Estábamos en Nueva York, en pleno lockdown. Habíamos salido de un
concierto en el que nos movíamos con total inconsciencia hasta que de pronto
nos dimos cuenta del peligro de contagio. Entonces la acción se trasladó a una pequeña
cafetería en la que buscamos mesa para dos. Solo ofrecían custard pies,
un mostrador entero de tartas de crema pastelera. Parece que nuestro afán por mantener
la distancia social enfadó a un cliente, un tipo astroso que se parecía a
Russell Crowe y que llevaba bombín y gafas redondas, como de timador o vendedor
ambulante en el Medio Oeste. Ahí el sueño volvió a derivar en violencia, como
tantas veces desde que empezó la pandemia: el tipo sacó un cuchillo de carnicero
y empezamos a forcejear y a dar tumbos por el local. Todo muy extraño: la pelea
cesó tan bruscamente como había empezado y el hombre se sentó en su silla y nos
habló con perfecta afabilidad. Entonces me fijé en que a una de las lentes le
faltaba el cristal y tenía, en su centro, a la altura misma de la pupila, una
mosca sujeta por hilos que salían de la montura. Solo una lente. La otra seguía
teniendo su cristal, que parecía velado o manchado por el uso. No podía apartar
la mirada de la mosca, que se debatía y agitaba las patas entre los hilos
negros. Una imagen de película fantástica (de ahí que volviera a pensar en Russell
Crowe). Y entonces desperté.
BITÁCORA DE JORDI DOCE. Mis últimos poemarios son En la rueda de las apariciones. Poemas 1990-2019 (Ars Poetica, 2019) y No estábamos allí (Pre-Textos, 2016). Además de traducir la poesía de William Blake, Anne Carson, T.S. Eliot y Charles Simic, entre otros, he publicado los cuadernos Hormigas blancas y Perros en la playa, y los libros de artículos y de crítica Imán y desafío, Curvas de nivel y Las formas disconformes. He reunido mis versiones de poesía en Libro de los otros (Trea, 2018).
viernes, mayo 22, 2020
lunes, mayo 11, 2020
cuaderno del encierro / y 40
lunes, 11 de mayo
No
deja de sorprenderme la cantidad de anuncios sobre la pandemia que han ido aflorando
estas semanas. No parece que a los publicistas les haya faltado trabajo. Son
anuncios de aquellos que pueden pagarlos, claro: bancos, compañías de seguros,
canales de televisión, etc., y todos con un patrón similar, como si fueran
variaciones sobre un tema de Ikea. Abundan las imágenes estereotipadas del
encierro: hogares soleados, niños haciendo los deberes o disfrazados y
corriendo por el pasillo, padres con barba de hípster y madres a prueba de
horarios y teletrabajo. Y siempre una música alegre, edificante, que busca la
cercanía con el espectador. Me llama la atención –perdón por la ingenuidad– que
estos spots hayan podido concebirse y rodarse ahora. El estilo imita el de los
videos caseros que nos hemos hartado de ver desde el primer día, pero en
versión alta gama: luz, maquillaje, buenos planos, un montaje acelerado y que
impida pensar. La reclusión convertida en parque temático o en ciudad de
vacaciones (y algún meme he visto en este sentido). No deja de ser reconfortante:
si todo lo demás falla, siempre nos queda la publicidad para decirnos cómo hay
que vivir.
Pienso
en todo lo que ha quedado fuera de este diario; o en las cosas que anoté para
desarrollarlas más adelante y que fueron quedando postergadas, haciendo bulto
en las libretas o al final del documento donde tecleo y paso a limpio cada
nota. Haría falta un camión basura –o un centón– para recoger estos restos:
frases a medio hacer, ideas fallidas, citas que parecían decir algo y que nunca
encontraron su sitio. Muchas de esas frases surgieron de los mensajes que he
enviado a los amigos. Como si al escribir libremente, pensando solo en mi
interlocutor, la mente se olvidara de miedos, de sí misma. A veces esas frases
que extraía o apartaba en el momento se dejaban desovillar siguiendo una lógica
interna y se convertían en una nota más o menos oportuna. Otras quedaban en
germen o perdían su gracia. Ahí están, silenciadas, dándome que pensar y
llenando dos o tres páginas de Word. No me atrevo a borrarlas. O no aún. Son la
franja de maleza que separa el huerto del camino y lo deja respirar. Y un
diario, por breve que sea, también está hecho de todo lo que queda fuera.
Me
entero por Paula –así voy de rezagado– de que los puntos de información de
BiciMad se llaman oficialmente «tótems». Lo dice la página web del servicio con
fea prosa utilitaria: «elemento de la estación que facilita la interacción con
el usuario a través de una pantalla táctil». Me encanta. Y me recuerda lo que
contaba Marta, que la bolsa con la medicación de quimioterapia va en una percha
metálica que las enfermeras llaman «árbol». Ahora te traemos el árbol. Nada
de «fármaco», «quimio», «cáncer»… Son palabras que no se dicen. Solo «árbol»,
dos sílabas, como si ellas y todo lo que contienen pudieran dar otro color al
líquido amarillento que desciende por el gotero. Una lectura cínica diría que
estamos ante eufemismos que adornan o desfiguran la realidad. Yo prefiero
verlos también como vestigios de una creencia en el poder mágico de las
palabras. Una creencia supersticiosa, claro, pero que se activa en el momento
en que la hacemos nuestra. Hablar de «tótem» para referirse a una columna de
circuitos electrónicos y placas de metal indica al menos cierto amor por el
lenguaje; y un respeto supersticioso por los vocablos que nos llevan al pasado,
o que vienen de él. Decir de un perchero con una bolsa ambarina que es un
«árbol» es puro pensamiento mágico. Y que eso se diga en un hospital no es
casualidad. Las palabras lo saben.
En
el balcón. Un café breve, furtivo, que tomo casi por despecho, porque la tarde
está fría y me recuerda aquellas primeras jornadas de encierro en marzo. El
tráfico ha vuelto a bajar misteriosamente y el parque se ve gris, poco
hospitalario. Arriba el sol va y viene en un parpadeo sin consecuencias y todo tiene
un aire sonámbulo, esa falta de fondo de los cuadros en los que no hay nadie. Recuerdo,
no sé por qué, esa anécdota que cuenta Luis Cernuda al final de «Historial de
un libro», cuando en su propio bautizo repartieron caramelos a los niños y su
hermana se negó a entrar en la rebatiña: «Al preguntarle alguno por qué no [participaba]
ella también, respondió: “Estoy esperando a que acaben”». Es una escena que me
sigue conmoviendo y que recuerdo con más cariño que muchos de sus poemas, quizá
porque define a las claras su distancia del mundo. Veinte minutos más tarde,
cuando voy a hacerme otro café en la cocina, veo que se ha levantado el viento
y que empieza a caer agua. Otro chaparrón de primavera. El día no está perdido,
ni mucho menos, pero habrá que abrigarse para salir.
sábado, mayo 09, 2020
cuaderno del encierro / 39
sábado, 9 de mayo
Me
despierto y lo primero que veo por la ventana del patio es la ronda matinal y
alborotada de los vencejos. El día amanece más frío y nuboso, pero ellos van a
lo suyo, tomando el desayuno con la cuchara de su vuelo. La otra ventana, la
que mira a la calle desde el salón, me da un cuadro muy distinto: una procesión
de corredores con mallas y camisetas de colores que suben y bajan animosamente
las escaleras del parque. Es un buen contraste. Pero yo sigo prefiriendo la
agilidad de los vencejos, su forma de juntar hambre y acrobacia. Y esos gritos,
que parecen llevar dentro su propio eco, son el chasquido con que prende la
hoguera del día: la música estridente y alegre del apetito.
Me
gusta la expresión con que el poeta mexicano Hernán Bravo Varela definió ayer
estas notas: «diario de náufrago interior». Podría ser un buen título, a
condición de darle otra sílaba: Náufrago de interior.
Vuelven
los sueños violentos de hace semanas. Da la impresión de que la mente no se
acostumbra a esta rutina sedentaria y recurre a la noche para viajar y perderse
en el mapa de sus ficciones. Quizá recuerda sin saberlo este verso de
Saint-John Perse que acabo de encontrar en una libreta y que anoté –creo
recordar– en octubre o noviembre, mientras editaba la traducción de Alexandra
Domínguez y Juan Carlos Mestre que verá la luz este otoño. Todo el arranque de
la libreta está ocupado por citas de Perse y es literalmente un florilegio, una
colección de versos luminosos o enigmáticos que iba apuntando según leía. Este,
en concreto, va subrayado, en una letra algo más grande y clara que los demás,
y viene de Mares, quizá su último gran poema: «¿Eres tú, Nómada, la que
nos conducirás esta noche a las orillas de lo Real?». La pregunta trae consigo
su propia escena. Cae la tarde y las fuerzas elementales del mundo despiertan y
se preparan para salir de caza. La muerte vuelve por sus fueros y con ella las astucias
del sueño –es decir, de la imaginación– para estudiarla de cerca sin daño. Es
como decía Blanca Andreu en un breve y hermoso poema:
Ángel
y búho, en secreto concierto,
volaban
juntos, cazaban juntos
ratones
y lémures al anochecer.
Solos
en el sombrío escalón del poniente,
así
hermanos en la ferocidad.
Pensé en estos versos de hace ya treinta
años mientras leía la última entrega de Los cuadernos pálidos de Tomás
Sánchez Santiago. Esta imagen tan solo: «En el atardecer, gatos silenciosos
cruzan sin recelo las autopistas como si hubieran oído una llamada inapelable».
Esos gatos silenciosos salen también de caza y la llamada que los invita a
nomadear es, claro, la llamada de lo Real, el reclamo instintivo de la oscuridad
que alimenta y da fuerzas. Es la noción del sueño como el territorio de un
conocimiento ambiguo que nos cura o nos libera de la triste realidad. Esa
realidad insuficiente de todos los días con sus lindes y espejismos, sus
trampas conceptuales y sus palabras –su neo-lengua– que cambian y son
cambiadas por las circunstancias. La noche es el abrevadero del sueño, de los
sueños, y es entonces cuando decidimos enviar a nuestro pequeño demonio, esa
mezcla de «ángel y búho, en secreto concierto», para que nos traiga noticias
del otro lado y así despertar un poco, sentir que la vida está cerca, con
nosotros. Estos días ese demonio protagoniza secuencias algo rabiosas y
levantiscas, pero no debo preocuparme. Así es como los bajos fondos de la mente
nos vacunan –un verbo que no deberíamos tardar en conjugar– contra la peor
versión de nosotros mismos.
55
días en Madrid. Siento que voy llegando al final de este
cuaderno. Mañana se cumplen ocho semanas justas desde que decidí anotar algunas
de mis impresiones de ese primer día de estado de alarma. Lo hice con una ingenuidad
que ahora me avergüenza un poco, también con una ligereza que –sospecho– ha ido
perdiendo fuelle con el tiempo. Y no es para menos. Recuerdo que aquel domingo tuve
tiempo de hacer una última visita al Templo de Debod, tan confinado en su soledad
eminente como nosotros en nuestros hogares. En estos dos meses muchos de los
pormenores que fui anotando con intriga y hasta con pasmo han desaparecido o se
han disuelto como un azucarillo en el agua de la normalidad, no siempre nueva
(como dice Julio Llamazares en su columna de hoy, «si es normal no será nueva,
y si es nueva no será normal», pero ya sabemos que el oxímoron es un
ingrediente primordial de los lemas y eslóganes del discurso político). Y eso
es tal vez lo más desconcertante: esta mezcla desigual de rutina y anomalía, la
rapidez con que asimilamos hábitos que hasta hace nada nos parecían exóticos o intraducibles.
La famosa distopía de tantas películas y series de televisión es ahora nuestra
calle un sábado a las seis de la tarde. Madrid seguirá en este impasse al menos
quince días más, pero los sentidos están mustios y se resienten. Parece un buen
momento para ir cerrando este libro contable de humores y pequeñas
iluminaciones domésticas.
viernes, mayo 08, 2020
cuaderno del encierro / 38
viernes, 8 de mayo
Contaminábamos
ayer… Se terminaron las tertulias de sobremesa
en el balcón. El tráfico ha vuelto a su viejo ser y el ruido y los humos suben
hasta nosotros con ganas acumuladas. También para ellos se acabó la reclusión.
Y todo apunta a que muchos optarán más que nunca por el coche para desplazarse:
el coche como la burbuja o la escafandra perfecta en el mar del virus (y
también, acaso, como símbolo del nuevo libertario ante las intromisiones del
estado, ese «ogro filantrópico» según la lectura torticera que hacen algunos
de la vieja expresión de Paz). De momento, la crecida del tráfico nos ha echado
del balcón y nos obliga a tomar ese café en la sala de estar, junto a la
cocina, donde la tarde no tiene tantos alicientes. Aquí no hay más pájaros que
los que andan por los libros, y algunos son muy exóticos y cantan con maestría,
pero echo de menos el vuelo codicioso de las urracas o el chillido –el clamor,
más bien– con que las cotorras van echando a sus vecinas. Pero la charla no
decae. Nos hemos vuelto menos ensimismados y (algo) más charlatanes, igual que
las cotorras. Bien está. Como si viviéramos en el poema de Circe Maia, creo que
inédito, que leí el otro día en la red: «Hablarte, hablarme. Es tiempo, / es
tiempo ahora / de voces entre voces apoyadas». Esa necesidad.
Tengo
el patio olvidado. O quizá es al revés, y es el patio el que ha vuelto en sí y
se ocupa de sus cosas, como debe. Allá abajo –en uno de los pisos con azotea de
la corrala interior– tiene su estudio Javier Pagola, al que no he podido ver
aún desde que se mudó al barrio. Me entero por un amigo común de que ha
decidido abrir su estudio a los visitantes y enseñar la obra nueva. La fecha
prevista –este lunes 11– parece prematura, así que nada está decidido aún. Pero
saberlo trabajando ahí, en algún lugar del patio que no logro ubicar con
precisión, me reconforta. No todo está perdido. Y siento un hilo de fraternidad
laboral que cuelga por encima de los tejados y nos vincula en un mismo empeño:
dar sentido a estos días por el camino más largo. Es decir, a deshora, que es
como llegan las cosas que no esperamos.
No
hay duda, estoy necio. Llevo tantos días viendo patrullar a la policía que hoy,
en el parque, he creído oír un silbato admonitorio. Era el canto de un
pájaro.
Cuando
vivía en Inglaterra –fueron ocho cursos seguidos en la isla–, casi lo primero
que me sorprendía al volver a España era constatar nuestra incapacidad para
formar una cola ordenada. Habituado al modo escrupuloso con que los ingleses se
alineaban para esperar el autobús, el pajareo distraído y astuto del español
medio me sacaba de quicio. Era una reacción ridícula, desde luego, y yo mismo
me daba cuenta en el momento. Así que pronto me olvidaba de escrúpulos y al
tercer día ya estaba como uno más en la acera, mirando al tendido y girando
sobre mis talones. No sé por qué recuerdo esta tontería. Quizá porque esta primera
semana de «desescalada» tiene algo de variante a gran tamaño de aquellos pocos días
de adaptación: el mismo desconcierto, la misma inquietud pueril. Y la sospecha
de que este malestar poco edificante proviene de la mitad ridícula de uno.
Correos
ha despertado, como el resto del mundo, pero a su modo, caprichoso y algo
espasmódico. El miércoles, después de un largo silencio, me llegaron cinco
envíos: libros, una revista, una carta. Hoy viernes, otros tres. Algunos sobres
y dedicatorias llevan fecha de mediados de abril, así que quiero pensar que
Correos los ha tenido guardados en su vientre de animal bíblico hasta que
alguien decidió echarlos fuera. Son libros, claro, escritos y concebidos mucho
antes de la pandemia, en un tiempo que ahora casi parece ingenuo, libre de
amenaza, pero que ha sido el nuestro hasta hace nada. Es como si quisiéramos olvidar
los aspectos negativos del pasado y no interferir con nuestra afición a la nostalgia.
Está bien que así sea, supongo, pero sin exagerar. Y eso que no escasean las voces
bienvenidas que denuncian la miopía brutal de esa vieja «normalidad» y proponen enmiendas y remedios.
De momento, me basta con leer estos libros, que levantan un puente entre febrero
y hoy por el que avanzo sin sobresalto. También yo puedo hacer como Correos y
fingir que abril, the cruellest month, nunca existió.
jueves, mayo 07, 2020
cuaderno del encierro / 37
jueves, 7 de mayo
He
dejado de recordar o de preocuparme por mis sueños. Demasiadas turbulencias,
que se añaden a las turbulencias crecientes del mundo diurno. O tal vez es que
voy aprendiendo a distinguir entre los sueños que alumbran y acompañan y los
que solo traen humo.
El
paseo del martes por la tarde fue una demostración práctica de la imposibilidad
(una vez más) de poner puertas al campo. Paula y yo decidimos bajar a Madrid
Río, sin darnos cuenta de que la decisión de cerrar parques y jardines
significaba justamente eso, que el parque del río estaría cerrado: cintas
adhesivas ya en el primer acceso de Príncipe Pío y la gente apelotonada en el
anillo de la plaza. Así que bordeamos igualmente el Manzanares, pero en
dirección norte: hacia el puente de la Reina Victoria y la ermita de San Antonio
de la Florida (alguien había cubierto el zócalo de la estatua de Goya con un
cartel que decía: «¿Devolverán toda la libertad secuestrada?»). Allí
descubrimos que el parque adyacente estaba abierto al público y que podíamos
cruzar la vía del tren por el puente que lleva al cementerio de la Florida y
los tramos inferiores del parque del Oeste. Las indicaciones geográficas pueden
ser confusas para quien no conozca el barrio, así que las dejo aquí. Lo que
importa es que una zona por la que casi nunca pasa nadie se había convertido en
una romería: corredores, ciclistas, chavalería, parejas con sus perros… Y la
misma impresión del domingo de ser autómatas más o menos pasmados que tirábamos
por donde hubiera un camino libre. Era cuestión de ir siguiendo a los otros. Hasta
que al fin llegamos al mirador y allí nos quedamos un buen rato, viendo caer la
tarde sobre la Casa de Campo. El resto del parque era un bullir de gente
haciendo deporte, pero en la pradera la procesión de robots adquirió un aire de
concilio hippy: una chica hacía meditación, otra hablaba por el móvil con el
perro echado a sus pies, un par de amigos habían dejado sus bicis en la hierba
y compartían un porro… Estaba claro que no podíamos estar ahí, pero daba igual.
Habíamos llegado por la puerta de atrás, como quien dice, y habría sido inútil
desalojarnos. Absurdo, también, porque todos nos manteníamos a una distancia
prudencial y la sensación de chill-out era la norma. Lo que me sorprendió fue
que la comisaría de los municipales está muy cerca, apenas a unos metros del
mirador, pero nadie había salido a patrullar. Me di cuenta de que también ellos,
con rara cordura, se habían dejado llevar por la corriente. El sol estaba casi
al ras y nos deslumbraba: un globo anaranjado que había puesto freno al tiempo.
La vuelta a casa, en cambio, fue veloz, como si el hechizo pudiera romperse a
medio camino. Esa zona del parque tiene algo de jardín secreto para nosotros,
pero esa tarde fui incapaz de sentirme celoso. Y me dio otra faceta, mejor o más
amable, de estos días que no terminan de encontrar su sitio.
El
martes, de nuevo, la visión omnipresente del móvil como prueba de vida.
Como si solo la cámara fuera capaz de hacer real lo que uno ve o siente. Ese
chico que iba mirándose en la pantalla mientras buscaba donde sentarse: se
dejaba acariciar por ella, movía el rostro de un lado a otro persiguiendo el
mejor ángulo, la luz propicia. Era guapo, desde luego, pero su exhibición de
narcisismo me perturbó. No tenía ojos para nadie, y menos para la pequeña
pradera donde había decidido descansar. Todo era instintivo, y por eso mismo
descarado. Quiero decir que el móvil le había robado la cara.
Así
está todo de repente: correos y mensajes de WhatsApp, citas que se reactivan,
tareas que no esperan y gestiones urgentes… Yo mismo contribuyo a esta subida
del telón con un par de llamadas de trabajo que se alargan más de la cuenta y me
devuelven, sin querer, todos los nervios y la prisa del invierno. El mundo resucita
y el tiempo, sorprendido, ha vuelto a contraerse.
martes, mayo 05, 2020
cuaderno del encierro / 36
martes, 5 de mayo
A
esto se dedica la policía nacional una tarde de diario a las siete menos
veinte: un coche patrulla escoltado por un agente se dedica a barrer las
zonas del parque que estaban abiertas hasta hace cuatro días. El coche avanza
dando luces detrás de una madre con tres niños pequeños, que es todo el gentío
que ha encontrado a su paso. A los paseadores de perros, que vemos la escena
desde la banda, como quien dice, nos regalan también una bonita sesión de
megafonía.
Algo
bueno tenía que traer el calor. Ayer descubrí que este verano podremos llevar
mascarilla sin que las gafas se empañen.
Para
los que nunca hemos estado cerca del mundo, estas siete semanas de encierro no
han sido tan difíciles. Salvando la conciencia del dolor ambiente y el miedo por
el futuro –que es mucho salvar–, estas semanas de alejamiento y reclusión han
sido también una forma de tomar aliento y quitarse agobios. También de hacer
inventario. Me gusta el neologismo de mi amigo José María Castrillón: cuarentesma.
Algo de eso ha habido (mientras se asuma, claro, que todo lo debemos al
esfuerzo de trabajadores que han tirado del carro en condiciones adversas y
hasta dañinas para ellos, y ahí siguen). El mundo estaba lejos, retirado, o lo
bastante al menos para no ahogarse, y en el espacio abierto por esa retracción
se ha colado otra imagen posible de nuestra vida. Esa lejanía es lo que muchos
de nosotros solíamos entender por «distancia social», pero la diferencia es que
esta vez se ha dado a la fuerza, por imperativo legal. Reconozco mi buena
suerte: el encierro me ha sorprendido con una hija mayor de edad y en una casa
espaciosa, que nos permite cuidar la intimidad de cada cual (más de una vez he
pensado con alarma qué habría sido de mí en aquel pisito de 35 metros cuadrados
en el que vivía cuando Paula tenía diez años). Pero no voy a negar que hay
aspectos de esta cuarentena que me han atraído. No puedo ser el único para
quien el mundo de ahí fuera, y más en nuestro país, siempre tan ruidoso y enfático,
puede ser una presencia cargante; abrumadora, incluso. Leo ahora que muchos
escritores se han visto incapaces de concentrarse y seguir adelante con sus
trabajos. Yo, en cambio, que nunca he tenido facilidad y soy todo menos
prolífico, sentí desde un inicio que las palabras venían sin trabas, que me
ayudaban. El parón ha hecho que las aguas del mundo se retiren y pueda escribir
en la arena mojada. Veremos, eso sí, cuando suba la marea.
En
punto a mascarillas, como diría Gil de Biedma, la cosa no está clara (al menos
en mi barrio): sesentones empoderados y de buen tono que deben de sentirse
inmunes y van casi a cuerpo gentil; ancianas enjutas que tampoco llevan
mascarilla, quiero pensar que por un prurito libertario; corredores que agitan
la cabeza sin complejos, a gusto con sus feromonas; padres despreocupados y jóvenes
de barba poblada que no ven oportuno cubrirse; dos agentes que salen de una panadería
con su mejor sonrisa. También se da alguna paradoja, como la de ese transportista robusto, él sí bien embozado, que iba enseñando el culo cada vez que se
agachaba. Una cosa por otra, supongo. E la nave va. O, como dice el clásico,
«la vida sigue igual».
lunes, mayo 04, 2020
cuaderno del encierro / 35
lunes, 4 de mayo
Estábamos
en el salón, jugando al Scrabble con las ventanas entornadas. Eran ya casi las
nueve de la noche del sábado, pero seguíamos oyendo voces en la calle. Alguien
se había detenido a altura del balcón y estaba hablando con nuestros vecinos
del segundo B. Poniéndose al día, cortesía del calor y de las autoridades. Asombro
de oír esas voces, como si rasgaran una membrana que no sabíamos ahí y que de
pronto dejaba pasar el mundo. Sobresalto también, porque oírlas –me di cuenta
luego– era como estar oyendo el pasado.
Noche
difícil. Tardo una eternidad en dormirme y nunca tengo la sensación de llegar
del todo al sueño. Es el calor, sin duda. La primera noche de bochorno de este
veranillo anticipado. No hay forma de encontrar la postura y doy vueltas igual
que hace semanas, cuando la extrañeza de la reclusión se colaba en los
dormitorios. Un regreso a los viejos tiempos, sí. Pero con la diferencia de que
esta vez conozco el motivo de mi insomnio y eso, al menos, me tranquiliza un
poco.
Me
dice José Luis que nos cortan el agua. Ha reventado una tubería en las oficinas
del primero y el agua cae a chorros en los sótanos y el baño del garaje. Como
si lo viera. Cuando las cosas se dan permiso a sí mismas para descomponerse, es
que viajamos definitivamente hacia la normalidad.
Es
evidente que estas notas ya no son ni pueden ser estrictamente de «encierro».
Dentro de una semana exacta entraremos en otra fase que se parecerá bastante a
la que dejamos atrás el 13 de marzo, y este cuaderno habrá perdido su razón de
ser. Tengo la sensación de que la pierde a marchas forzadas, como si estos días
fueran el reflejo especular de aquella semana vertiginosa que precedió a la
declaración del estado de alarma. Esta mañana la calle había vuelto a sus
ruidos habituales: el tráfico (que ahora, eso sí, parece haber amainado un poco),
la cortacésped de los jardineros, los martillos neumáticos de la obra de Bailén
y, de vez en cuando, para que no haya olvido, la sirena racheada de una ambulancia.
Más un trajín de peatones que suben y bajan las escaleras buscando el amparo
del parque. Se van a llevar una decepción, porque el alcalde ha decidido cerrar
hasta las zonas verdes que habían estado abiertas durante la cuarentena. Una
medida difícil de entender, pero que hoy merecía la firma vigilante de una
patrulla a caballo. En fin. Es la única disonancia en un tiempo que está
impaciente por quitarse las telarañas. El sol no termina de abrirse paso, pero
si lo hace no creo que la vecina del entresuelo se sienta con humor para sacar
la esterilla al patio y hacer yoga.
Todo
este tiempo nuestra imagen de ciencia-ficción era la ciudad vacía, las calles
desiertas, la ausencia casi total de ruidos y gente. Pero ayer descubrí que mi imagen
de novela fantástica podía ser otra. Paula y yo salimos por primera vez de
paseo en horario de tarde (el sábado renunciamos a nuestro privilegio: ya había
tenido mis breves salidas diarias con la perra y pensé que era mejor que otros
disfrutaran de su turno). En vez de tirar por el parque, tomamos la dirección
opuesta, hacia la Plaza de Oriente. Y ya en los alrededores del Senado y la
calle de la Encarnación nos asaltó la visión turbadora de paseantes que
vagábamos como pasmarotes por las calles de la ciudad. No había ningún sitio al
que ir. Se trataba sencillamente de dar vueltas y reconocer una a una las
calles, nuestras calles. Todos con el mismo empeño. No había turistas.
No había terrazas ni cafeterías en las que tomar algo. No había tampoco tiendas
abiertas, gestiones, recados, algo que justificara caminar de X a Y. Solo una multitud
que deambulaba con aire levemente sonámbulo. Parecíamos una versión castiza de
esas escenas de tinte épico donde los supervivientes salen de sus refugios subterráneos
después del desastre. Las siete semanas de estabulación habían tenido su efecto
y nos movíamos por la ciudad con el desorden despistado de un rebaño de ovejas.
Exagero, sin duda, pero solo un poco, lo suficiente para entender el malestar
que acabamos sintiendo, un malestar al que contribuyó también la sensación de promiscuidad,
esa indiferencia de muchos a mantener la distancia. La culpa fue nuestra, por
acercarnos al centro, pero no creo que fuera muy distinto en otros barrios. Y
tampoco podíamos quejarnos: al fin y al cabo, hemos tenido el alivio de sacar a
Layla todos los días. Paula, que había insistido tanto en salir, no podía
ocultar su confusión. ¿Todo para esto? Creo que los dos sentimos que esta «nueva
normalidad» pinta muy poco normal, al menos de momento.
Han
segado la hierba delante de casa. A la humedad y la sobrecarga de polen se le
añade ahora la tierra seca que asoma entre las briznas recién cortadas, sin
recoger. No quedan siquiera las cuatro amapolas rojas que habían brotado junto
a la acera y daban un poco de color. Está el aire denso, enrarecido. Qué ganas tienen
algunos de adelantar el verano.
«El
pasado es un país extranjero. Allí las cosas se hacen de otra manera». Esta
frase tan sobada de L. P. Hartley siempre me pareció algo efectista y retórica,
pero ahora la leo con respeto, casi como una premonición. Porque así se me
aparece el arranque de marzo, hace dos meses: más que extranjero, un país
exótico, de otro continente.
sábado, mayo 02, 2020
cuaderno del encierro / 34
sábado, 2 de mayo
El
sistema de franjas horarias es una manera como cualquier otra de simplificar la
complejidad social, de clasificarnos y hacer que cada cual vaya por su carril:
niños, ancianos, deportistas, personas dependientes, adultos que viven bajo un
mismo techo… todos con nuestro horario asignado y nuestras normas concretas. Algo
así como los pasajeros que se cruzan en las cintas mecánicas de los
aeropuertos. Pero esta primera mañana lo más difícil ha sido, justamente,
caminar en línea recta. Íbamos todos en zigzag, manteniendo la distancia de
seguridad y oteando el horizonte inmediato para evitar el más mínimo roce (tuve
incluso que pararme un par de veces para dejar que el tramo de calle que tenía
delante se despejara). El resultado fue una coreografía indecisa, atomizada,
que más parecía un baile de abejas que el desfile de hormigas habitual. No
cambiaba tanto de acera desde que tenía catorce años y los quinquis patrullaban
el barrio.
Escribo
la palabra «desescalar» en un mensaje de correo y el corrector del programa me
la sustituye automáticamente por «desencallar». Está bien. Y se agradece el
cambio de metáfora, quizá engañosa, pero menos esforzada y peligrosa que la del
neologismo oficial. Ahora solo falta que suba la marea.
Tarde
de teléfono, de puestas al día y boletines cotillas. Como si antes del
«chupinazo» –así lo llama un amigo en un mensaje– quisiéramos dejar la casa de
la amistad en orden. Nos contamos las novedades y casi no nos damos cuenta de
que lo extraño es eso: tener algo nuevo que contar. Hoy, encima, luce un día
espléndido, y ya se sabe (Canetti) que al sol todo son buenos propósitos.
TCM
ha programado un especial Hitchcock para conmemorar el 40º aniversario de su
muerte y casi no hay día en que hayamos faltado a la cita (aunque no siempre
cuando la cadena quiere): el martes, Vértigo; el miércoles, Los
pájaros; ayer viernes, Psicosis. Son películas que me sé
prácticamente de memoria, pero no me canso de ellas. Y luego está el gusto de ver
a Paula descubrirlas por primera vez (compruebo con intriga que todo lo que ha
visto de cine francés o italiano clásico parece haber desterrado al espacio exterior
la edad dorada de Hollywood). Acabo de leer un artículo de Carlos Boyero en el
que viene a decir que la mejor representación visual de estos días es la escena
final de Los pájaros, esa en la que «la familia […] abandona la casa
donde ha sido acorralada por los pájaros. Ocurre al amanecer, sus pasos casi
van a cámara lenta y las aves asesinas milagrosamente se limitan a observarles
y les dejan pasar». Es muy posible. Pero yo me quedaría con otra, mucho menos
efectista pero igual de aterradora. Es la escena de la cafetería que sigue a la
salida de los niños de la escuela, cuando corren camino abajo perseguidos y
hostigados por los cuervos. Es una escena teatral, si se quiere, en la que la
cámara va siguiendo el movimiento de los personajes mientras hablan y dan su
opinión. Y es turbadora porque nosotros, los espectadores, acabamos de ver el
ataque feroz de los cuervos, no tenemos dudas, y, sin embargo, en el diner
del pueblo muchos clientes siguen sin creerse lo ocurrido. Hay incluso quien
niega la mayor: una anciana robusta con aire de sufragista que descarta
rotundamente que las aves sean capaces de organizarse y atacar al ser humano. Ya
puede Tippi Hedren insistir que es ignorada o, peor, tratada como una intrusa.
La escena dura unos minutos y el escepticismo de los lugareños nos exaspera
porque sabemos lo que ha pasado. Y sabemos también que algo va a pasar,
y muy pronto. Es ahí, en ese breve paréntesis dramático, donde quedan expuestos
los mecanismos del autoengaño social, el impulso cobarde con que buscamos
seguridad o alivio en las palabras de los demás, lo difícil que nos resulta
ponernos en lo peor. Ese negacionismo congénito de la especie. Y Hitchcock lo
revela con un humor torcido que no se hace muchas ilusiones sobre nada, y mucho
menos sobre nuestra capacidad para entender o hallar soluciones. Salvo los
protagonistas, la mayor parte de los personajes bordea la estupidez, en
especial el sheriff, que es un perfecto inútil. Así que los pájaros de la
película dan miedo, desde luego. Pero no mucho más que la fauna humana de
Bodega Bay.
viernes, mayo 01, 2020
cuaderno del encierro / 33
viernes, 1 de mayo
Desde
que empezó el encierro hemos visto transcurrir la segunda mitad de marzo y todo
abril, y hoy toca inaugurar nuevo mes. Ocho semanas repartidas entre el final
del invierno y esta primavera perpleja, volátil y nada silenciosa. A menudo,
cuando hablo con Paula, trato de ponerme en su lugar y recordar lo que
significaban dos meses a su edad. ¡Dos meses! En ese lapso te daba tiempo a
todo: descubrías discos y libros y películas que te cambiaban la vida, o eso
pensabas, escribías un libro de poemas y ya estabas planeando la continuación, no era
posible culminar ningún proyecto porque ya habías cambiado de idea o de modelo,
o lo urgente era otra cosa. Tener veinte años, al menos para los que carecíamos
de talento precoz o estábamos aprendiendo, era básicamente quemar etapas. El
invierno se iba en hacer planes para el verano que la primavera refutaba. Dos
meses eran una vida. Y pasarlos confinados en casa, como hacen ahora mi hija y
los amigos con los que charla por Skype y se intercambia mensajes de voz, lecturas,
recomendaciones, nos habría parecido una condena vitalicia. Cómo no entender su
impaciencia, si hay días en que nosotros, que vivimos al ralentí –un poema al
mes ya es una cosecha aceptable–, nos subimos por las paredes. Vivimos el mismo
tiempo de reloj, de calendario, pero no lo vivimos a la vez ni al mismo ritmo.
Tenemos metabolismos distintos. Y parece claro que ellos digerirán estas
semanas de encierro de formas –o con formas– que no podemos ni sospechar.
Sería lo deseable, al menos. Son ellos quienes deben leer estos meses y darles
sentido, si es que lo tienen. Darles una estructura con imágenes o palabras.
Nosotros ya no vemos el tiempo tan de cerca ni con la misma intensidad. Todo lo
pensamos a largo plazo. Como la claridad del poeta, que es un don, no estamos «entre
las cosas, / sino muy por encima», y eso no da cierta perspicacia. Pero hemos
perdido ese contacto inmediato con el tiempo, esa vivencia perentoria que
devoraba etapas en su afán por comprender. Lo queramos o no, todo lo que
hacemos después tiene que ver con ese momento inicial: señales,
descubrimientos, revelaciones. Dos meses. Tiempo de sobra para escribir un
libro, cruzar Europa en tren o tomar la Bastilla.
Cada
tejado del gran patio es un territorio aparte. Por el alero gris claro del
garaje avanza el gato canijo de otras veces. Va encogido, receloso, tomándose
su tiempo. Justo delante, sobre las tejas rojizas que rematan la corrala
interior, se han posado las palomas; necias, inquietas, haciendo sonar el
émbolo de sus cuellos. El gato las mira desde su lado del tablero. Son diez,
quince metros, los suficientes para impedir que salte. Pero nada le prohíbe
mirarlas y disfrutar de la escena. Ver y no tocar. Una imagen oblicua del
confinamiento.
Fue
un sábado de hace dos semanas (lo consigno ahora porque acabo de encontrar el
apunte en un bolsillo interior de la cazadora, mientras ponía orden en mis
cosas). Estaba en la puerta de El Aleph, esperando la vez para comprar la
prensa. De pronto llegaron dos motos de la policía nacional, que dieron la
vuelta en contradirección y aparcaron frente al escaparate. Oí que uno de los
agentes le decía al otro: «Me parece que esto es más bien una librería». Me
temí lo peor. El Aleph es una pequeña librería que ha logrado mantenerse
abierta todas estas semanas vendiendo prensa, revistas, fascículos… y también
algún que otro libro furtivo, con discreción casi vergonzante (tampoco es que
uno pudiera perder la mañana rebuscando en sus mesas; es un local menudo en el
que apenas caben tres personas sin estorbarse). Vi también que Manolo, el
dueño, los miraba de reojo con alarma. Pagué con rapidez y me hice a un lado.
No, no venían a pedir los papeles ni a inspeccionar el local. Uno de ellos se
quitó las gafas de sol y preguntó con timidez por el último numero de Labores
del hogar. «Para mi madre», añadió. Nadie le había pedido aclaración, pero
él se sintió en la necesidad de hacerla. Y fue escuchar aquello y verlo
fugazmente como lo que era: un muchacho, o poco más, que jugaba a ser
policía.