BITÁCORA DE JORDI DOCE. Mis últimos poemarios son En la rueda de las apariciones. Poemas 1990-2019 (Ars Poetica, 2019) y No estábamos allí (Pre-Textos, 2016). Además de traducir la poesía de William Blake, Anne Carson, T.S. Eliot y Charles Simic, entre otros, he publicado los cuadernos Hormigas blancas y Perros en la playa, y los libros de artículos y de crítica Imán y desafío, Curvas de nivel y Las formas disconformes. He reunido mis versiones de poesía en Libro de los otros (Trea, 2018).
jueves, abril 30, 2009
sobre las lecturas de poesía
[Los amigos del Círculo Cultural Valdediós me pidieron hace semanas un texto para su Memoria anual y escribí esta breve reflexión sobre el curioso ritual o fenómeno de las lecturas de poesía, sin las cuales nuestra vida de escribidores sería francamente muy distinta. No sé otros, pero yo cada vez creo más en las lecturas de poesía y menos en el formato actual o en la forma con que solemos afrontarlas. La imagen, por cierto, puede ayudar a hacer más inteligible el párrafo final.]
Lectura en Valdediós
En el curso de los años ha leído uno poemas en los lugares más variopintos: sótanos de bares de noche, el precario altillo de un hogar o casa regional, la zona de carga de una furgoneta, un lujoso teatro municipal con los asientos sistemáticamente vacíos, una casa de ocupas, e incluso, en Orán, una sala de exposición de lámparas cedida amablemente al Instituto Cervantes por su próspero dueño, feliz de poder contentar a su hija hispanófila. La experiencia me ha demostrado que la fama de personas ariscas y difíciles que tienen los poetas es francamente injustificada. Solemos mostrarnos tan agradecidos por la invitación, e incluso tan azorados de que nos hayan escogido entre tantos posibles candidatos, que aceptamos sin chistar, con sospechosa docilidad, las condiciones que se nos imponen. Aún guardo en la memoria la imagen de un colega encaramado a la escalera de caracol de un local nocturno, un sábado por la noche, mandando callar a la concurrencia mientras trataba de no perder el hilo de sus propias palabras. Pero un poema, por bueno que sea, no puede competir con el ruido de las copas y las conversaciones de borrachos.
El esfuerzo por, como he oído decir en ocasiones, acercar la poesía a la calle es loable pero no puede realizarse a cualquier precio. Y será inútil si no preserva lo que Seamus Heaney ha denominado «the sense of the occasion», el sentido o la importancia del momento, cierta actitud de preparación y recogimiento que reconoce que algo, en efecto, está ocurriendo o va a ocurrir. Una cosa es desdeñar justamente la solemnidad excesiva y otra muy distinta la tendencia, cada vez más acusada, a arrojar la poesía (o peor aún: a los poetas) a los leones de la trivialidad y la falta de atención. Aún recuerdo cómo el mismo Heaney nos pidió, el primer día, ver la sala donde iba a celebrarse su lectura: entró solo y dedicó unos minutos a pasear en silencio de un rincón a otro, ajustando el atril y el micrófono, tomando buena nota de la disposición de las sillas, haciendo una fotografía mental a la que poder recurrir en los momentos de ansiedad previos al acto. Luego, cuando tuvo que enfrentarse a sus oyentes, mostró la desenvoltura de un actor o un comediante; no vi rastro de inquietud ni de solemnidad impostada en sus maneras, y sí una mezcla experta de concentración y alegría, de respeto y entrega seductora. Las risas ocasionales del público no impidieron que una sola corriente de energía nos envolviera de principio a fin, facilitando la concentración, estableciendo ese vínculo de complicidad (de entendimiento) entre poeta y oyente sin el cual no hay lectura que se sostenga. Algo ha ocurrido, aunque dure unos pocos minutos, aunque implique sólo unos versos o una imagen aislada.
Desde luego, el caso de Heaney no es habitual. Sobran los buenos poetas que son lectores torpes o incapaces de comunicar tanto como los malos capaces de redimir sus versos con una voz resonante. Dado que nadie nos ha enseñado a leer en público, el aprendizaje se hace a ojos (y oídos) de los demás, a lo largo de varios años y en las circunstancias más diversas. A veces la confianza nos invita a bajar la guardia y olvidamos que toda lectura, por modesta que sea, exige ciertos preliminares, una particular disposición de ánimo. Y esto vale también, como ya he sugerido, para los oyentes. No escuchamos a un cuarteto de cuerda con la misma actitud con que asistimos a un concierto de jazz; no entramos en un museo corriendo o hablando a gritos. Lo ideal, desde luego, es conocer previamente la obra del autor. Pero, incluso si esto no es posible, se hace preciso poner algo de nuestra parte, situarnos activamente en su frecuencia de onda; los túneles sólo se terminan cuando los que han empezado en sus dos extremos se encuentran a medio camino.
Valdediós siempre me ha parecido un lugar ideal para ese pacto de confianza que es, o debería ser, toda lectura poética (un pacto que excluye toda pretensión, toda rigidez, pero que ha de ser fiel a la intensidad del poema, a su carácter de, como decía Auden, «habla memorable»). Me refiero a su aislamiento, por supuesto, pero también a esa mezcla de discreción y secretismo con que todo sucede en el monasterio, a las puertas y portales que hay que ir atravesando antes de llegar a la penumbra rojiza de su salón de actos. Puertas y portales, por lo demás, que son un poco la prolongación de los cruces y desvíos que conducen al valle. Recuerdo que hace años nos perdimos tratando de llegar a una lectura de Antonio Gamoneda (un desvío mal tomado que nos costó una eternidad corregir), pero el hecho mismo de perdernos parecía lógico y en consonancia con la naturaleza del lugar. Aquí hasta las personas poco atentas a la poesía tienen la oportunidad de mostrarse atentas con ella, y esto es algo que sucede tan pocas veces que no cabe menospreciarlo. No creo en retribuciones misteriosas ni en esa especie de justicia a largo plazo que, según dicen, termina poniendo a cada uno en su sitio, pero tener la buena fortuna de leer en Valdediós me compensa largamente de aquellas ocasiones en las que, subido a la cola de una furgoneta o entre expositores de lámparas en venta, terminaba preguntándome en qué me había equivocado.
martes, abril 28, 2009
ping pong
La Revista Ping Pong, que hacen en la República Dominicana los poetas Frank Báez y Giselle Rodriguez Cid, sube a la red su décimo número (¡enhorabuena!), y lo hace, entre otras cosas, con una muestra de poesía española contemporánea llena de buenos textos. Hay también un sentido (y muy merecido) homenaje al gran W. D. Snodgrass. No dejéis de asomaros.
lunes, abril 27, 2009
donne
La salida del sol
Viejo necio afanoso, ingobernable sol,
¿por qué de este manera,
a través de ventanas y visillos, nos llamas?
¿Acaso han de seguir tu paso los amantes?
Ve, lumbrera insolente, y reprende más bien
a tardos colegiales y huraños aprendices,
anuncia al cortesano que el rey saldrá de caza,
ordena a las hormigas que guarden la cosecha;
Amor, que nunca cambia, no sabe de estaciones,
de horas, días o meses, los harapos del tiempo.
¿Por qué tus rayos juzgas
tan fuertes y esplendentes?
Yo podría eclipsarlos de un solo parpadeo,
que más no puedo estarme sin mirarla.
Si sus ojos aún no te han cegado,
fíjate bien y dime, mañana a tu regreso,
si las Indias del oro y las especias
prosiguen en su sitio, o aquí conmigo yacen.
Pregunta por los reyes a los que ayer veías
y sabrás que aquí yacen Todos, en este lecho.
Ella es todos los reinos y yo, todos los príncipes,
y fuera de nosotros nada existe;
nos imitan los príncipes. Comparado con esto,
todo honor es remedo, toda riqueza, alquimia.
Tú eres, sol, la mitad de feliz que nosotros,
luego que a tal extremo se ha contraído el mundo.
Tu edad pide reposo, y pues que tu deber
es calentar el mundo, con calentarnos baste.
Brilla para nosotros, que en todo habrás de estar,
este lecho tu centro, tu órbita estas paredes.
No es casual que la primera gran lectura fuerte de John Donne (1572-1631), dejando de lado la antagonista de Samuel Johnson en Vidas de los poetas, se diera en la segunda década del siglo pasado, en pleno estallido vanguardista. La aparición de su poesía completa en 1912 en la edición de Herbert Grierson coincidió en el tiempo con el cambio de aires y de paradigma propiciado por la vanguardia, y en especial T. S. Eliot, quien dedicó varios de sus primeros ensayos (y todo un ciclo de conferencias en la Universidad de Cambridge) a Donne y el concepto de poesía metafísica en el que se suele englobar su obra y la de otros escritores del diecisiete, herederos suyos, como Crashaw, Herbert y Marvell. La vanguardia no deja de ser un momento «barroco» de la literatura, una etapa que subraya la dimensión material y autosuficiente del lenguaje, y, del mismo modo que nuestros poetas del 27 redescubren el álgebra de imágenes y la sintaxis gimnástica de Góngora, Eliot y sus seguidores reivindican la densidad verbal de Donne, su concentración alusiva, la vigorosa y retorcida musculatura de sus versos, capaces de integrar los elementos más disímiles, los registros más dispares. Como recuerda Eliot en una frase muy citada: «Un pensamiento, para Donne, era una experiencia; modificaba su sensibilidad». Lo que Eliot viene a decir, me parece, es que Donne, poeta omnívoro, concibe el poema como un proceso reflexivo que se vale de cualquier estímulo o referencia que tenga a mano en su afán de desplegarse; el poema no se preocupa de glosar ideas preestablecidas o extraer corolarios morales y sentimentales, sino que amalgama en un todo inextricable los impulsos de la percepción, el pensamiento y la imaginación. No es extraño, pues, que Coleridge le tuviera muy presente a la hora de desarrollar su concepto de «forma orgánica», su creencia en el poema como un cuerpo latiente cuyas partes se entrelazan con intrincada sutileza, avivándose mutuamente. El poeta barroco dinamita las leyes externas del decoro y la regularidad formal, subvirtiendo el legado petrarquista, pero su aparente desorden esconde un equilibrio secreto, un juego de contrastes léxicos y sintácticos que siempre halla resolución.
Traduje este poema en el otoño de 2005, en un momento de esterilidad intelectual y creativa que sin embargo remitió casi de inmediato, como si ante la gran poesía la barrera del escepticismo tuviera por fuerza que levantarse, reconocer la superioridad ajena. Lo publiqué en Letras Libres, en homenaje a los viejos tiempos.
sábado, abril 25, 2009
suceso
No estábamos allí cuando ocurrió.
Íbamos de camino a otra ciudad,
otra vida,
bajo un cielo cambiante que se movía con nosotros.
Cruzamos campos verdes, amarillos,
pueblos de gente suspicaz y cuervos impasibles,
y ni una vez echamos en falta nuestra casa
o sentimos nostalgia del pasado.
Así era el viaje:
por la noche silencio,
a la mañana niebla.
Una vez encontré un botón de hojalata en el bolsillo
y jugué a sostenerlo bajo el sol,
arrojando destellos a las altas espigas.
Luego fue una moneda usada
y tuvimos el paso franco en todos los controles.
Las llanuras de Europa son testigo.
Ellas saben también que algo ocurrió,
aunque nunca lo viéramos.
Íbamos de camino a otro país,
otra vida,
sin bultos estridentes,
sin espacio para el recuerdo.
Todo se congregaba a nuestra espalda,
ahora silencio y luego niebla.
.
jueves, abril 23, 2009
de diarios
El diario de escritor, por lo común, sólo puede serle útil a otros escritores, y entre ellos a una clase muy especial, los que viven asediados por las dudas y la sensación de fracaso y hallan consuelo en las fuerzas de flaqueza de sus predecesores. Me refiero, claro está, al diario introspectivo y aguijador, no al cuaderno notarial de narradores fuertes como Thomas Mann. Aunque, en general, tales escritores no escriben diarios ni los necesitan en modo alguno: lo suyo es un hacer continuo, y el relato de los infinitos escrúpulos y dudas del escritor pequeño les produce indiferencia o –en el mejor de los casos– un tibio azoramiento. Sólo los indecisos hallamos consuelo en la indecisión ajena, en esa vasta geografía de la incertidumbre donde la más breve luz tiene algo de relámpago.
miércoles, abril 22, 2009
galitzia / galicia
Regreso a Madrid tras cuatro espléndidos días en Cracovia, aún más memorables gracias a la compañía y la complicidad de Abel Murcia y Xavier Farré, que son como embajadores plenipotenciarios del castellano y el catalán por las tierras de la vieja Galitzia polaca, y me llega al mismo tiempo un mensaje de nuestra Galicia, de mi buen amigo el poeta y traductor Xoan Abeleira, quien ha tenido el detalle de incluir un poema de Alejandro Valero y otro mío en el artículo que publica semanalmente en La opinión de La Coruña; poemas, obviamente, traducidos al gallego. El resultado me conmueve y me hace recordar nuestros primeros encuentros, hace doce o trece años, aprovechando mis fugaces estancias madrileñas. Gracias, Xoan, y moito obrigado. (Del viaje a Cracovia hablaré más por extenso estos próximos días: me falta la necesaria distancia, la perspectiva.)
sábado, abril 18, 2009
hugo williams
La verdad es que nunca he prestado demasiada atención a Hugo Williams (1942), asociado al comienzo de su carrera al minimalismo narrativo del gran Ian Hamilton, y ahora una de las figuras de la escena literaria londinense, columnista habitual en el Times Literary Supplement (donde conduce, o conducía al menos hasta hace bien poco, una sección quincenal titulada «Freelance»), director de talleres literarios y autor de una docena de libros de poesía editados por Faber & Faber que encarnan a la perfección esa veta de empirismo irónico que procede de Larkin y que tanto gusta a ciertos lectores británicos. Este poema me divirtió mucho en su día y recuerdo que garabateé una rápida versión en el margen del número del TLS en que vio la luz, allá por el 2002 o el 2003. Un par de años más tarde descubrí el recorte en una vieja carpeta y le hice algunos ajustes, aunque el resultado nunca terminó de convencerme. El problema de traducir este tipo de piezas es que no se puede recurrir a ningún asidero formal: su atractivo es casi exclusivamente una cuestión de tono, una música conversacional que es difícil reproducir si no se tiene el oído entrenado para ello.
El poema, en cualquier caso, me sigue gustando por su sabia combinación de ironía y ternura, y también por su habilidad para captar esa dimensión infantil, voluble incluso, mezcla de indefensión y necio orgullo, que tiene toda relación amorosa.
Por favor ven tarde
Por favor ven tarde,
cuando casi haya renunciado a ti
y me dedique a examinar la sala
creyendo que todos son tú.
Por favor no vengas
hasta que no empiece a echarte de menos
y pensar que nunca te veré de nuevo,
rezando por que te hayas perdido.
Hazme sufrir,
que me pregunte qué estás haciendo
en el otro extremo de la ciudad,
con el camisón puesto.
Haz que implore misericordia
cada vez que eliges una revista.
¿Estás mirándote en el espejo,
recordando de repente que existo?
Ya voy por mi segundo café,
comiéndome los granos de azúcar de mi taza.
¿No has salido aún?
Me parece que no quiero verte después de todo.
La verdad es que no me gustas.
Prefiero estar solo.
Ya sé que todo ha acabado entre nosotros
pero sigo estando aquí,
leyendo el periódico
sin comprender una palabra.
Si ahora entraras aquí, no te reconocería.
Ni pienses en acercarte
hasta que no me haya vuelto un poco loco de amor por ti.
Trad. J.D.
jueves, abril 16, 2009
cornford(s)
No soy muy dado a los fetichismos biográficos, pero ayer, mientras leía las memorias de Bertrand Russell (me llevó a ellas uno de los breves artículos de Savater en su muy recomendable El arte de ensayar), di un pequeño respingo al encontrarme con un apellido familiar: un tal F. M. Cornford, poeta y profesor de clásicas en Trinity College, Cambridge. Russell estaba comenzando a sufrir represalias de distintos frentes, entre ellos el académico, por sus ideas pacifistas y su objeción de conciencia a la Primera Guerra Mundial, y Cornford le escribe una breve carta de apoyo y solidaridad, criticando abiertamente la postura de sus colegas universitarios, que habían abierto un expediente al futuro filósofo (a Russell, entonces, se le conocía principalmente como matemático). Es una carta breve, como digo, pero en la que todo se dice con claridad, elegancia y cortesía. Un testimonio de nobleza que parece haber emocionado a su destinatario, que la cita íntegramente como ejemplo de que no todos habían perdido la cabeza en su antigua universidad. (Terminada la guerra, Russell fue invitado a reintegrarse al claustro, pero la defenestración estaba demasiado reciente en su memoria y declinó el ofrecimiento.)
Este Cornford es, claro está, el padre de John Cornford, también poeta, comunista y brigadista internacional, muerto a los veintiún años en nuestra Guerra Civil, y al que José Ángel Valente dedicó un emocionante poema en La memoria y los signos (1966). Lo que no sabía es que su madre, Frances Cornford, también poeta (y muy admirada, años después, por Philip Larkin, que la antologó repetidamente), era hija del botanista Francis Darwin y nieta por tanto de Charles Darwin. ¡Cuántos cruces y coincidencias! Me he pasado un buen rato desenredando la dichosa madeja, y una vez más parece claro que por alguna misteriosa ley los mejores suelen buscarse y encontrarse, estableciendo correspondencias de las que apenas somos concientes al cabo de los años.
Este Cornford es, claro está, el padre de John Cornford, también poeta, comunista y brigadista internacional, muerto a los veintiún años en nuestra Guerra Civil, y al que José Ángel Valente dedicó un emocionante poema en La memoria y los signos (1966). Lo que no sabía es que su madre, Frances Cornford, también poeta (y muy admirada, años después, por Philip Larkin, que la antologó repetidamente), era hija del botanista Francis Darwin y nieta por tanto de Charles Darwin. ¡Cuántos cruces y coincidencias! Me he pasado un buen rato desenredando la dichosa madeja, y una vez más parece claro que por alguna misteriosa ley los mejores suelen buscarse y encontrarse, estableciendo correspondencias de las que apenas somos concientes al cabo de los años.
miércoles, abril 15, 2009
bacon / jano
Viendo los diversos retratos de Francis Bacon que han aparecido en prensa estas semanas con motivo de su exposición en el Prado, se me vuelve a hacer aparente algo que ya he sentido en otras ocasiones –al ver ciertas fotos de Auden, por ejemplo–, y es la rara incongruencia que hay en los rostros de muchos ingleses, como si a los rasgos puros y precisos de la niñez, que es tal vez la etapa de sus vidas en que más se acercan a la belleza, se superpusiera la máscara distorsionada de la edad adulta: arrugas, papada, endurecimiento, flacidez, deterioro, opacidad. Ambos rostros, el del niño y el del adulto, nunca se mezclan o entretejen del todo, y el resultado es una expresión indefinida, como por hacer, a veces cómica y otras chocante, como si alguien hubiera envejecido a su pesar, sin asumirlo del todo: una máscara que se deforma y estira por la fuerza, de modo casi mecánico, y donde la edad se asienta como una capa de maquillaje. Se diría que cada raza alcanza su plenitud física a una edad distinta: los ingleses suelen hacerlo en la niñez o la primera juventud. Basta comparar los últimos retratos de Bacon –nacido en Irlanda, sí, pero de familia netamente inglesa– con los de su juventud. Sin duda su presunta mala vida y sus excesos alcohólicos contribuyeron al deterioro. Pero, como en Auden, ese cambio estaba inscrito en sus genes, era una bomba de relojería que fue estallando silenciosamente a lo largo de los años.
martes, abril 14, 2009
paradiso
Ayer, mientras volvía a Madrid en un tren atestado de estudiantes universitarios y profesores de secundaria que aprovechaban hasta la última hora de sus vacaciones, me di cuenta de que no había pasado por Paradiso durante mi estancia en Gijón. Creo que es la primera vez en muchos años que no cumplo con este rito: el hecho de tener que estar atendiendo a mi hija en todo momento y el que la mayor parte de los días fueran festivos me ha dejado en fuera de juego. Puede sonar a exageración, pero el despiste me ha dolido: Paradiso es algo más que una librería o una pequeña tienda de discos indie (es decir: con todo lo que ha merecido el calificativo de indie a lo largo de los años). Es un centro de reunión, un lugar entrañable donde muchos hemos pasado buenas y abundantes horas, y es también una certeza que desafía al tiempo, que otorga –en mi caso, al menos– continuidad a mi relación con la ciudad por debajo de frecuentes y cada vez más largas ausencias. Un sitio único, en fin. No haber cumplido con mi peregrinaje habitual ha sido un mal gesto y, lo quiera o no, un síntoma del cansancio con el que acabé el trimestre pasado. Ojalá Chema lea esto, siquiera por azar, y sepa disculparme.
viernes, abril 03, 2009
leda, yeats y el cisne
LEDA Y EL CISNE
Un golpe inesperado: las grandes alas baten
en la aturdida joven, las oscuras membranas
le acarician los muslos, siente el pico en su nuca
y la opresión del pecho en su pecho indefenso.
¿Cómo pueden los blandos, sobrecogidos dedos
apartar de sus muslos la emplumada grandeza?
¿Y cómo puede el cuerpo, envuelto en blancas ráfagas,
no sentir el extraño corazón palpitante?
Un espasmo en las ingles engendra con el tiempo
la muralla caída, la torre, el techo en llamas
y la muerte de Agamenón.
Tan sometida,
tan domeñada por la sangre bestial del aire,
¿tomó con su energía cierto conocimiento
antes que el pico indiferente la soltara?
Trad. J.D.
jueves, abril 02, 2009
final
Los arcos de luz de farolas y cafés medio vacíos donde algunos se refugian al término del día. Una existencia en claroscuro, sin violencias. La luz refugiada en el cuenco de una mano. A veces sentía pasar el viento, y pedía tan sólo una patria, una patria pequeña y limpia como la palma de una mano. Eso pedía; como si tuviese sed (Eugenio de Andrade).