glotal y oscura, que se
forma casi en la nuez, y que más parece la exhalación de un fuelle gastado. Veo
las ramas de los árboles, esas puntas que por momentos brillan cuando el sol se
impone, nunca por mucho tiempo. Y tengo la impresión de que ahí, por alguna
razón, ha asomado tímidamente la desnudez del mundo, su presencia, ese modo que
tiene de hablarnos cuando se desprende de sus nombres. Ahí está, en el dorado
de las piedras egipcias o en la humedad de la tierra negra o en lo más alto de
esas ramas iluminadas. Como una cucaña por la que tendré que trepar y
arrastrarme si quiero un poco de su resplandor.
sábado, noviembre 09, 2019
lengua del sueño
Semana de sueños
vívidos, extravagantes. Incluido alguno de esos que tengo muy de vez en cuando
y que he dado en llamar «sueños lingüísticos». En esta ocasión, estaba en
Londres, en un pub enorme –recuerdo que se llamaba The Black Tavern, un local
familiar, con muchos niños y zonas de juego–, y al bajar una escalera que
sobrevolaba la barra me fijé en unos bocadillos rellenos, algo así como
nuestros montaditos, que uno de los camareros iba cortando en dos mitades.
Entonces un amigo me comentó que eran una especialidad cockney y que la
gente los conocía como «samed equals»…
¿De dónde sacaría
yo ese término, que (por cierto) me parecía perfectamente plausible en el
sueño? ¿Y por qué en inglés? Para empezar, es un pleonasmo, como decir «los
mismos iguales» en español. Solo que la imaginación toma el adjetivo «same»
y lo convierte en participio: «samed», «mismado». Así que aquellas
mitades de bocadillo no eran sólo iguales, sino que habían sido «mismadas»,
igualadas activamente. Como pulidas y cepilladas para ser copias perfectas de
su otra mitad.
El recurso al
inglés me intriga, pero no me extraña. O no demasiado. Al fin y al cabo, es uno
de mis idiomas de trabajo, y mi trabajo tiene que ver con las palabras. Aun así,
el detalle de que sea un término cockney me hace gracia. Nunca me
interesó esa jerga y nunca me molesté en aprenderla. Veo que hasta en sueños
hago trampa y busco disculpas para mi ignorancia.
lunes, noviembre 04, 2019
boris a. novak / poemad
Boris Novak
leyendo en el Auditorio del Centro Cultural Conde Duque,
Madrid, 27 de octubre
de 2019, dentro del festival PoeMAD
La escritura del
poeta esloveno Boris A. Novak, de la que hemos tenido noticia en España gracias a la antología El jardinero del silencio y otros poemas (trad. Laura Repovš y Andrés Sánchez Robayna, Galaxia Gutenberg, 2018), obedece a dos impulsos de distinta naturaleza
que, sin embargo, se complementan con maestría: por un lado, una intensa
preocupación formal, o mejor dicho, una voluntad de experimentación y hasta de
juego que trata de incorporar a la tradición poética eslovena, relativamente
joven –apenas tiene dos siglos–, todo el repertorio formal de la gran lírica
europea, que amplía y enriquece con sus propios hallazgos; por otro, una
tensión moral y hasta política que no ha dejado de indagar, a lo largo de los
años, en los vínculos entre lo personal y lo colectivo, memoria y presente,
imaginación y conciencia.
Hablar de los
Balcanes, como sabemos, es hablar de un territorio que ha estado en primera
línea de fuego de la historia europea reciente –desde hace por lo menos un
siglo– y en el que se han ejercido actos de violencia y destrucción masiva cuyo
eco sigue repicando entre nosotros. Nadie que haya vivido estos sucesos, y
menos alguien que ha hecho de la relación con las palabras su razón de ser,
puede salir indemne de esta experiencia. Como decía T. S. Eliot en su poema
«Gerontion», «después de tal saber, ¿cuál perdón?». La poesía ha sido la manera
de modular y expresar este sentimiento de piedad, rastreando en la memoria
personal y familiar y en la historia colectiva las claves del desastre,
resucitando lugares y destinos humanos, inyectando en la escritura lírica algo
del aliento épico y narrativo que está en los orígenes de nuestra poesía. Pero
no adelantemos acontecimientos.
Nacido en 1953 en
Belgrado, Novak fue un niño bilingüe –como recuerda su traductora Laura Repovš,
«el serbio era la lengua de su primer entorno y el esloveno la lengua
de casa»–, pero al regresar con su familia a Liubliana en la adolescencia y descubrir
su vocación literaria, decidió que el esloveno sería «su única lengua poética».
Hasta mediados de la década de 1980, su trayectoria es la de un joven poeta con
intereses en la filología comparada, la dramaturgia, la traducción y el trabajo
editorial. En 1987, entra a formar parte del consejo de redacción de Nova
revija, revista de literatura y pensamiento que tuvo una enorme influencia
en los años finales del régimen comunista y en el proceso de democratización de
Eslovenia. Con la independencia, que se logró a principios de julio de 1991, Novak
se vinculó al PEN Club de su país, desde donde organizó, entre otras labores, una
celebrada acción humanitaria en favor de las víctimas del sitio de Sarajevo.
Su compromiso político, sin embargo, no ha restado
un ápice de firmeza a su compromiso literario, que se traduce desde hace
cuarenta años en numerosos libros de poemas y ensayo, trabajos de traducción y
una continua actividad docente. Novak ha tocado casi todos los temas –el amor en
sus libros Alba y Fulguración, el desastre de la guerra en Cataclismo y Maestro del insomnio, la memoria personal y familiar en Eco y Ritos de despedida, la historia en Pequeña Mitología Personal–, y lo ha hecho en las formas más
diversas, desde el poema breve de inspiración oriental o cercano a la greguería
ramoniana hasta el poema extenso de tonos épicos –escrito en una revisión personal
del terceto encadenado de Dante–, pasando por el soneto, la canción, el
epitafio, la enumeración anafórica o la albada provenzal. Aquí caben
desde el monólogo dramático a los ejercicios de écfrasis o los poemas en prosa
con voluntad narrativa y vagamente surreal. También el humor, un humor tierno como
el de «Trapología», el poema que abrirá su lectura de hoy. Es difícil que un simple
recital pueda hacer justicia a la amplitud y la variedad de esta escritura,
pero su rigor formal, aprendido muy pronto en la poesía clásica europea, hace
que su trasvase a nuestro idioma sea más fácil, más persuasivo. Con ustedes, el
poeta Boris Novak.
•
Algunos de los poemas que Boris Novak leerá en la
segunda parte de su lectura son sonetos o modulaciones personales de esta forma
clásica, capaz de renovarse y escapar a la acusación de irrelevancia que
parecía haber caído sobre ella. Estas variaciones consisten a veces en
estrambotes que expresan la pasión numerológica de su autor; o, mejor dicho, su
gusto por el juego. Por ejemplo, añadiendo dos pareados después de los tercetos
finales, o incluso dos versos sueltos después de esos pareados, de tal forma
que el poema se va adelgazando visiblemente conforme desciende por la página. El
soneto, lejos de ser la antigualla que cierta modernidad superficial ha
denunciado, se vuelve aquí flexible y apto para expresar los infinitos matices
del sentimiento amoroso, o bien el laberinto de claroscuros de la conciencia
moderna… Detrás de estas decisiones está el convencimiento firme de Novak de
que la poesía es una cadena de maestros y modelos que no reconoce el paso del
tiempo y nos hermana más allá de fronteras lingüísticas y culturales. Por ahí cabe
entender la reivindicación que nuestro autor hace de la rima –que ha definido
como «beso de palabras»–, capaz de juntar dos términos cuya semejanza sonora hace
más visible aún más la distancia, la discrepancia, entre sus significados. Esa
es la tensión poética que hace más real la realidad, que añade nuevos cuartos y
pasillos a la casa del vivir, que ilumina lo que ni siquiera sospechábamos que
estaba ahí. Ese es el modo en que la poesía, y Novak lo sabe muy bien, nos instala
en el centro de nuestra propia vida.
Exilio
Ninguna estrella puede ya ayudarme.
Miro cómo se hiela el cielo norte,
el sur se esconde. Las ciudades blancas
en que crecí se van desvaneciendo
tras el muro estrellado del horizonte sur.
Una corteza cada vez más dura
crece entre yo y mí mismo. Sólo veo
tras la niebla la sombra de la muerta
mitad de mí: como sin fondo,
palpo a tientas mi rostro oscuro y tiemblo.
Mi hogar está ya sólo en mi garganta.
trad. Laura Repovš y Andrés Sánchez Robayna