[Los amigos del Círculo Cultural Valdediós me pidieron hace semanas un texto para su Memoria anual y escribí esta breve reflexión sobre el curioso ritual o fenómeno de las lecturas de poesía, sin las cuales nuestra vida de escribidores sería francamente muy distinta. No sé otros, pero yo cada vez creo más en las lecturas de poesía y menos en el formato actual o en la forma con que solemos afrontarlas. La imagen, por cierto, puede ayudar a hacer más inteligible el párrafo final.]
Lectura en ValdediósEn el curso de los años ha leído uno poemas en los lugares más variopintos: sótanos de bares de noche, el precario altillo de un hogar o casa regional, la zona de carga de una furgoneta, un lujoso teatro municipal con los asientos sistemáticamente vacíos, una casa de ocupas, e incluso, en Orán, una sala de exposición de lámparas cedida amablemente al Instituto Cervantes por su próspero dueño, feliz de poder contentar a su hija hispanófila. La experiencia me ha demostrado que la fama de personas ariscas y difíciles que tienen los poetas es francamente injustificada. Solemos mostrarnos tan agradecidos por la invitación, e incluso tan azorados de que nos hayan escogido entre tantos posibles candidatos, que aceptamos sin chistar, con sospechosa docilidad, las condiciones que se nos imponen. Aún guardo en la memoria la imagen de un colega encaramado a la escalera de caracol de un local nocturno, un sábado por la noche, mandando callar a la concurrencia mientras trataba de no perder el hilo de sus propias palabras. Pero un poema, por bueno que sea, no puede competir con el ruido de las copas y las conversaciones de borrachos.
El esfuerzo por, como he oído decir en ocasiones,
acercar la poesía a la calle es loable pero no puede realizarse a cualquier precio. Y será inútil si no preserva lo que Seamus Heaney ha denominado «the sense of the occasion», el sentido o la importancia del momento, cierta actitud de preparación y recogimiento que reconoce que algo, en efecto, está ocurriendo o va a ocurrir. Una cosa es desdeñar justamente la solemnidad excesiva y otra muy distinta la tendencia, cada vez más acusada, a arrojar la poesía (o peor aún: a los poetas) a los leones de la trivialidad y la falta de atención. Aún recuerdo cómo el mismo Heaney nos pidió, el primer día, ver la sala donde iba a celebrarse su lectura: entró solo y dedicó unos minutos a pasear en silencio de un rincón a otro, ajustando el atril y el micrófono, tomando buena nota de la disposición de las sillas, haciendo una fotografía mental a la que poder recurrir en los momentos de ansiedad previos al acto. Luego, cuando tuvo que enfrentarse a sus oyentes, mostró la desenvoltura de un actor o un comediante; no vi rastro de inquietud ni de solemnidad impostada en sus maneras, y sí una mezcla experta de concentración y alegría, de respeto y entrega seductora. Las risas ocasionales del público no impidieron que una sola corriente de energía nos envolviera de principio a fin, facilitando la concentración, estableciendo ese vínculo de complicidad (de
entendimiento) entre poeta y oyente sin el cual no hay lectura que se sostenga. Algo ha ocurrido, aunque dure unos pocos minutos, aunque implique sólo unos versos o una imagen aislada.
Desde luego, el caso de Heaney no es habitual. Sobran los buenos poetas que son lectores torpes o incapaces de comunicar tanto como los malos capaces de redimir sus versos con una voz resonante. Dado que nadie nos ha enseñado a leer en público, el aprendizaje se hace a ojos (y oídos) de los demás, a lo largo de varios años y en las circunstancias más diversas. A veces la confianza nos invita a bajar la guardia y olvidamos que toda lectura, por modesta que sea, exige ciertos preliminares, una particular disposición de ánimo. Y esto vale también, como ya he sugerido, para los oyentes. No escuchamos a un cuarteto de cuerda con la misma actitud con que asistimos a un concierto de jazz; no entramos en un museo corriendo o hablando a gritos. Lo ideal, desde luego, es conocer previamente la obra del autor. Pero, incluso si esto no es posible, se hace preciso poner algo de nuestra parte, situarnos activamente en su frecuencia de onda; los túneles sólo se terminan cuando los que han empezado en sus dos extremos se encuentran a medio camino.
Valdediós siempre me ha parecido un lugar ideal para ese pacto de confianza que es, o debería ser, toda lectura poética (un pacto que excluye toda pretensión, toda rigidez, pero que ha de ser fiel a la intensidad del poema, a su carácter de, como decía Auden, «habla memorable»). Me refiero a su aislamiento, por supuesto, pero también a esa mezcla de discreción y secretismo con que todo sucede en el monasterio, a las puertas y portales que hay que ir atravesando antes de llegar a la penumbra rojiza de su salón de actos. Puertas y portales, por lo demás, que son un poco la prolongación de los cruces y desvíos que conducen al valle. Recuerdo que hace años nos perdimos tratando de llegar a una lectura de Antonio Gamoneda (un desvío mal tomado que nos costó una eternidad corregir), pero el hecho mismo de perdernos parecía lógico y en consonancia con la naturaleza del lugar. Aquí hasta las personas poco atentas a la poesía tienen la oportunidad de mostrarse atentas
con ella, y esto es algo que sucede tan pocas veces que no cabe menospreciarlo. No creo en retribuciones misteriosas ni en esa especie de justicia a largo plazo que, según dicen, termina poniendo a cada uno en su sitio, pero tener la buena fortuna de leer en Valdediós me compensa largamente de aquellas ocasiones en las que, subido a la cola de una furgoneta o entre expositores de lámparas en venta, terminaba preguntándome en qué me había equivocado.