miércoles, 8 de abril
A
cada día sus músicas. Hoy debo de tener el ánimo sombrío. Empiezo la mañana
haciendo ejercicio con «Blindfolded» de Simple Minds y la termino con «House
With No Door», un viejo tema de 1970 de los Van der Graaf Generator. A pesar de
su título, es una canción de amor convencional (aunque de tono morbosamente
gótico, como era costumbre en Peter Hammill). Pero es también un título
sugestivo, que me lleva a pensar, de pronto, en un futuro conjetural de casas
sin puertas físicas, un futuro en el que el riesgo de pandemias y otras amenazas
nos obligará a vivir confinados en espacios estancos, hogares individuales o
unifamiliares de los que será imposible marcharse, salvo por motivos de fuerza
mayor. Sigamos. La vida laboral se haría en estos hogares, bien provistos de
pantallas de realidad virtual para celebrar reuniones, encuentros con amigos,
sesiones de yoga o de gimnasia… La única vía de acceso sería un compartimento
que haría las veces de dársena y habitación desinfectante. Por ahí entrarían
provisiones y comestibles (servidas a domicilio, claro está). Y por ahí se
saldría solamente en casos excepcionales, de urgencia, y con el permiso
oportuno de las autoridades. Un enjambre de obreros no cualificados y en
condiciones de cuasi esclavismo atendería las necesidades de la población, pero
pronto serían reemplazados por robots. Lo dejo aquí. Quedan flecos por resolver
–por ejemplo, cómo formar familias o vínculos personales si no es posible salir
de casa–, pero es cuestión de sentarse y armar el puzle. Y, si algo no cuadra,
siempre podemos contar con el avance seguro de la tecnología y las herramientas
de control social…
De
joven, a los quince o dieciséis años, estos constructos me entusiasmaban,
precisamente porque eran teóricos y mi juventud me impedía investirlos de
experiencia, de vida vivida. Eran dignos de los cuentos y novelas de
ciencia-ficción que consumía con avidez y cuyo valor descansaba, sobre todo, en
que ofrecían un repertorio riquísimo de hipótesis y puntos de partida para
imaginar el futuro (y el futuro estaba justamente para imaginarlo). Éramos
ignorantes y optimistas. Ahora me aterran, supongo que como a cualquiera,
porque sé lo que está en juego y no quiero perderlo. Los viejos esqueletos
narrativos se han levantado del polvo, como en la profecía de Ezequiel, y se
han cubierto de carne, de piel y hasta de espíritu. Y parece claro que una
existencia semejante sería terrible para el espíritu, al menos vista desde
aquí, por este adulto que he llegado a ser y con estos ojos que se comerá la
tierra. Lo que no me impide reconocer que es una hipótesis plausible. ¿La
vivirán alguna vez nuestros hijos, nuestros nietos? Quién sabe. Tal vez desde
una perspectiva ecológica ese vivir en celdas y colmenas bien selladas fuera
más sostenible: un ejercicio socialmente programado de contención. Desde luego,
en todos los demás órdenes sería una pesadilla. Y no sé si el miedo o la
sugestión hablan por mí, pero tendremos suerte si las gentes del futuro no
recuerdan este primer encierro del siglo XXI como un ensayo general, una prueba
de resistencia.
Segunda
tarde de lluvia. Pero esta vez es una lluvia mansa, cálida, casi tropical, que
cae con desgana. Como si no quisiera dejar rastro. Según el pronóstico del
tiempo, este frente nuboso viene directamente de Portugal, del Atlántico, y se
nota: el cielo no está tan blanco como la Torre de Belém, pero casi. Un blanco
lavado, ceniciento, en el que las nubes se recortan como masas de color en un
negativo. Un blanco que lleva en sí polvo de cal y de azulejos. Y el aire
entumecido del calor.
Tarde
también de moscas. Después de estos días de humedad y temperaturas medias, se
veía venir. Y Layla va debidamente mosqueada, más atenta a su trasero que a los
reclamos del camino. La verdad es que no recuerdo haber visto tantas, sobre
todo en la zona en obras que limita con la calle Bailén (y que lleva semanas
abandonada). Habrá que elevar una protesta. ¡Señores pájaros, dejen ya de
cantar y hagan su trabajo!
Más
música: Paula está leyendo en el salón, en el otro extremo de la casa. Suena un
disco de Arvo Pärt (Alina). Una melodía sencilla y hermosa, de aire
sonámbulo. Las notas del piano caen como gotas de un árbol recién llovido: un
ritmo vagamente irregular, la expectativa de algo que no termina de cumplirse y
que llena el pasillo con sus ecos. Yo estoy escuchando unos blues de Donald
Fagen mientras escribo, pero no tardo en bajar el volumen y acoger la música
que llega del salón. El disco de Pärt se impone sin esfuerzo. Silencio que
habla. Silencio elocuente.
Me quedo con el silencio elocuente de Part. Y su “Para Alina”. Respecto a lo demás, si llegara el escenario que temes, o que pronosticas, creo saber muy bien lo que haría... A mí de jovencita nunca me gustó la ciencia ficción. Y, ahora, de adulta, menos todavía. Encontrar la fuerza y desaparecer tras la “banquise”, ligera de equipaje como la lluvia...
ResponderEliminarAbrazo enorme, Jordi. Ánimo y serenidad y fuerza.