lunes, diciembre 09, 2019

familiares desconocidas


Vuelvo a leer en clase, en el taller del Kafka, ese viejo y certero lema de Valente: «Sólo se llega a ser escritor cuando se empieza a tener una relación carnal con las palabras» (Cómo se pinta un dragón). Una confesión de parentesco, desde luego, pero también una insinuación erótica, sin duda anterior o condicionada a esa idea suya de la escritura como «gestación». Sin embargo, como sucede también con las personas con las que compartimos la vida, hay días en que las palabras se nos vuelven extrañas, súbitas desconocidas, las vemos y es como si su rostro hubiera cambiado, nos descoloca, hay alguien ahí que asoma (¿algún ancestro?) y no sabemos quién es. Y puede ocurrir incluso que las palabras se nos hagan odiosas, como en esas broncas familiares en las que sale un rencor antiguo, el veneno fermentado durante años. La cercanía tiene esas contrariedades, ese viaje del amor al despecho que hacemos cada vez que la razón o el origen de nuestra fuerza nos quita la cara –y nos debilita. Uno puede enredarse en sus propias raíces, está claro. Pero es mejor sacar un pie tras otro y contorsionarse si es necesario que esgrimir un hacha falsamente liberadora. Las palabras se nos pueden volver remotas, hasta ilegibles a veces, pero no son el enemigo.

1 comentario:

  1. Es verdad, las palabras pueden ladrar sin ser el perro, herir sin ser el cuchillo, acariciar y no ser la mano. Son lo necesario para que la realidad se nos acerque.
    De 10 a 12, Saludos.

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