Es una pendiente suave en la trasera del parque.
Una escalera ociosa que casi nadie frecuenta a estas horas del anochecer y que
lleva hasta la calle –más bien carretera, por la velocidad con que algunos
coches pasan por ella– de la Rosaleda. Hay dos farolas, dispuestas a grandes
intervalos, que solo alcanzan a iluminar el círculo de empedrado que hay a sus
pies. El resto, vegetación y oscuridad. Quiero pensar que estas farolas
permanecen alumbradas toda la noche, aunque solo sea para acompañar remotamente
a los dos o tres travestis que dentro de unas horas andarán paseando y
ofreciéndose por el arcén. Desde aquí arriba, la farola más cercana luce
solitaria, casi huérfana, y parece extraño que alguien quiera pasear por la
negrura que la rodea. Pero de pronto surge un golden robusto, con la
mueca bonachona de su raza, y detrás su dueña, una mujer de pelo corto que sube
con esfuerzo y evita nuestro mirar. Sigue el rumor del tráfico, su parpadeo
autista. Ahí echamos los ojos, como si estuviéramos al pairo y hubiera que
entretener la espera. Y algo de eso hay.
Una farola que alumbra lo justo, que pocos
agradecen y que brilla lejos de los caminos principales. Una farola que se
enciende puntualmente cada tarde. Una luz para nadie, casi para nada, y que
solo echamos de menos cuando se funde o no está. ¿Una imagen de la poesía?
Desde esa ignorancia luminosa de la que hablabas en una de tus anteriores entradas a esta farola de hoy se llega a esa alegría maravillosa de leer y sentir esa palabra mágica con la que concluyes hoy: poesía.
ResponderEliminarAbrazo, Jordi.
A esa imagen de la farola huérfana le falta el enjambre de la nieve haciendo aparición de repente en su cerco iluminado. Pero claro, ya no nieva por aquí.
ResponderEliminarTrataremos de atender el miércoles a tus sugerencias sobre luces ignoradas.
Saludos.