Con el tiempo, la niña ha desarrollado una discreta sabiduría en el trato con sus padres. Alterna comportamientos y actitudes según la compañía: más vivaz y sociable, también más nerviosa, con la madre; pensativa y relajada y hasta acomodaticia con el padre. Percibe un cambio en el aire, otra inflexión de voz, otras palabras, y rápidamente se incorpora al carril que tiene previsto y que conoce bien de otras veces. El padre ha creído percibir incluso cierto agrado en su manera de afrontar el cambio, como si esta duplicidad la permitiera vivir con más fluidez, previniera el aburrimiento o la monotonía. La niña descansa de su padre en compañía de su madre, y viceversa. Descansa, se aleja, toma perspectiva y conoce quién es quién. Así también se va conociendo ella, en el trato alternado y sucesivo con unos padres que advierten y disfrutan del cambio, como si en esta capacidad de adaptación de su hija cifraran la intensidad del amor de ella, la naturaleza y alcance de su afecto. (Hay también, desde luego, una dimensión narcisista en este disfrute; lo saben, son incluso tan conscientes de su existencia que pueden desterrarla a un segundo plano.)
Acostumbrado a llevarla desde pequeña al parque, el padre observa con aprensión que la niña ha empezado a ignorar la zona de juegos; incluso los rechaza abiertamente cuando él, temeroso de contagiarle ese virus de la soledad que tanto daño le ha hecho, la anima a subirse al columpio o a trepar con otros niños por una torre hecha de cuerdas y plataformas de plástico y hierro que han dado en llamar «la jaula de los pájaros». Prefiere pasear, dice ella. Acercarse hasta una zona del parque que bautizaron hace meses como «el jardín japonés», un nombre que la niña repite con gusto, como un conjuro o una contraseña: un breve parche de tierra poblado por arces, bambúes y sauces llorones, rodeado por un arroyo que solo puede cruzarse gracias a dos gráciles puentes de madera donde siempre hay gente reclinada, fumando y charlando o simplemente viendo pasar el agua borrosa en silencio. Así que caminan y hablan (las historias de la niña son una infinita concatenación de anécdotas escolares que él oye como de lejos, asintiendo sin comprometerse, preguntando cuando siente que debe hacerlo) y los pasos compartidos son en sí mismos un juego con reglas que no por tácitas son menos inflexibles. Ella sabe que caminar por el parque es uno de los placeres de su padre y se adapta a él, le complace y aprende a encontrar placer en esa complacencia. Él se asusta, avergonzado por esta respuesta sumisa, y finge una jovialidad que al final se vuelve genuina e invade cada nervio, cada poro de su piel. Él mismo se sorprende de la rapidez con que su sangre cobra otro brillo, otra soltura, como si le indicara a su dueño un camino que pocas veces ha emprendido: la disciplina de la alegría, la voluntad de gozo como preludio de una visión más ligera, más luminosa; la felicidad transformada en una meta deportiva.
Pasado el jardín japonés, caminan sin rumbo, cogidos de la mano, alternando el silencio y la charla cómplice sobre lo que van encontrando a su paso: los perros que se husmean mutuamente, el grupo de practicantes de Tai Chi, la familia de gemelos idénticos, el joven que lee el periódico con actitud displicente y al mismo tiempo defensiva, esgrimiendo las páginas abiertas como un escudo. De vez en cuando, él la mira de reojo: el óvalo del rostro, la sombra del bozo en los rasgos suaves y formados, la expresión confiada, la absoluta seguridad en sí misma que fluye de la mano enlazada a su mano. Sus miedos son infundados, se dice, ella no resiente esta soledad de dos que parece una simple prolongación de la suya propia, tan maniática, tan llena de reservas y silencios difíciles. Lo haría, tal vez, si no tuviera con qué compararla, si no pudiera alejarse de su padre y vivir en el aire más ligero, también más frívolo y salubre, de su madre. La separación se le aparece entonces como un estado no del todo indeseable, al menos para la niña. Una forma de ganar elasticidad y también de no ahogarse en las atmósferas de dos seres tan rotundos, tan ellos mismos, como son sus padres. Aprieta ligeramente la mano de la niña y mira a otro lado, para esconder la mueca de su rostro. Le dice: ven, vamos a tomar algo.
(2008)