San Jorge es
apenas un niño
sobre un blanco caballo de cartón.
En el cielo azul pálido
hay una luna mínima, cortante,
y discurren distraídas las nubes.
La boca de la cueva se abre enorme,
apenas defendida por el dragón
con ojos en las alas
de encendidos colores
como el pavo real.
Su sangre corre roja,
convencional la sangre,
y tiñe tierno el verde de su piel.
La mujer, roja y verde
como el dragón, apenas
lo sujeta con una leve cuerda
que nada tensa.
Dócil, el animal
se presta al vencimiento.
La mano izquierda de ella
presenta, muestra, invita
a la entregada bestia.
Mientras,
la prolongada lanza
del san Jorge inocente
perpetúa la oscura
penetración.
(Paolo Uccello) [1]
Incluido en el poemario póstumo Fragmentos de un libro futuro (2000), «[San Jorge…]» es un poema relativamente sencillo,
descriptivo y hasta prosaico en algún tramo. Un poema que sigue de cerca muchos
de los motivos del cuadro con el que enlaza desde su primer verso, y que la
acotación final no hace sino confirmar: San
Jorge y el dragón, óleo sobre lienzo de Paolo Uccello pintado hacia 1470 y conservado
ahora en la National Gallery de Londres [2]. La descripción que hace el poeta
es tan precisa que no cabe relacionarlo con una representación del mismo motivo
que Uccello pintó unos diez años antes, entre 1456 y 1460, y que ahora se
exhibe en el Museo Jacquemart-André de París. El tono suelto de algunas frases,
su sintaxis enumerativa y el orden pausado con que cada estrofa se hace cargo
de los elementos de la escena hacen pensar que quizá surgiera de alguna entrada
de diario o de un cuaderno de viaje. Desde luego, se distingue netamente de
otros ejercicios de écfrasis de Valente, y en concreto del otro poema de tema
pictórico incluido en Fragmentos…,
que es una lectura igualmente descriptiva pero bastante más densa y tensionada
verbalmente del cuadro Der Lyriker [El poeta] de Egon Schiele; un poema en
prosa en el que la adjetivación cobra desde el arranque mismo una fuerte
dimensión connotativa.
Distinto es este poema, que parece
surgir, como se acaba de apuntar, de unas líneas volanderas escritas en
presencia del cuadro de Uccello. Lo indica el hecho de que la obra es leída siguiendo
el sentido habitual de la percepción, de derecha a izquierda. Así, a pesar de
la atracción indudable que la silueta herida del dragón ejerce en la mitad
izquierda del lienzo, el poema se fija en la mitad contraria para centrarse en
la figura de San Jorge, «apenas un niño / sobre un blanco caballo de cartón». Es
una imagen amable, digna de un cuarto de juegos (reforzada, además, por su
alusión al «[era
un] niño que soñaba / un caballo de cartón» del célebre poema
de Antonio Machado), que a su vez conlleva una fuerte
dimensión teatral. Esto que vais a ver, se nos recuerda, es una puesta en
escena, un cajón de marionetas que cobra vida cada vez que observamos el
cuadro. Resulta curioso que Valente, que no solía dejar nada al azar, repita el
adverbio «apenas»
en las estrofas tercera y quinta: en un caso lo hace para
matizar, poniéndolo en cuestión, el modo en que el dragón defiende su cueva; en
el otro, lo que se califica es la forma en que la mujer «sujeta una leve cuerda / que nada tensa». De
modo que San Jorge es, apenas; y tanto
el dragón como la mujer que tiene secuestrada y que San Jorge ha venido
presuntamente a salvar hacen, apenas.
El desplazamiento no es sólo revelador, sino que enriquece sutilmente el efecto
de la reiteración.
Sin entrar en un análisis detallado del poema,
que se parecería demasiado a un comentario de texto escolar, sí cabe incidir en
dos o tres aspectos que, a mi juicio, ayudan a comprender la poética de Valente
en este tramo final de su obra. El poema, que parece discurrir algo
distraídamente, como las nubes de la segunda estrofa, da un brinco en la
siguiente con la mención a las alas de «encendidos
colores / como el pavo real» que porta el dragón. Esta referencia explícita a los
colores despierta uno de los nudos de sentido del conjunto: la íntima vecindad
del rojo y el verde en las figuras del dragón y la mujer. Se rubrica así el
carácter complementario de ambos protagonistas, la gravedad del vínculo que los
une. No es casual, por lo demás, que la mención a estos dos colores suponga el afianzamiento
de un patrón métrico que incluye, en última instancia, guiños aliterativos (tiñe tierno) y anafóricos (sangre roja / convencional la sangre):
con ojos en las alas
de encendidos colores
como el pavo real.
Su sangre corre roja,
convencional la sangre,
y tiñe tierno el verde de su piel.
Es
justo decir que este primer brinco musical supone el ingreso en el poema de
marcas de estilo que tensionan el lenguaje y lo llevan, primero con timidez y
luego de manera decidida, al registro habitual de la poesía de Valente. Si el
léxico de la primera mitad está muy pegado al cuadro –sus formas evidentes–, el
de la segunda, sin dejar de ser fiel a la obra de Uccello, incorpora
sustantivos, epítetos y hasta sintagmas nominales que todo lector de Valente
reconoce al instante como suyos: «vencimiento», «entregada bestia», «prolongada
lanza», «del San Jorge inocente», «oscura penetración». Por no citar de nuevo
esa «leve cuerda / que nada tensa» que supone un breve descanso rítmico antes
del asalto de los versos finales.
¿Qué
pasa aquí, exactamente? Es como si el poema mismo fuera una preparación, un
marco verbal que va cobrando fuerza y erizándose conforme avanzamos al centro
del lienzo, disponiendo uno a uno los elementos con tensión creciente hasta
llegar a la imagen –el instante– de la muerte del dragón, esa «oscura /
penetración» que Uccello ha perpetuado para nosotros. Y ese sacrificio ritual
que ahí se representa, y que Valente describe también para nosotros en el
poema, nos dice algo sobre la relación entre naturaleza y cultura, selva selvaggia y sociedad. Que es
también un decir sobre la naturaleza humana y la relación, en ella, entre
imaginación y razón, ser y hacer, espera y búsqueda, pasividad y actividad… Nociones
todas ellas que gravitan, como sabemos, sobre la forma en que Valente concebía la
escritura y la creación poética, y que sondeó con lucidez en su escritura
crítica. Bien es verdad que una cosa es la red de símbolos y correspondencias
que parece haber creado el pintor y otra distinta la lectura adicional de nuestro
poeta, que justificaría su interés o atracción por el cuadro.
Y
al cuadro debemos volver. Los datos que hemos ido acopiando parecen sugerir que
mujer y dragón, más que figuras complementarias, son dimensiones de una misma
realidad espiritual o simbólica. Es la mujer la que, lejos de haber sido
secuestrada por el dragón, ha logrado domesticar al monstruo y lo entrega,
sumiso y «dócil» –así lo define el poeta–, a la lanza guerrera de San Jorge. El
rojo y el verde de sus ropas son espejo y prolongación del rojo y verde del
monstruo. La proporción se invierte en cada caso, y la abundancia de rojo en la
mujer se refleja en los círculos rojos –los «ojos»– de las alas del dragón y el
reguero de sangre que cae de sus fauces abiertas. A su vez, ese rojo es una
extensión, lanza mediante, de la silla de montar de San Jorge: el joven
caballero está sentado –casi literalmente– sobre un charco de sangre que
preludia la sangre derramada en el combate. Así pues, a nuestra izquierda nos
hallamos con una figura doble hecha de verde y rojo, que –como nos recuerda Cirlot
en Diccionario de los símbolos– son
los colores, por un lado, de la naturaleza, de «la fuerza creadora de la
tierra», del suelo nutricio (el verde), y por otro, «de la actividad per se y de la sangre» (el rojo) [3].
Cabe leer esta dupla, simbólicamente, como una imagen del principio femenino
que ha logrado amansar –reconciliarse con– su lado oscuro, ilimitado, ese
vínculo feroz con la tierra, el fuego y los ciclos estacionales de germinación
y muerte que le es propio. La mujer lleva al dragón atado con una cuerda que,
como dice el poeta, «nada tensa»; en ese sentido, es justamente lo contrario de
la «prolongada lanza», la dura lanza fálica que esgrime San Jorge.
Hay
más, no obstante. Expone Cirlot, en una entrada dedicada específicamente al
«Verdor vegetal», que «el eje cromático verde-azul (vegetación-cielo) es perfectamente
naturalista y expone un sentimiento concorde con el sentido de estos colores y
con el que emana de la contemplación de la naturaleza. En ese sentido es
contrario al eje negro-blanco, o al blanco-rojo, de carácter alquímico,
simbólico de procesos espirituales que “alejan” de la naturaleza» [4]. A esta
luz, los dos ejes del cuadro –el vertical, hecho de verde y azul; y el
horizontal, hecho de blanco y rojo sobre un fondo verde que, como aclara
Cirlot, «domina en el arte cristiano por su valor de alianza entre […] grupos
de colores» [5]– se corresponderían respectivamente con el plano de la
naturaleza, lo dado, y con el plano de lo social y cultural, es decir, lo
engendrado por la unión –en términos antropológicos– de mujer y hombre, de los
principios femenino y masculino. Pero si esta lectura es correcta o al menos
plausible, ¿quiere esto decir que la unión de mujer y hombre exige por fuerza
el sacrificio del monstruo y el consiguiente derramamiento de sangre? Pregunta
que también puede formularse así: si el dragón ya había sido amaestrado,
domesticado por la mujer, ¿por qué San Jorge se empeña en clavarle la lanza
ejecutora?
Demos
un pequeño rodeo. John Fowles (1926-2005), novelista inglés contemporáneo de Valente conocido por sus
novelas El coleccionista y La mujer del teniente francés, ambas
llevadas al cine con cierto éxito comercial, publicó en 1974 una novela breve
titulada La torre de ébano [6]. En ella, un joven crítico y pintor abstracto
inglés viaja a una comarca de la Bretaña francesa para visitar a un venerable
maestro pintor, Henry Breasley, sobre el que debe escribir una monografía. El
viejo pintor resulta ser un bon vivant
solitario, irascible y algo sátiro que odia la vieja Inglaterra, la abstracción
geométrica y la hipocresía de las buenas maneras. Vive en un caserío en el
resto de lo que fue el antiguo bosque mítico de Brocelianda con una joven colaboradora,
Diana, de la que el joven crítico, como era de prever, se enamora casi al
instante. Se establece así un triángulo de sospechas, secretos y celos mutuos
que convierte al joven crítico en un nuevo San Jorge dispuesto a liberar a la
doncella del yugo del dragón, personificado en Henry Breasley. El esquema se
vuelve explícito en la versión televisiva de la novela, estrenada en 1984,
donde Laurence Olivier se encarga de dar vida al viejo artista (en el que sería,
por cierto, su último trabajo como actor) [7]. Una de las escenas culminantes
del telefilme, que sin embargo no aparece en la novela original, es un
encuentro entre los dos protagonistas masculinos en el que el joven crítico acusa
directamente al pintor de tener «encadenada» a Diana. A lo que Breasley-Olivier,
sin reprimir su desdén o su displicencia, responde con estas palabras:
Cuando vuelva a Londres, vaya a la National Gallery y busque
el cuadro de San Jorge… Ahí está, el caballero con su armadura reluciente,
cargando contra el pobre y viejo dragón y la princesa… Pero ¿sabe usted? La princesa
lleva atado al dragón con una correa… Es su mascota, su compañero amaestrado, y
llevan viviendo juntos y felices muchos años, ¿no lo ve? Vaya, vaya a verlo y
pregúntese, ¿no es un poco ridículo San Jorge, no está actuando como un
estúpido entrometido?
La
pregunta de Breasley-Olivier confirma nuestras sospechas, que son en parte las
del poema. El viejo artista se presenta a sí mismo en esa historia como el
dragón ante la voluntad inexorable, abstractiva y en última instancia destructora
de San Jorge, reivindicando la fuerza elemental –original y nutricia– de la
tierra y el fuego (en la novela, Fowles insiste, no por azar, en que el color dominante
en la paleta de su pintor es el verde). San Jorge, según su lectura, sería el
símbolo del principio masculino embebido de sí, ciego a todo lo que no sea su
empresa, incapaz de prever las consecuencias de sus actos, atento únicamente a
su deseo de intervención en el mundo, del que se siente desligado y ajeno.
Valente,
más ceñido al cuadro y quizá por ello más pesimista, nos muestra a una mujer
que «presenta, muestra, invita» –verbos ambiguos que parecen denotar
complicidad a la vez que la difuminan– y a un San Jorge «inocente» que parece
reiterar el crimen por razones ajenas a su voluntad: él simplemente interpreta
su papel en la función mítica. Es sintomático que el único elemento del lienzo
que no comparece en el poema es el torbellino de nubes que parece empujar o dirigir,
desde atrás, la lanza de San Jorge, y que tradicionalmente se ha entendido como
una señal de la intervención divina. En el poema esa intervención brilla por su
ausencia. En realidad, no es necesaria. Bastante maldición tiene el hombre, el
«san Jorge inocente», al «perpetua[r] la oscura / penetración», la incursión
guerrera que sella su condición de intruso y de recién llegado a un mundo que
no comprende.
Valente,
como el viejo pintor Breasley, parece decirnos que la fuente de la creatividad
está en el dragón, el habitante de la cueva oscura, el bulto que se oculta en
lo negro y dormita y espera y echa humo y cobra fuerzas antes de salir de nuevo
al exterior. No otro, de hecho, es el sentido de un célebre texto de poética más
o menos contemporáneo de «[San Jorge…]» que parece responder, desde su mismo
título, «Cómo se pinta un dragón», a las preocupaciones que dramatiza el poema.
Uno de los fragmentos más citados del conjunto, que es también el más extenso,
funciona no sólo como poética sino como testimonio –moral, espiritual– o carta
de creencia de una relación con la escritura y el arte que Breasley suscribiría
sin vacilación:
La poesía no sólo no es comunicación; es, antes que nada […]
incomunicación, cosa para andar en lo oculto, para echar púas de erizo y
quedarse en un agujero sin que nadie nos vea, para encontrar un vacío secreto,
para adentrarnos en una habitación abandonada cuya puerta se pueda cerrar desde
dentro sin que nadie en el exterior sospeche que una puerta se disimula en el
muro, y para estarse allí en el claustro materno, seguros y escondidos, sin que
nadie aparezca, sin que nadie nos saque a la luz pública, desnudos e
indefensos, nos saque y nos suplicie y nos repita la sorda letanía cotidiana,
la letanía aciaga de la muerte. [8]
Ese
era el ideal, esa «cosa para andar en lo oculto [y] echar púas de erizo», que
es como decir «escamas de dragón», evitando la «letanía aciaga de la muerte» que
encarna la lanza de San Jorge, la pica del hombre que llamamos, irónicamente,
«de mundo» –pues sabemos o hemos descubierto que San Jorge no es del mundo, sólo
un intruso que se siente fuera de él–.
Sin
embargo, Valente, poeta crítico donde los halla, conocedor escéptico de la distancia
que las palabras establecen con el mundo, sabe que es difícil escapar del
estigma definido por el mito, repudiar del todo la parte de San Jorge que le
toca por nacimiento, casi por definición. Y quiere la paradoja –pero es una
paradoja luminosa, fecunda, aunque seguramente no querida ni buscada por el
autor– que sus palabras, en el poema que dedica a esta leyenda, se conmuevan y
se exalten justamente en las inmediaciones,
no del dragón y de su cueva, sino de esa lanza «del san Jorge inocente» que
reitera el crimen en el tiempo cíclico del mito. Es una excitación contradictoria,
en efecto, pues sus palabras saben como él que el crimen es inútil,
innecesario. O que, si es necesario, sirve para eternizar una forma de estar en
la vida y en el arte que está en las antípodas de la fuente –negra, furtiva,
oculta– que debía alimentar su poesía.
1.
Fragmentos de un libro futuro (1991-2000),
en José Ángel Valente, Obras completas I:
Poesía y prosa, ed. Andrés Sánchez Robayna, Galaxia Gutenberg-Círculo de
Lectores, Barcelona, 2006, pp. 556-557.
2.
Paolo Uccello, San Jorge y el dragón,
c. 1470. Óleo sobre lienzo. 55.6 cm × 74.2 cm. National Gallery, Londres.
3.
Juan Eduardo Cirlot, Diccionario de
símbolos, Siruela, Madrid, 2006 (1997), p. 462, 141.
4.
Ibídem, p. 462.
5.
Ibídem, p. 142.
6.
Existen dos ediciones de esta novella.
Una, muy temprana, del recientemente fallecido escritor uruguayo Álvaro
Castillo: La torre de ébano, Plaza y
Janés, Barcelona, 1976. Y otra, publicada hace apenas un año: La torre de ébano, traducción
de Miguel Ros González, Impedimenta, Madrid, 2017.
7.
The Ebony Tower (telefilme), 1984, 80
min. Dirección de Robert Knights y guión de John Mortimer sobre la historia
original de John Fowles. Con Lawrence Olivier, Roger Rees, Greta Scacchi y
Toyah Wilcox en los papeles protagonistas.
8.
Notas de un simulador (1989-2000), en
José Ángel Valente, Obras completas II:
Ensayos, ed. Andrés Sánchez Robayna, recopilación e introducción de Claudio
Rodríguez Fer, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, Barcelona, 2008, p. 460.
[Texto
leído el 17 de noviembre de 2016 dentro del ciclo «Valente, naciente sombra», organizado
por la Facultad de Poesía José Ángel Valente de la Universidad de Almería.
Gracias a Isabel Giménez Caro y Raúl Quinto por su amable invitación.]
Jacobo Pérez Enciso, Serie Bosque (2018)