BITÁCORA DE JORDI DOCE. Mis últimos poemarios son En la rueda de las apariciones. Poemas 1990-2019 (Ars Poetica, 2019) y No estábamos allí (Pre-Textos, 2016). Además de traducir la poesía de William Blake, Anne Carson, T.S. Eliot y Charles Simic, entre otros, he publicado los cuadernos Hormigas blancas y Perros en la playa, y los libros de artículos y de crítica Imán y desafío, Curvas de nivel y Las formas disconformes. He reunido mis versiones de poesía en Libro de los otros (Trea, 2018).
miércoles, septiembre 30, 2009
peter redgrove / el objeto
El objeto
El objeto bien pudo
haber sido una diminuta
estrella de mar fósil;
sabía a piedra, pero
sus cinco brazos
traían consigo el sonido
del agua. Estrellas semejantes
tachonan el firmamento
del lecho marino, y recordé de un libro
las balsas ceremoniales
de los polinesios, trenzadas con juncos
en forma de estrella,
ágiles astros transportando
sobre el agua
gente y ganado; pensé en ciudades
(Washington, París) construidas
en forma de estrella por el
arquitecto de Napoleón, también
en cómo se decía que había tantas
personas sobre la tierra como estrellas
visibles a través de los prismáticos,
y me pregunté si en aquel
resto polvoriento algún alma habría
encontrado su forma última, un astrólogo
o astrónomo tal vez, profesional
o ferviente amateur, de observaciones
duras de roer pero estrelladas.
Otro poema de Peter Redgrove, para profundizar un poco en su trabajo. Otro poema construido sobre una cadena de analogías y metamorfosis que se resuelven en una conclusión entre luminosa y humorística, llena de humanidad. Los finales de Redgrove son siempre poco previsibles (aunque a veces, de tan anticlimáticos, puedan resultar planos), y éste no podía ser menos: un broche circular que enlaza, emparentándolas, la figura humana del hablante con la del «astrónomo» mencionado en los versos finales.
Este poema apareció primero en Abyssophone (Stride, 1995), uno de los muchos libros en los que a lo largo de su vida fue dando los poemas que sus editores dejaban fuera de sus poemarios, digamos, importantes. Redgrove no entendía estos descartes, se rebelaba contra ellos, y dos o tres meses después de publicar un libro con Cape publicaba otro de igual extensión en una firma modesta como Stride con todos los textos que su editor de Cape había suprimido. Así que «El objeto», dentro de la economía redgroviana, tiene algo de poema menor. Y, sin embargo, hasta en estos presuntos divertimentos logra conmovernos con su imaginación y su capacidad lúdica.
martes, septiembre 29, 2009
william hazlitt / el placer de odiar
Solemos asociar el romanticismo inglés a la brillante constelación de poetas que, en dos oleadas casi sucesivas, modificó sin apelación el rumbo de la literatura inglesa, fundando otra sensibilidad, otro lenguaje, otro juego de valores y expectativas. Un recuerdo, además, que unifica y simplifica más allá de lo aconsejable, pues no fueron pocas las tensiones, recelos y hasta críticas feroces entre los autores pioneros de Baladas líricas y la generación de Byron, Shelley y Keats. La larga y apacible vejez de Wordsworth y Coleridge, refugiados en un conservadurismo temeroso y contrito después de haber probado brevemente las mieles revolucionarias, parece la cruz o el negativo de la existencia juvenil y fulgurante de aquellos tres poetas que encarnan a la perfección, con sus obras pero también con sus actos, el vitalismo desesperado, la sed de trascendencia y absolutos (sean políticos, espirituales o estéticos) del romanticismo.
Sin embargo, estos poetas no estuvieron solos, no trabajaron en tierra hostil o indiferente, sino que formaron parte de un amplio movimiento intelectual que halló cauce a sus inquietudes en multitud de revistas, periódicos y salas de conferencias. El romanticismo inglés fue algo más que un movimiento poético; incluyó también a no pocos ensayistas que se sirvieron del ansia de cultura y mejora personal de una incipiente burguesía urbana para expresar la nueva sensibilidad: no sólo Thomas de Quincey y Charles Lamb, tal vez los más conocidos entre nosotros por la relectura y vindicación borgesianas, sino también Coleridge, el radical (y gran amigo y colaborador de Shelley) Leigh Hunt y, sobre todo, William Hazlitt. Ellos fueron los que familiarizaron a sus lectores con la nueva estética, incorporando a su prosa los hallazgos de una poesía marcada por el subjetivismo, la pasión unificadora y trascendente de la imaginación, la mirada de un yo egotista que se busca y afirma en el análisis de la experiencia personal. Aprovecharon la emergencia de una nueva industria editorial para refundar el lenguaje del periodismo y establecer el modelo de ensayo literario vigente al menos hasta mediados del siglo pasado, un modelo que ha tocado de un modo u otro a los mejores prosistas ingleses de Ruskin a Lytton Strachey, de Leslie Stephen a John Middleton Murry. De todos ellos, Thomas de Quincey (gracias al resplandor alucinado de sus Confesiones de un comedor de opio) es quien, vía Baudelaire, más plena y asiduamente ha llegado hasta nosotros. Pero acaso el más moderno de todos, quien, en mayor medida aun que de Quincey, encarna hasta la médula la nueva sensibilidad romántica y nos habla con la voz –urgente, inmediata, feroz– de un contemporáneo, es William Hazlitt. […]
Así comienza el epílogo que he escrito para acompañar la publicación en la Editorial Nortesur de este breve y hermoso libro, El placer de odiar, estupendamente traducido por Maria Faidella, que reúne cuatro ensayos del gran escritor romántico inglés William Hazlitt (1778-1830) y que empezará a verse en librerías este mismo mes de octubre. Un pequeño volumen que aparece en Mínima, la misma colección, por cierto, en la que se incluye La literatura como bluff de Julien Gracq, de inexcusable lectura para todos los que seguimos con cierta atención (y no poco desánimo y desconcierto) nuestro mundo literario. No es fácil traducir ni publicar a Hazlitt, dueño de una prosa feroz y acerada, dividido entre el impulso satírico y el afán regenerador, pero Maria Faidella y los buenos amigos de Nortesur han hecho un trabajo modélico y el resultado no podía ser más atractivo: casi cien páginas del mejor ensayismo inglés a las que se añaden, para más información, una cronología y una bibliografía de su autor. Una pequeña joya.
.
lunes, septiembre 28, 2009
en el parque 10
Suena el primer trueno, un bramido potente, como venido de muy atrás, y un segundo más tarde el aire se opaca y una ráfaga de viento barre las hojas con su largo brazo invisible. La tarde gira de pronto sobre sí misma para ser su sombra. Un tiempo en germen, un paréntesis abierto. Y aquí seguimos, inquietos, a la espera, como si sólo las primeras gotas, el fardo pesado y lento del aguacero, fueran capaces de completarnos.
domingo, septiembre 27, 2009
en el parque 9
Recuperar de nuevo esa terquedad, el no querer marcharse de los niños mientras la noche avanza. Insistir en el juego, las carreras a ciegas sobre el tablero en sombra de la hierba. Fidelidad, qué alientas. Árboles empastados, el silencio que poco a poco va cayendo igual que una campana de cristal. Brillos de bicicletas, el ascua de un cigarro en los dedos del padre, un barrunto de frío en la verja impasible. Que no haya más verdad que este momento. Que bajo el mismo cielo farolas mortecinas nos cuiden de regreso a casa: voces, hoyuelos negros, la tierra y su calor de terciopelo.
viernes, septiembre 25, 2009
littera libros / 4 años
Littera Libros, la modesta editorial que conducen desde Extremadura José María Cumbreño y Antonio Reseco, cumple cuatro espléndidos años. Para celebrarlo, han inaugurado bitácora. En ella podréis leer las respuestas de los autores de la casa al cuestionario que nos remitieron hace unas semanas y que aprovechamos, cómo no, para colar algún inédito. La verdad, yo siempre les estaré agradecido por acoger con generosidad y entusiasmo mi diario del 98, La vibración del hielo, uno de esos libros que contienen lo más íntimo y depurado de la escritura de uno y que sin embargo suelen dormir largos años en un cajón del escritorio. Años que se me vuelven palpables, de repente, cuando comparo el rostro de la foto que ilustra mis respuestas con el que estos días me mira desde el espejo.
jueves, septiembre 24, 2009
peter redgrove en falmouth
No suelo colgar dos traducciones seguidas en esta bitácora, pero esta vez haré una excepción. Hace días que pienso con insistencia en Peter Redgrove (1932-2003), y en lo necesario que sería editar una amplia antología de su trabajo (la pequeña muestra que ofrecí en un hermoso catálogo de la galería Luis Burgos no basta, es sólo un pequeño aperitivo, el vértice de un iceberg cuyas dimensiones exactas resultan muy difíciles de calibrar, incluso para los críticos británicos). Redgrove es casi un arquetipo de gran poeta irregular, capaz de lo mejor y de algunas caídas disculpables y hasta coherentes con su ideario: su fe en la creación, en la vida como un ejercicio constante de la fuerza imaginativa, le hicieron escribir y publicar en exceso, pero ese mismo exceso es parte de su encanto, algo que lo explica y lo singulariza.
Hablar de Redgrove me lleva al pasado. Durante dos años, del 93 al 95, bajé regularmente al sótano de la biblioteca de la Universidad de Sheffield, un lugar no en vano llamado The Cage, para trabajar con los papeles de su archivo: borradores de poemas y novelas, cartas, primeras ediciones de sus libros… Mi tesina debía estudiar su método compositivo y llegué a consultar borradores escritos veinte años atrás. Todo un viaje en el tiempo. De vez en cuando, para combatir el tedio, desoía las prohibiciones legales y abría las carpetas de la correspondencia: recuerdo, por ejemplo, un fajo de cartas de Ted Hughes de mediados de los años setenta que leí con una mezcla de aprensión, entusiasmo y curiosidad malsana, como quien se cuela en una conversación ajena.
Para entender su curioso método de composición, del que dio cumplida descripción en un artículo, «Redgrove’s Incubator», no me resisto a citar dos párrafos de un viejo ensayo, «El baile del poeta» (incluido en Curvas de nivel), que dejan claro hasta qué punto vivía en una atmósfera saturada de creatividad, de un afán constante y perdurable por transfigurar la realidad cotidiana. Son un poco largos, pero con ellos todo queda más claro:
«El principio básico [de Redgrove] es que el proceso creativo consta de diversas etapas. A cada etapa corresponde un cuaderno diferente: uno primero, llamado Diario, en el que anota todo tipo de estímulos: imágenes, citas, ideas, sueños; a este cuaderno le sigue otro llamado Imaginario, al que van a parar ‘las imágenes más musculosas, las metáforas más voraces, los extraños ciempiés del pensamiento’. Una vez incubado, este material se organiza en un tercer cuaderno. Aquí la tarea es doble: en la página izquierda aparece un primer borrador en prosa; en la página derecha, el borrador incorpora la partición del verso. Cuadernos posteriores exhiben borradores cada vez más trabajados, que un buen día desembocan en lo que Redgrove, a regañadientes, llama ‘versión final’.
Lo más curioso de esta técnica compositiva es que el autor dedica una o dos horas al día a cada uno de estos cuadernos: diario, imaginario y borradores pasan por sus manos en un proceso que abarca el trabajo de lustros. Aclaro enseguida este punto: Redgrove deja pasar meses e incluso años entre diferentes borradores de un mismo poema. Así, incorpora a su diario las imágenes e ideas del día; abre luego el imaginario por páginas de un año de antigüedad; corrige un borrador en prosa escrito dos años antes, y el primer borrador en verso de otro poema aun más antiguo. Y así sucesivamente. De este modo, pueden pasar de cinco a diez años hasta que un poema adquiere forma final, y en cada instante el escritor puede tener en sus ficheros centenares de textos inconclusos. Obviamente, no todos los borradores desembocan en un poema ni todas las versiones finales terminan viendo la luz, pero el porcentaje de logros es lo bastante amplio como para dar trabajo simultáneo a varias imprentas.»
Redgrove vino dos o tres veces por Sheffield a leer poemas y aproveché aquellos encuentros para charlar con él y tratar de conocerlo. No pude sacar mucho en claro porque vivía tan absorto en su mundo, en su peculiar rutina, que era casi imposible transitar una zona media en la conversación: o se hablaba de lo que a él le interesaba, y en sus términos, o no había mucho que hacer. Recuerdo sus cejas, eso sí, con un curioso bucle o rizo hacia arriba, como acentos circunflejos, y sus ojos vivaces de inglés excéntrico. Vivía muy retirado con su mujer, la también poeta Penelope Shuttle, en Falmouth, uno de los pueblos más hermosos de la costa sur de Cornualles, lugar favorecido por toda clase de pintores, donde daba clases de escritura creativa en el College of Arts, y a Falmouth dedicó multitud de poemas en los que aparecía como un pueblo poseído por una extraña energía, un lugar mágico que acogía o suscitaba constantes metamorfosis. Uno de esos poemas es este «Zona de terremotos», en el que coexisten diferentes realidades imaginativas, diferentes versiones del mismo pueblo, y que fue una de las primeras piezas de Redgrove que me atreví a traducir. No sé si es un gran poema, pero le tengo mucho cariño y es un retrato bastante fiel de la relación que él mismo tenía con su entorno, esa capacidad para otorgar rango fabuloso a las circunstancias más cotidianas y prosaicas.
Zona de terremotos
Nuestro hogar es zona de terremotos,
ciudad de columnas partidas y avalanchas colgantes.
Al ojo del visitante todo es paz:
las pequeñas cabañas de piedra, los estuarios
siempre alisados por el viento, pero ¿y la realidad?
Grandes piedras caen del cielo y rebotan
varias veces al día, grandes como palacios
o largas como avenidas.
¿De dónde vienen estos cuerpos caídos?
Ahora observo la luna llena:
qué tranquila y hermosa en su navegación;
luego, su negro equivalente se echa sobre nosotros
y aterriza en algún antiguo cráter…
Pero ¡mirad!, la luna aún cabalga
serena como una postal;
y otra vez su pesado espectro cae.
El golpe de la luna resuena por los montes.
De vez en cuando, en noches claras,
otra aparición nos visita,
una ciudad de muros y torres
y cisternas de agua luminosa
toma tierra y se acopla a nuestras calles,
y vagamos por esta ciudad suplementaria
explorando una versión astral del hogar
que estrena galerías en nuestras escaleras cotidianas,
halla un salón del trono en el silencio
Trad. J. D.
Hablar de Redgrove me lleva al pasado. Durante dos años, del 93 al 95, bajé regularmente al sótano de la biblioteca de la Universidad de Sheffield, un lugar no en vano llamado The Cage, para trabajar con los papeles de su archivo: borradores de poemas y novelas, cartas, primeras ediciones de sus libros… Mi tesina debía estudiar su método compositivo y llegué a consultar borradores escritos veinte años atrás. Todo un viaje en el tiempo. De vez en cuando, para combatir el tedio, desoía las prohibiciones legales y abría las carpetas de la correspondencia: recuerdo, por ejemplo, un fajo de cartas de Ted Hughes de mediados de los años setenta que leí con una mezcla de aprensión, entusiasmo y curiosidad malsana, como quien se cuela en una conversación ajena.
Para entender su curioso método de composición, del que dio cumplida descripción en un artículo, «Redgrove’s Incubator», no me resisto a citar dos párrafos de un viejo ensayo, «El baile del poeta» (incluido en Curvas de nivel), que dejan claro hasta qué punto vivía en una atmósfera saturada de creatividad, de un afán constante y perdurable por transfigurar la realidad cotidiana. Son un poco largos, pero con ellos todo queda más claro:
«El principio básico [de Redgrove] es que el proceso creativo consta de diversas etapas. A cada etapa corresponde un cuaderno diferente: uno primero, llamado Diario, en el que anota todo tipo de estímulos: imágenes, citas, ideas, sueños; a este cuaderno le sigue otro llamado Imaginario, al que van a parar ‘las imágenes más musculosas, las metáforas más voraces, los extraños ciempiés del pensamiento’. Una vez incubado, este material se organiza en un tercer cuaderno. Aquí la tarea es doble: en la página izquierda aparece un primer borrador en prosa; en la página derecha, el borrador incorpora la partición del verso. Cuadernos posteriores exhiben borradores cada vez más trabajados, que un buen día desembocan en lo que Redgrove, a regañadientes, llama ‘versión final’.
Lo más curioso de esta técnica compositiva es que el autor dedica una o dos horas al día a cada uno de estos cuadernos: diario, imaginario y borradores pasan por sus manos en un proceso que abarca el trabajo de lustros. Aclaro enseguida este punto: Redgrove deja pasar meses e incluso años entre diferentes borradores de un mismo poema. Así, incorpora a su diario las imágenes e ideas del día; abre luego el imaginario por páginas de un año de antigüedad; corrige un borrador en prosa escrito dos años antes, y el primer borrador en verso de otro poema aun más antiguo. Y así sucesivamente. De este modo, pueden pasar de cinco a diez años hasta que un poema adquiere forma final, y en cada instante el escritor puede tener en sus ficheros centenares de textos inconclusos. Obviamente, no todos los borradores desembocan en un poema ni todas las versiones finales terminan viendo la luz, pero el porcentaje de logros es lo bastante amplio como para dar trabajo simultáneo a varias imprentas.»
Redgrove vino dos o tres veces por Sheffield a leer poemas y aproveché aquellos encuentros para charlar con él y tratar de conocerlo. No pude sacar mucho en claro porque vivía tan absorto en su mundo, en su peculiar rutina, que era casi imposible transitar una zona media en la conversación: o se hablaba de lo que a él le interesaba, y en sus términos, o no había mucho que hacer. Recuerdo sus cejas, eso sí, con un curioso bucle o rizo hacia arriba, como acentos circunflejos, y sus ojos vivaces de inglés excéntrico. Vivía muy retirado con su mujer, la también poeta Penelope Shuttle, en Falmouth, uno de los pueblos más hermosos de la costa sur de Cornualles, lugar favorecido por toda clase de pintores, donde daba clases de escritura creativa en el College of Arts, y a Falmouth dedicó multitud de poemas en los que aparecía como un pueblo poseído por una extraña energía, un lugar mágico que acogía o suscitaba constantes metamorfosis. Uno de esos poemas es este «Zona de terremotos», en el que coexisten diferentes realidades imaginativas, diferentes versiones del mismo pueblo, y que fue una de las primeras piezas de Redgrove que me atreví a traducir. No sé si es un gran poema, pero le tengo mucho cariño y es un retrato bastante fiel de la relación que él mismo tenía con su entorno, esa capacidad para otorgar rango fabuloso a las circunstancias más cotidianas y prosaicas.
Zona de terremotos
Nuestro hogar es zona de terremotos,
ciudad de columnas partidas y avalanchas colgantes.
Al ojo del visitante todo es paz:
las pequeñas cabañas de piedra, los estuarios
siempre alisados por el viento, pero ¿y la realidad?
Grandes piedras caen del cielo y rebotan
varias veces al día, grandes como palacios
o largas como avenidas.
¿De dónde vienen estos cuerpos caídos?
Ahora observo la luna llena:
qué tranquila y hermosa en su navegación;
luego, su negro equivalente se echa sobre nosotros
y aterriza en algún antiguo cráter…
Pero ¡mirad!, la luna aún cabalga
serena como una postal;
y otra vez su pesado espectro cae.
El golpe de la luna resuena por los montes.
De vez en cuando, en noches claras,
otra aparición nos visita,
una ciudad de muros y torres
y cisternas de agua luminosa
toma tierra y se acopla a nuestras calles,
y vagamos por esta ciudad suplementaria
explorando una versión astral del hogar
que estrena galerías en nuestras escaleras cotidianas,
halla un salón del trono en el silencio
[de cada invernadero.
Trad. J. D.
martes, septiembre 22, 2009
tomlinson / sobre manhattan
Vuelvo a Charles Tomlinson, una vez más. Un viejo poema de Notes from New York and Other Poems (1984) que he vuelto a releer aprovechando la publicación de su Poesía completa. Ando estos días preparando una antología de textos sobre Nueva York para un amigo y me he tomado la libertad de abrirla con estos versos que, por razones obvias, no puedo dejar de asociar con las famosas fotos que Charles Ebbets tomó en los andamios de un rascacielos en construcción allá por el año 1932: la de los trabajadores dando cuenta de su almuerzo sobre una viga es muy célebre; menos conocida es la segunda, donde aparece el propio Ebbets en plena acción.
El texto es un ejemplo de la maestría constructiva, por así decirlo, de Tomlinson: cómo despliega y desplaza la idea gracias al hábil empleo del encabalgamiento, la combinación de versos largos y cortos, la ambigüedad medida de la sintaxis. En realidad, es como si la voz hablara apoyándose en esas mismas vigas de las que habla, como si caminara con infinita precaución sobre la estructura incipiente del poema. Un poema espigado y elegante como un rascacielos, aunque también, sin duda, mucho más habitable.
Sobre Manhattan
Allá arriba en el aire
entre los iroqueses: no:
no nacen
hechos a las alturas:
su paseo entre vigas
es un aprendizaje, al fin
algo aprendido
tan seguro como el instinto:
a sus pies
pueden mirar, impresa,
la gaceta de la ciudad
con un solo rasguño donde tres
columnas, allí levantadas,
muestran que el Parque es obra humana:
envuelto y acunado por
las distancias de catenaria
de puente sobre puente
este lugar es tan real
como si fuera imaginario: pero
desde donde se encuentran
hay que leer con atención:
pues poner
un pie en mal sito
es echar
más que un vistazo
y aunque
esta proximidad y esa distancia
no invitan a bailar, un baile
es lo que aguarda a nuestra mente
sobre Manhattan
Trad. J.D.
lunes, septiembre 21, 2009
cul-de-sac
Cada uno de los pasos que ha dado es perfectamente razonable, un modelo de equilibro y buen olfato. ¿Qué hace, pues, delante de este muro ciego, este callejón sin salida donde hasta el más ligero soplo despierta un eco atronador?
domingo, septiembre 20, 2009
el visitante
Avanzó entre las tumbas del viejo camposanto
buscando una inscripción, un nombre familiar.
El sol brillaba ecuánime sobre cruces y lápidas
perfilando las muescas funerarias
con su buril de sombra.
Oyó voces lejanas, un coche que arrancaba,
pero evitó volverse. Mejor pisar la hierba,
caminar junto al muro tachonado de musgo
entre mosquitos perezosos
y allí, como quien cumple una vieja promesa,
arrodillarse lentamente
y limpiar con las manos la piedra de otro tiempo,
la firma irrevocable que justifica un viaje:
su propio nombre.
viernes, septiembre 18, 2009
4+3
Está uncido a sus hijos y le es imposible detenerse, tomar aliento, no mirar otra cosa que el surco y los grumos de tierra.
*
Días en que debemos cargar con nuestra cabeza en los brazos. Se tira a dar y las balas arrecian sin descanso. Esconder nuestros pensamientos, izar bandera blanca.
*
Cuando escribir consiste en no sacarle todo el partido a las palabras.
*
Su hijo es quien más se le parece, pero no sabe nada de él. Su hijo es quien más se le parece, pero no sabría reconocerlo.
*
Algo se rompió para que estos fragmentos emergieran, pero ¿qué?
*
El muerto más reciente, que por no dejar de serlo hace lo imposible para impedir nuevas muertes.
*
Alguien que percibe las ondas concéntricas de cada latido.
jueves, septiembre 17, 2009
imán
Lo que llegó hace tiempo está pegado al imán del corazón y no lo suelta. Lo que va llegando después ya tiene que lidiar con intermediarios y siente el tirón de lo que se le acumula encima, hasta el punto de que la estructura, al menos en parte, amenaza con venirse debajo de un momento a otro.
Lo que ahora busca nuestro afecto tiene que abrirse paso sin piedad entre acumulaciones de materia inerte, ir directamente al hueso, la médula. ¿Conocerá el camino? En cualquier caso, que no cuente con nuestra ayuda, porque no podremos dársela. Somos víctimas indolentes y venenosas de nuestras posesiones.
Lo que ahora busca nuestro afecto tiene que abrirse paso sin piedad entre acumulaciones de materia inerte, ir directamente al hueso, la médula. ¿Conocerá el camino? En cualquier caso, que no cuente con nuestra ayuda, porque no podremos dársela. Somos víctimas indolentes y venenosas de nuestras posesiones.
martes, septiembre 15, 2009
sucursal
Sentado en el borde de la silla, escuchaba las evasivas del subdirector como si no fueran con él. Estaba claro que allí no le querían, que la sesión había terminado y debía asumir su fracaso, pero él se demoraba, buscaba cualquier forma de prolongar la cita y salir a la calle con otra respuesta. El subdirector le miraba con impaciencia mal encubierta, balbuciendo palabras sueltas que sin ser tajantes le hicieran levantarse. Parecían detenidos como para un retrato, una especie de moderna rendición de Breda en la que, sin embargo, el rostro de la dignidad hubiera cambiado: ya no era un general entregando con estudiada cortesía las llaves de su ciudad, sino un hombre obligado por sus miedos, fusionado con ellos pero que no ha perdido la esperanza ni la necesidad moral de perder con elegancia. Tampoco la rabia: si estos prestamistas han de ganar, parecía decirse, que no sea con mi ayuda.
domingo, septiembre 13, 2009
cohen / 4 poemas breves
Leonard Cohen vino ayer a Madrid, por fin. Un concierto de tres horas y cuarto, generoso y pletórico, lleno de matices y pequeños reconocimientos. Nos costó dejar nuestro sitio, quitar los ojos del escenario mientras los operarios comenzaban a retirar instrumentos y cables.
.
Estábamos ya en la calle, sudorosos y alegres, tratando de escapar de la multitud y encontrar el camino a casa, cuando vi en el suelo, cerca de un portal mal iluminado, un pequeño cuaderno de pastas negras. Miré a mi alrededor, pero nadie parecía reparar en él. Me agaché a recogerlo. Al abrirlo por las primeras páginas, descubrí estos pocos versos que alguien había escrito en diagonal con letra cuidadosa y apretada. Cuatro poemas muy breves, casi ráfagas.
VERANO: HAIKU
Silencio
y otro silencio aun más profundo
cuando los grillos
dudan
PUES LO POSEO TODO
Te preocupa que pueda dejarte.
No te dejaré.
Sólo los extraños viajan.
Dueño de todas las cosas,
no tengo adónde ir.
EL AMOR ES UN FUEGO
El amor es un fuego
Quema a todo el mundo
Desfigura a todo el mundo
Es la excusa que tiene el mundo
para ser feo
ALGUIEN QUE COME CARNE
Alguien que come carne
quiere hincar sus dientes en algo
Alguien que no come carne
quiere hincar sus dientes en otra cosa
Si por un momento
todo esto te interesa
estás perdido
Silencio
y otro silencio aun más profundo
cuando los grillos
dudan
PUES LO POSEO TODO
Te preocupa que pueda dejarte.
No te dejaré.
Sólo los extraños viajan.
Dueño de todas las cosas,
no tengo adónde ir.
EL AMOR ES UN FUEGO
El amor es un fuego
Quema a todo el mundo
Desfigura a todo el mundo
Es la excusa que tiene el mundo
para ser feo
ALGUIEN QUE COME CARNE
Alguien que come carne
quiere hincar sus dientes en algo
Alguien que no come carne
quiere hincar sus dientes en otra cosa
Si por un momento
todo esto te interesa
estás perdido
.
.
.
Trad. J.D.
viernes, septiembre 11, 2009
blake en ámbito cultural
Hay muchos Blake, y yo los he ido descubriendo poco a poco, a lo largo de los años. El Blake de las Canciones de Inocencia y Experiencia me ha interesado desde siempre. Esa capacidad para crear poemas redondos, exentos, que preludia la concepción escultórica del texto tan querida por los simbolistas, nunca ha dejado de fascinarme: poemas como «Londres», «El tigre» o «La rosa enferma» son insondables, inagotables; volvemos a ellos una y otra vez y siempre los encontramos vivos, siempre nos inquieren y nos asombran. Luego, en Blake hay un poeta con un ojo agudo y muy entrenado para la estampa costumbrista: «Jueves Santo», «El pequeño vagabundo» o «Londres», de nuevo, son capaces de levantar la escenografía de la ciudad que era entonces, a caballo entre la capital provinciana y algo destartalada del dieciocho y el monstruo imperial en que se convirtió en el curso del diecinueve. Londres está mucho más vivo en esos versos que en el soneto triunfalista que Wordsworth dedica al puente de Westminster.
Luego está el Blake de los epigramas, que es una versión más irónica y desenfadada del poeta de las canciones: son fragmentos feroces, de gran lucidez y penetración psicológica, y en los que Blake demuestra que era un buen observador de la naturaleza humana. Y que ningún sentimiento le era ajeno, porque ahí comparecen el rencor, la ira, el deseo, la frustración, pasiones demasiado humanas, si se quiere, que él sintió y anotó con la misma naturalidad con que hablaba de sus visiones y sus ángeles…
Así empieza «Las mil caras de Wiliam Blake», una charla con Marta Agudo sobre mi edición de su poesía en Visor que acaba de aparecer en Ámbito Cultural. Otra entrevista, otro fruto tardío de la primavera que ve la luz ahora, casi cuatro meses después, y que tiene algo de ensayo a dos voces. Tengo la sensación de que me ha permitido decir cosas sobre Blake que no siempre encuentran fácil acomodo en introducciones o textos críticos. Por cierto, la imagen, maravillosa, reproduce uno de los grabados que el artista inglés realizó para ilustrar el Infierno de Dante, en concreto el canto V, el dedicado a los amantes cuyos espíritus aparecen en torbellino antes de dar paso a la historia de Paolo y Francesca.
jueves, septiembre 10, 2009
alumnos modelo
Dedican la sobremesa a desbrozar pleitos de sus conocidos, disputas por herencias o propiedades que dividen secularmente a hermanos y familia. Así ensayan y se entrenan para el día de mañana, cuando deban afilar las uñas y embutirse el disfraz de ave carroñera. Simples ejercicios de prácticas que no deben extrañar o irritar a nadie. Te divierte (¿te consuela?) pensar que tanta experiencia acumulada no puede sino rendir fruto: la operación de despiece será todo un espectáculo, en efecto, aunque no habrá ningún Hogarth o Grosz a mano que los redima de su aterradora vulgaridad.
lunes, septiembre 07, 2009
sylvia plath / filo
.
Este «Filo» [«Edge»] es tal vez, exceptuando «Daddy» y «Lady Lazarus», el poema más famoso de Sylvia Plath. Lo escribió días antes de morir, y en este caso el acento melodramático no me parece descaminado: se trata realmente de un ensayo general, una recreación visual de su propia muerte. Y saberlo forma parte inextricable, para bien o para mal, de nuestra experiencia lectora. Por lo demás, es un poema escrito con un dominio absoluto de la forma, del lenguaje, de la composición; todo fluye con una limpieza y una precisión absolutas.
Este poema, como otros de su autora y algunos (muy escogidos) de Ted Hughes y Seamus Heaney, fue de los primeros que me atreví a traducir, allá por el 89. Atrevimiento es la palabra justa en este caso. Es como si hubiera necesitado conjurar su energía psíquica y simbólica centrándome únicamente en su textura verbal, su juego de asonancias y encabalgamientos. La traducción, así, convertida en una forma de autodefensa. La ofrezco ahora como homenaje al inmenso trabajo de Xoán Abeleira, el traductor de la poesía completa de Sylvia Plath en España (en la editorial Bartleby), una de esas personas a cuyo entusiasmo, perseverancia y buen hacer debemos versiones memorables no sólo de la obra de Sylvia Plath, sino también de la poesía de Rimbaud o Apollinaire.
Filo
La mujer ha alcanzado la perfección.
Su cuerpo
muerto muestra la sonrisa de la realización;
la imagen de una necesidad griega
fluye por los pliegues de su toga,
sus pies
desnudos parecen estar diciendo:
hasta aquí hemos llegado, se acabó.
Los niños, muertos y ovillados como blancas serpientes,
uno junto a cada pequeña
jarra de leche ya vacía.
Ella los ha plegado
de nuevo hacia su cuerpo como pétalos
de una rosa cerrada cuando el jardín
se aquieta y los aromas sangran
de las dulces y profundas gargantas de la flor de la noche.
La luna no tiene de qué entristecerse,
mirando fijamente desde su capucha de hueso.
Está acostumbrada a este tipo de cosas.
Sus negros crujen y se arrastran.
Dos de los primeros libros de poemas en inglés que compré fueron los Selected Poems de Seamus Heaney y los Collected Poems de Sylvia Plath, los dos con las viejas cubiertas de Faber & Faber que creaban un curioso fondo miniado a partir de la reiteración de dos ff minúsculas. Fue en un Waterstone’s de Lower O’Connell Street, en Dublín, creo que en el verano de 1988. A Heaney no le conocía, pero su libro, recién editado, ocupaba todo un escaparate de la librería. De Sylvia Plath sólo tenía oscuras referencias, pero abrí el libro por el final, por los poemas de Ariel, y quedé sobrecogido. Como tantos y tantos lectores antes que yo, por lo demás. Aquellos dos gruesos volúmenes se pasearon en mi mochila por toda Irlanda, no hubo lugar que visitara aquel verano que no esté ligado a su lectura.
Este «Filo» [«Edge»] es tal vez, exceptuando «Daddy» y «Lady Lazarus», el poema más famoso de Sylvia Plath. Lo escribió días antes de morir, y en este caso el acento melodramático no me parece descaminado: se trata realmente de un ensayo general, una recreación visual de su propia muerte. Y saberlo forma parte inextricable, para bien o para mal, de nuestra experiencia lectora. Por lo demás, es un poema escrito con un dominio absoluto de la forma, del lenguaje, de la composición; todo fluye con una limpieza y una precisión absolutas.
Este poema, como otros de su autora y algunos (muy escogidos) de Ted Hughes y Seamus Heaney, fue de los primeros que me atreví a traducir, allá por el 89. Atrevimiento es la palabra justa en este caso. Es como si hubiera necesitado conjurar su energía psíquica y simbólica centrándome únicamente en su textura verbal, su juego de asonancias y encabalgamientos. La traducción, así, convertida en una forma de autodefensa. La ofrezco ahora como homenaje al inmenso trabajo de Xoán Abeleira, el traductor de la poesía completa de Sylvia Plath en España (en la editorial Bartleby), una de esas personas a cuyo entusiasmo, perseverancia y buen hacer debemos versiones memorables no sólo de la obra de Sylvia Plath, sino también de la poesía de Rimbaud o Apollinaire.
Filo
La mujer ha alcanzado la perfección.
Su cuerpo
muerto muestra la sonrisa de la realización;
la imagen de una necesidad griega
fluye por los pliegues de su toga,
sus pies
desnudos parecen estar diciendo:
hasta aquí hemos llegado, se acabó.
Los niños, muertos y ovillados como blancas serpientes,
uno junto a cada pequeña
jarra de leche ya vacía.
Ella los ha plegado
de nuevo hacia su cuerpo como pétalos
de una rosa cerrada cuando el jardín
se aquieta y los aromas sangran
de las dulces y profundas gargantas de la flor de la noche.
La luna no tiene de qué entristecerse,
mirando fijamente desde su capucha de hueso.
Está acostumbrada a este tipo de cosas.
Sus negros crujen y se arrastran.
.
domingo, septiembre 06, 2009
la primera piedra
Al final de la obra, y después de una larga ovación, alguien se levanta y comienza a lanzar terribles imprecaciones contra el primer actor. El público, perplejo y algo escandalizado, retoma sus aplausos a fin de acallar al entrometido. La noche siguiente, sin embargo, un par de acomodadores notan extraños huecos y ausencias en las filas a su cargo. Tres o cuatro noches más tarde hay ya calvas visibles en el auditorio y los actores titubean, presos del nerviosismo. El hombre está marcado. Al final de la semana, no tendrá siquiera la categoría suficiente para que sea el productor quien le comunique su despido.
jueves, septiembre 03, 2009
entonces
Cuando el mundo se convirtió en el mundo
la luz brillaba como de costumbre
sobre un reloj indiferente,
el aire estaba lleno de comienzos
y mil veces en mil calles distintas
alguien se tropezaba en una piedra
y esa piedra le abría los ojos;
fue la ocasión que todos esperábamos
para tomar las mismas decisiones,
besar de nuevo el mismo suelo,
decir los hasta luego de anteayer;
y el rostro amado y rutinario
que fingía escuchar
o brindaba una mano distraída
volvió a apartarse antes de tiempo.
Detrás de las ventanas crecía la penumbra,
una gaviota hurgaba en la basura
y los niños jugaban casi a ciegas
ignorando los gritos de sus madres.
Era un día cualquiera en la ciudad,
con su ruido de fondo en nuestras venas
y el hollín de la noche borrando cercanías.
Quien guardó una moneda en su bolsillo
no fue más rico a la mañana.
Nada ocurrió que pueda recordarse,
ninguno de nosotros se dio cuenta
cuando el mundo se convirtió en el mundo.
Éste es uno de los poemas que leeré dentro de dos días, el sábado 5 de septiembre, a las ocho de la tarde, en el monasterio de Valdediós, en el concejo asturiano de Villaviciosa. Me presenta mi buen amigo José María Castrillón. Estas lecturas son siempre una buena ocasión para conocernos, charlar y pasar un buen rato. Si algún lector asturiano de esta bitácora se acerca, será más que bienvenido.
miércoles, septiembre 02, 2009
preguntas y respuestas
¿Qué puede aportar un curso de escritura creativa en relación con las clases académicas de teoría e historia de la literatura?
Supongo que una relación más inmediata con el texto, y también la posibilidad de ver y apreciar escrituras que a menudo quedan ocultas por las rejillas de la historiografía crítica. En otras palabras, la capacidad para relacionar la experiencia del texto con la propia experiencia, de imbricarlo en nuestra vida y nuestra sensibilidad. En última instancia, un taller permite subrayar la condición de cuerpo vivo del texto: eso que estamos leyendo nos inquiere y nos examina, es relevante y tiene algo que decirnos sobre nosotros mismos. Y a la vez, claro está, nos enseña a emplear ciertos recursos y técnicas que pueden ser útiles a la hora de escribir, aunque siempre trato de aclarar que los recursos expresivos están condicionados fatalmente por aquello mismo que estamos diciendo: lo que funciona en una situación puede no funcionar en otra. Yo no creo mucho en trucos o mañas para escribir, sino en desarrollar la intuición necesaria para que, en el momento de la escritura, el qué y el cómo (el tono, el ritmo, la música peculiar de las frases y las palabras y hasta de las sílabas…) vayan íntimamente unidos.
Así termina la conversación que mantengo con el poeta y crítico Carlos Javier Morales en el último número de la revista Poesía Digital, recién salido del taller. Una conversación por escrito, claro está, de ahí que a veces el tono sea más ensayístico que coloquial. La han titulado «La mirada despierta». Qué más quisiera yo, pero se agradece la confianza.
martes, septiembre 01, 2009
tomlinson / hache
Primer día de septiembre. Primer día del nuevo curso, si se quiere, aunque llevo un tiempo nada despreciable en la oficina y de las vacaciones ya ni me acuerdo. Las revistas también se ponen a punto y publican en estas fechas sus nuevos números. La colombiana El Malpensante, hermana espiritual de la mexicana Letras Libres, cumple cien números llenos de vitalidad y descaro. Uno de sus directores, Mario Jurchisk, ha tenido la gentileza de acoger una amplia selección de mis traducciones de Charles Tomlinson, al que dediqué hace poco una entrada en esta bitácora para celebrar la publicación de sus New Collected Poems.
Y bastante más cerca, desde Murcia, Héctor Castilla y Cristina Morano me anuncian la salida inminente de un nuevo número, el 6, de la revista de poesía Hache. Adjuntan un archivo de imagen con el índice, donde aparece uno en estupenda compañía, y prometen visita a Madrid para dentro de muy poco. Aquí estaremos si nada lo impide, y creo que hasta final de año, ay, no habrá nada que lo impida.