miércoles, noviembre 28, 2018

per somnia





Vivo en un barrio de Madrid a caballo entre dos o tres límites naturales y al menos uno artificial: un río, las colinas de Moncloa, las vías del tren, un parque donde hace ochenta años se situó durante meses el frente de guerra… Un barrio fronterizo, sí, pero también un barrio incompleto o mal compuesto, hecho de retales, en el que ningún camino es recto del todo y trazar curvas de nivel es casi un problema de física cuántica (un problema, por lo demás, al que me enfrento cada mañana cuando salgo a caminar con la perra y trato de no cansarme demasiado pronto encarando pendientes muy pronunciadas o tramos imposibles de escaleras, pero esa es otra historia).

Quizá lo que más me atrae de este barrio es justamente su variedad –digamos– paisajística, el modo en que los retales se yuxtaponen, a menudo sin solución de continuidad, para ofrecer un viaje en miniatura por atmósferas que no son propias ni habituales de esta ciudad. Aquella ladera de pinos altaneros bajo el cielo azul de agosto me hace pensar en Roma; un poco más allá, la disposición vagamente caprichosa de los árboles y el césped que rodean el camino de tierra parece un préstamo inglés; al cruzar el puente que se eleva sobre las vías del tren y entrar en la otra mitad del parque –su mitad, digamos, más precaria o pobretona–, tengo la sensación de estar de nuevo en Sheffield, como si hubiera salido de clase y volviera a casa por las veredas sucias y descuidadas del pequeño parque universitario; a medio trayecto, la fachada gris metalizada del bloque de edificios que se destaca al fondo, tras un primer plano de chopos blancos que casi lo ocultan de la mirada, está sacado directamente de las afueras de una ciudad francesa; y así hasta el infinito y más allá, que es la visión del Palacio Real desde un segundo puente que me devuelve a la ermita y el breve cementerio donde están enterrados las víctimas de los fusilamientos del 2 de mayo. Algunas de estas atmósferas –insisto en el término– remiten a escenas de mi pasado; otras tienen la cualidad del sueño, quiero decir, de lo que alienta con más fuerza en la imaginación precisamente porque no tenemos certeza de haberlo vivido en primera persona.

¿Por qué cuento todo esto? Pasan los días, las semanas, y el aura de estas escenas no cambia ni disminuye; antes bien, cobra fuerza con la repetición, y no hay manera de cruzar el puente en un sentido sin pensar en Sheffield ni de cruzar el segundo puente, de linaje goyesco, sin volver los ojos hacia ese rectángulo formalista que conocí de niño en Tours o Le Havre. Y voy pensando que el tipo de escritura que más me atrae ahora –al menos en la práctica o en mi horizonte de trabajo– tiene mucho que ver con este diorama cambiante de mis paseos matinales. Una poesía hecha de transiciones abruptas, repentinas, movida por la lógica imperturbable del sueño, en el que cada salto es imprevisto y a la vez natural, como si tal cosa. Una poesía en la que el paisaje ya no se deja moralizar ni destacar en primer plano, como solía hace años, sino que proporciona un trasfondo oportuno para la perplejidad, el enigma. Una poesía con la ligereza y la fluidez del caminar, sí, pero capaz al mismo tiempo de convertir lo familiar en extraño, lo inmediato en remoto, el presente en signo o secuela de lo que hubo antes (pues los cambios en el espacio lo son también en el tiempo, y el misterio que emana de ellos se alimenta del pasado –de aquello del pasado que seguimos sin entender propiamente– o bien se proyecta hacia el futuro en forma de conjetura o de premonición). Una poesía que incursiona cada día en el territorio de lo que cree conocer para ver cómo eso consabido se aleja o se aparta o se disuelve a su paso, sin dejar por ello de interpelarnos o de prometer alguna clave que nos comprometa, valga el juego de palabras.

El sonambulismo –ese soñar despierto o con los ojos abiertos que muchas veces se ha equiparado al acto creativo– puede y debe ser fecundo si evita la tentación del hoyo umbilical, si se deja llevar y traer por los afectos del mundo como la bola del pinball rebota y es golpeada por los muelles, resortes y paletas de la máquina. Y los años no han hecho sino refrendar a mis ojos la sabiduría estructural de este paseo sonámbulo, su condición de correlato de nuestro pasar por el mundo: un pas(e)ar incierto, a tientas, a duras penas, pero también iluminado por salvas redentoras de asombro y de plenitud que nos hacen pensar, al menos por un instante, que algo se puede comprender si nos ponemos a ello.

sábado, noviembre 24, 2018

seamus heaney / 2 poemas breves






I.I.87

Aceras peligrosas.
Pero afronto el hielo este año
con el cayado de mi padre.


(Seeing Things, 1991)



La playa

Aquella línea de puntos
que mi padre dibujó
con su bastón en la arena
es algo que la marea
tampoco podrá llevarse.


(The Spirit Level, 1996)


trad. J.D.

martes, noviembre 20, 2018

not waving but drowning


Algo que no he tardado en descubrir en mis paseos con la perra es que casi nadie se saluda ya por la calle. En realidad, no es la calle. Nos cruzamos a primera hora en un parque urbano donde apenas hay tránsito, pero esta soledad, lejos de facilitar los encuentros, los vuelve más opacos, más ariscos, como si temiéramos comprometernos en exceso. Hasta mis torpes intentos de saludo parecen más bien gruñidos, un cabeceo animal. Los dueños de los perros no tenemos otro remedio que darnos los buenos días, pero lo hacemos de manera mecánica y sin apartar los ojos del chucho a nuestro cargo. Y cuando alguien ocasionalmente me saluda con una sonrisa o a las claras, mi primera reacción es de sobresalto; luego intento compensar mi grosería inicial, ese sonido gutural que hago pasar por «buenas», pero ni modo, como dicen los mexicanos.

Un día llegué a fabular que este acto fallido del saludo es en realidad el resorte que nos empuja a seguir camino, movidos por la incomodidad y el bochorno, pero sospecho que en mi exageración quedaba un resto de mis vivencias inglesas. Aquí en Madrid es simple inercia, el hábito de la calle trasplantado a los senderos del parque. Por lo demás, nada nuevo. Supongo que a ciertas horas y en ciertos lugares la misantropía es de rigor, pero la facilidad con que confirmamos nuestras peores expectativas nunca deja de sorprenderme.

viernes, noviembre 16, 2018

circe maia / novedad





Parece que por fin la antología de la poeta uruguaya Circe Maia (Montevideo, 1932) que he preparado para la editorial Pre-Textos está llegando a las librerías. Por lo pronto, ya se anuncia en la página web de la editorial (comparto aquí la cubierta, con una hermosa ilustración de José Saborit). Dicen que lo bueno se hace esperar, pero en este caso –no sabe uno por qué– todo ha sido un poco más difícil o complicado de lo habitual. El libro se titula Múltiples paseos a un lugar desconocido. Antología poética 1958-2014, como uno de los primeros poemas de su autora, y recoge una amplia selección de esta obra desde el inaugural En el tiempo (1958) hasta Dualidades, publicado hace apenas cuatro años: más de doscientas páginas de poesía, medio siglo largo de escritura (¡toda una vida!), y lo primero que se desprende de la lectura del conjunto es su innegable coherencia, el acento personalísimo de su voz, a la vez curiosa y discreta, interrogante y contenida, volcada en el mundo sin dejar de guardar cierta distancia con él.

Ya he escrito en otras ocasiones (aquí) sobre la obra de Circe Maia y de cómo llegué a ella. Añadiré tan sólo que esta antología me permite saldar una vieja deuda, que se remonta como poco a finales de mi estancia en Sheffield, allá por 1997-98. Nada es fácil cuando se trata de poesía. El tiempo se toma su tiempo y hay que ser muy tenaz, o muy testarudo, para sacar cualquier proyecto adelante. Dicen que los poetas hispanoamericanos de ahora mismo, los contemporáneos, no suelen gozar de mucho predicamento en España, que las ventas de sus libros son bajas. Yo espero sinceramente que este libro sea la excepción a la regla, porque hay mucho que aprender de la poesía de Circe Maia: una forma de estar y de ser en el mundo, una actitud moral que es también una posición estética, el modo en que una relación honesta, humilde con el mundo (y con las palabras que lo nombran) disipa la espiral disolvente y algo fantasmal de un subjetivismo exacerbado. Y todo ello sin sentimentalismos ni falsos consuelos, sin deponer las armas de una inteligencia sensible y alerta, llena de lucidez.

Así en estos dos poemas de Dualidades (2014) incluidos en la antología, que nos dan una idea del tono final de esta poesía, de su modo de enfrentarse a la finitud, propia o ajena, con la entereza de quien lleva muchos años ensayando. Buena lectura.


Las siete placitas

Al entrar o salir de la ciudad se atraviesan
siete plazas pequeñas.
En alguna no cabe más que una palmera.
En otra, hay dos árboles y un banco.
En la más grande hay hasta una fuente
y una gran rosaleda, con bancos que se enfrentan.
No está todo al mismo nivel. Hay un lugar más alto.
Allí han puesto una estatua.
(La estatua, con el sable en alto,
ataca el aire plácido.)

Calles finas y curvas separan las placitas.
Crucemos con cuidado.
Desde este lugar se ven las casas nuevas
y, en las veredas, siete palmeras altas
que conservan la luz del sol por mucho rato.
Cuando todo es penumbra
se ve brillar las hojas todavía
y a veces
un rumor en lo alto.


¿Cómo será?

¿Será posible que uno esté escribiendo,
por ejemplo, esta frase, y nos quede inconclusa?
«Tú no verás caer la última gota
que en la clepsidra tiembla.»
No veremos entonces el momento
previo, el momento
último. Caerá el papel,
la taza de café, o lo que sea.
O tal vez no.
Podría ser la velita que se apaga
imperceptiblemente
sin que ninguna puerta se cierre
y ninguna se abra.


lunes, noviembre 12, 2018

lección de interferencia





Una de esas lecturas juveniles por las que sigo teniendo un cariño especial es El tapiz de Malacia, de Brian W. Aldiss, que leí en la vieja edición de tapa dura de Minotauro (la hoja de respeto sigue teniendo las marcas a lápiz de Tina, la responsable de la librería Universal de Gijón, que soportaba mis visitas interminables con paciencia socarrona: dice ahí que el libro llegó a la tienda el 17 de diciembre de 1984 y que yo lo compré exactamente dos meses después, el 17 de febrero de 1985, por mil doscientas pesetas, unos siete euros y medio, toda una fortuna para el muchacho de diecisiete años que era entonces). Aldiss es uno de los maestros de la ciencia ficción clásica gracias en especial a la trilogía de Heliconia, pero The Malacia Tapestry, publicada originalmente en 1977, fue una anomalía en su carrera: una novela picaresca con ribetes fantásticos y situada en un trasunto de la Venecia renacentista (la Malacia del título, aunque en esas sílabas también alienta el recuerdo del viejo emporio comercial de Malaca), una ciudad-estado cuyos habitantes descienden de los dinosaurios y en la que toda forma de cambio está prohibida. Un breve paseo por la red me hace pensar que no estoy solo en mi devoción: son muchos los que recuerdan con placer su mezcla de ironía, desenfado y erotismo, y sobre todo la precisión y la riqueza de su estilo. Más allá de los guetos genéricos, Aldiss era un escritor y prosista admirable que bebía lo mismo de la novela popular (Mary Shelley, Dickens, H.G. Wells) que de la modernidad rutilante de Yeats o Virginia Woolf, por no hablar de los Inklings de su Oxford natal.




El caso es que la novela va encabezada por un breve poema que recuerdo a la perfección porque fue uno de mis primeros «descubrimientos» líricos. Son versos que Aldiss dedica a su mujer, Margaret Christie Manson, y en la versión de Manuel Figueroa –el traductor del libro– dicen así:

el tiempo bajo un amanecer
de cristal, y nubes de polen
que cruzan el océano verde

tú eres mi sueño
verde sueño de existencia
frágil pero perdurable

Años después, cuando leí los poemas imagistas de Pound o H.D., entendí mi fascinación adolescente por estos versos: brevedad, condensación, la capacidad para tomar un instante de percepción (una visión del mundo natural) y convertirlo en emblema, ese lirismo asordinado de la segunda estrofa, con la repetición de un «sueño [...] / frágil pero perdurable» que da la medida exacta de nuestro existir... La huella de esta lectura revivió al cabo de veinticinco años y se coló en mi poema «Una vida», concretamente en su punto 17, en el que inserté esos tres versos finales en forma de homenaje privado... pero también con la certeza de que me ayudaban a concretar, o mejor a enriquecer, el sentido del conjunto:

17. Nubes de polen a la luz oblicua de la tarde. Un aire sutil mueve las acacias y despierta retinas, vislumbres, lujurias tardías. Tú eres mi sueño, verde sueño de existencia, frágil pero perdurable.

El caso es que ahora, cuando el escritor y traductor Lawrence Schimel está embarcado en la tarea de traducir No estábamos allí al inglés, he vuelto sobre la novela de Aldiss para encontrar el texto original de esos versos y citarlos tal cual en la traducción. Y ahí es donde me he llevado una sorpresa (no diré «mayúscula», pero casi), pues resulta que el poema original de Aldiss no tiene mucho que ver –nada, en rigor– con la versión que yo había leído todos estos años. Veamos:

time under prisms
dawn and pollen clouds afloat
presaging changes

you are the glimpsed light
in my smokey existence
frail but enduring

Que podría traducirse más o menos así:

el tiempo bajo prismas
amanecer, y nubes de polen suspendido
que presagian cambios

tú eres la luz entrevista
en mi nublada existencia
frágil pero perdurable

Sólo un verso, el último, coincide con la versión de Figueroa. Nada de «sueño» en el poema de Aldiss, ningún «océano verde», ningún «verde sueño de existencia»... Se me ocurrió que quizá el traductor había partido de una versión primera o primitiva del poema que luego, en ediciones posteriores, Aldiss habría reescrito, pero Google Books me ha permitido acceder a la primera edición británica de la novela y ahí el poema aparece tal cual, sin cambios. Aldiss nunca lo modificó.

De manera que llego a la conclusión de que ese poema que tanto me gustó hace treinta y tres años (una edad significativa) es obra, en realidad, de su traductor, Manuel Figueroa, que se inspiró en los versos de Aldiss para crear su propio emblema verbal. Lo hizo traicionando el engarce de los versos con la novela, pues esas «nubes de polen / que presagian cambios» son una referencia indudable al tiempo detenido de Malacia, la ciudad inalterable donde toda novedad está prohibida, pero siendo quizá fiel al germen imagista del original: el contraste luz/nublado de la segunda estrofa se resuelve en su versión en un contraste mucho más nítido y luminoso, más concreto (que hubiera hecho, me parece, las delicias de Pound o de Charles Tomlinson): nubes de polen sobre un océano verde...

No hay moraleja en esta historia, salvo tal vez para recordar –de nuevo– que nuestro aprendizaje y nuestro historial de lecturas están llenos de malentendidos y confusiones, de interferencias... Nada es del color con que lo pintan, literalmente: lo que era «verde» se revela, en realidad, «nublado» y hasta «humeante» (el otro sentido de la palabra «smokey»). Manuel Figueroa es uno de los traductores más notables y prolíficos de la literatura fantástica y de ciencia-ficción, gracias entre otros motivos a su larga asociación con Minotauro (suya es, por ejemplo, la traducción clásica de El hobbit de Tolkien). Pero está claro, al menos por este ejemplo, que había en él un poeta secreto con ganas de hacerse ver. Y que –por improbable que fuera– encontró un lector receptivo en ese muchacho de Gijón que lo ignoraba todo sobre su futuro, y mucho menos que terminaría haciendo versos. Ahora toca traducir esa segunda estrofa de Aldiss-Figueroa al mismo idioma inglés del que decía provenir. El juego de las metamorfosis sigue su curso.

jueves, noviembre 08, 2018

bienmesabe


Cuando su madre tuvo una crisis nerviosa, explica [la actriz Helena] Bonham Carter, «empezó a tener el sueño recurrente de que se comía a mi padre: que lo trinchaba y se lo comía entero. Pensaba que era un sueño horripilante, y el psiquiatra al que terminó acudiendo le preguntó: “¿Y a qué sabe?”. Ella respondió: “Nadie me ha preguntado eso nunca. Sabe muy dulce”. Después de esa sesión, el sueño desapareció. El problema se resolvió al instante». (De una entrevista en The Guardian.)

domingo, noviembre 04, 2018

josé ángel valente / los colores del sacrificio







San Jorge es apenas un niño
sobre un blanco caballo de cartón.

En el cielo azul pálido
hay una luna mínima, cortante,
y discurren distraídas las nubes.

La boca de la cueva se abre enorme,
apenas defendida por el dragón
con ojos en las alas
de encendidos colores
como el pavo real.

Su sangre corre roja,
convencional la sangre,
y tiñe tierno el verde de su piel.

La mujer, roja y verde
como el dragón, apenas
lo sujeta con una leve cuerda
que nada tensa.
                              Dócil, el animal
se presta al vencimiento.
La mano izquierda de ella
presenta, muestra, invita
a la entregada bestia.
                                        Mientras,
la prolongada lanza
del san Jorge inocente
perpetúa la oscura
penetración.

                                                 (Paolo Uccello) [1]


Incluido en el poemario póstumo Fragmentos de un libro futuro (2000), «[San Jorge…]» es un poema relativamente sencillo, descriptivo y hasta prosaico en algún tramo. Un poema que sigue de cerca muchos de los motivos del cuadro con el que enlaza desde su primer verso, y que la acotación final no hace sino confirmar: San Jorge y el dragón, óleo sobre lienzo de Paolo Uccello pintado hacia 1470 y conservado ahora en la National Gallery de Londres [2]. La descripción que hace el poeta es tan precisa que no cabe relacionarlo con una representación del mismo motivo que Uccello pintó unos diez años antes, entre 1456 y 1460, y que ahora se exhibe en el Museo Jacquemart-André de París. El tono suelto de algunas frases, su sintaxis enumerativa y el orden pausado con que cada estrofa se hace cargo de los elementos de la escena hacen pensar que quizá surgiera de alguna entrada de diario o de un cuaderno de viaje. Desde luego, se distingue netamente de otros ejercicios de écfrasis de Valente, y en concreto del otro poema de tema pictórico incluido en Fragmentos…, que es una lectura igualmente descriptiva pero bastante más densa y tensionada verbalmente del cuadro Der Lyriker [El poeta] de Egon Schiele; un poema en prosa en el que la adjetivación cobra desde el arranque mismo una fuerte dimensión connotativa.

Distinto es este poema, que parece surgir, como se acaba de apuntar, de unas líneas volanderas escritas en presencia del cuadro de Uccello. Lo indica el hecho de que la obra es leída siguiendo el sentido habitual de la percepción, de derecha a izquierda. Así, a pesar de la atracción indudable que la silueta herida del dragón ejerce en la mitad izquierda del lienzo, el poema se fija en la mitad contraria para centrarse en la figura de San Jorge, «apenas un niño / sobre un blanco caballo de cartón». Es una imagen amable, digna de un cuarto de juegos (reforzada, además, por su alusión al «[era un] niño que soñaba / un caballo de cartón» del célebre poema de Antonio Machado), que a su vez conlleva una fuerte dimensión teatral. Esto que vais a ver, se nos recuerda, es una puesta en escena, un cajón de marionetas que cobra vida cada vez que observamos el cuadro. Resulta curioso que Valente, que no solía dejar nada al azar, repita el adverbio «apenas» en las estrofas tercera y quinta: en un caso lo hace para matizar, poniéndolo en cuestión, el modo en que el dragón defiende su cueva; en el otro, lo que se califica es la forma en que la mujer «sujeta una leve cuerda / que nada tensa». De modo que San Jorge es, apenas; y tanto el dragón como la mujer que tiene secuestrada y que San Jorge ha venido presuntamente a salvar hacen, apenas. El desplazamiento no es sólo revelador, sino que enriquece sutilmente el efecto de la reiteración.

Sin entrar en un análisis detallado del poema, que se parecería demasiado a un comentario de texto escolar, sí cabe incidir en dos o tres aspectos que, a mi juicio, ayudan a comprender la poética de Valente en este tramo final de su obra. El poema, que parece discurrir algo distraídamente, como las nubes de la segunda estrofa, da un brinco en la siguiente con la mención a las alas de «encendidos colores / como el pavo real» que porta el dragón. Esta referencia explícita a los colores despierta uno de los nudos de sentido del conjunto: la íntima vecindad del rojo y el verde en las figuras del dragón y la mujer. Se rubrica así el carácter complementario de ambos protagonistas, la gravedad del vínculo que los une. No es casual, por lo demás, que la mención a estos dos colores suponga el afianzamiento de un patrón métrico que incluye, en última instancia, guiños aliterativos (tiñe tierno) y anafóricos (sangre roja / convencional la sangre):

con ojos en las alas
de encendidos colores
como el pavo real.

Su sangre corre roja,
convencional la sangre,
y tiñe tierno el verde de su piel.

Es justo decir que este primer brinco musical supone el ingreso en el poema de marcas de estilo que tensionan el lenguaje y lo llevan, primero con timidez y luego de manera decidida, al registro habitual de la poesía de Valente. Si el léxico de la primera mitad está muy pegado al cuadro –sus formas evidentes–, el de la segunda, sin dejar de ser fiel a la obra de Uccello, incorpora sustantivos, epítetos y hasta sintagmas nominales que todo lector de Valente reconoce al instante como suyos: «vencimiento», «entregada bestia», «prolongada lanza», «del San Jorge inocente», «oscura penetración». Por no citar de nuevo esa «leve cuerda / que nada tensa» que supone un breve descanso rítmico antes del asalto de los versos finales.

¿Qué pasa aquí, exactamente? Es como si el poema mismo fuera una preparación, un marco verbal que va cobrando fuerza y erizándose conforme avanzamos al centro del lienzo, disponiendo uno a uno los elementos con tensión creciente hasta llegar a la imagen –el instante– de la muerte del dragón, esa «oscura / penetración» que Uccello ha perpetuado para nosotros. Y ese sacrificio ritual que ahí se representa, y que Valente describe también para nosotros en el poema, nos dice algo sobre la relación entre naturaleza y cultura, selva selvaggia y sociedad. Que es también un decir sobre la naturaleza humana y la relación, en ella, entre imaginación y razón, ser y hacer, espera y búsqueda, pasividad y actividad… Nociones todas ellas que gravitan, como sabemos, sobre la forma en que Valente concebía la escritura y la creación poética, y que sondeó con lucidez en su escritura crítica. Bien es verdad que una cosa es la red de símbolos y correspondencias que parece haber creado el pintor y otra distinta la lectura adicional de nuestro poeta, que justificaría su interés o atracción por el cuadro.

Y al cuadro debemos volver. Los datos que hemos ido acopiando parecen sugerir que mujer y dragón, más que figuras complementarias, son dimensiones de una misma realidad espiritual o simbólica. Es la mujer la que, lejos de haber sido secuestrada por el dragón, ha logrado domesticar al monstruo y lo entrega, sumiso y «dócil» –así lo define el poeta–, a la lanza guerrera de San Jorge. El rojo y el verde de sus ropas son espejo y prolongación del rojo y verde del monstruo. La proporción se invierte en cada caso, y la abundancia de rojo en la mujer se refleja en los círculos rojos –los «ojos»– de las alas del dragón y el reguero de sangre que cae de sus fauces abiertas. A su vez, ese rojo es una extensión, lanza mediante, de la silla de montar de San Jorge: el joven caballero está sentado –casi literalmente– sobre un charco de sangre que preludia la sangre derramada en el combate. Así pues, a nuestra izquierda nos hallamos con una figura doble hecha de verde y rojo, que –como nos recuerda Cirlot en Diccionario de los símbolos– son los colores, por un lado, de la naturaleza, de «la fuerza creadora de la tierra», del suelo nutricio (el verde), y por otro, «de la actividad per se y de la sangre» (el rojo) [3]. Cabe leer esta dupla, simbólicamente, como una imagen del principio femenino que ha logrado amansar –reconciliarse con– su lado oscuro, ilimitado, ese vínculo feroz con la tierra, el fuego y los ciclos estacionales de germinación y muerte que le es propio. La mujer lleva al dragón atado con una cuerda que, como dice el poeta, «nada tensa»; en ese sentido, es justamente lo contrario de la «prolongada lanza», la dura lanza fálica que esgrime San Jorge.

Hay más, no obstante. Expone Cirlot, en una entrada dedicada específicamente al «Verdor vegetal», que «el eje cromático verde-azul (vegetación-cielo) es perfectamente naturalista y expone un sentimiento concorde con el sentido de estos colores y con el que emana de la contemplación de la naturaleza. En ese sentido es contrario al eje negro-blanco, o al blanco-rojo, de carácter alquímico, simbólico de procesos espirituales que “alejan” de la naturaleza» [4]. A esta luz, los dos ejes del cuadro –el vertical, hecho de verde y azul; y el horizontal, hecho de blanco y rojo sobre un fondo verde que, como aclara Cirlot, «domina en el arte cristiano por su valor de alianza entre […] grupos de colores» [5]– se corresponderían respectivamente con el plano de la naturaleza, lo dado, y con el plano de lo social y cultural, es decir, lo engendrado por la unión –en términos antropológicos– de mujer y hombre, de los principios femenino y masculino. Pero si esta lectura es correcta o al menos plausible, ¿quiere esto decir que la unión de mujer y hombre exige por fuerza el sacrificio del monstruo y el consiguiente derramamiento de sangre? Pregunta que también puede formularse así: si el dragón ya había sido amaestrado, domesticado por la mujer, ¿por qué San Jorge se empeña en clavarle la lanza ejecutora?




Demos un pequeño rodeo. John Fowles (1926-2005), novelista inglés contemporáneo de Valente conocido por sus novelas El coleccionista y La mujer del teniente francés, ambas llevadas al cine con cierto éxito comercial, publicó en 1974 una novela breve titulada La torre de ébano [6]. En ella, un joven crítico y pintor abstracto inglés viaja a una comarca de la Bretaña francesa para visitar a un venerable maestro pintor, Henry Breasley, sobre el que debe escribir una monografía. El viejo pintor resulta ser un bon vivant solitario, irascible y algo sátiro que odia la vieja Inglaterra, la abstracción geométrica y la hipocresía de las buenas maneras. Vive en un caserío en el resto de lo que fue el antiguo bosque mítico de Brocelianda con una joven colaboradora, Diana, de la que el joven crítico, como era de prever, se enamora casi al instante. Se establece así un triángulo de sospechas, secretos y celos mutuos que convierte al joven crítico en un nuevo San Jorge dispuesto a liberar a la doncella del yugo del dragón, personificado en Henry Breasley. El esquema se vuelve explícito en la versión televisiva de la novela, estrenada en 1984, donde Laurence Olivier se encarga de dar vida al viejo artista (en el que sería, por cierto, su último trabajo como actor) [7]. Una de las escenas culminantes del telefilme, que sin embargo no aparece en la novela original, es un encuentro entre los dos protagonistas masculinos en el que el joven crítico acusa directamente al pintor de tener «encadenada» a Diana. A lo que Breasley-Olivier, sin reprimir su desdén o su displicencia, responde con estas palabras:

Cuando vuelva a Londres, vaya a la National Gallery y busque el cuadro de San Jorge… Ahí está, el caballero con su armadura reluciente, cargando contra el pobre y viejo dragón y la princesa… Pero ¿sabe usted? La princesa lleva atado al dragón con una correa… Es su mascota, su compañero amaestrado, y llevan viviendo juntos y felices muchos años, ¿no lo ve? Vaya, vaya a verlo y pregúntese, ¿no es un poco ridículo San Jorge, no está actuando como un estúpido entrometido?




 
La pregunta de Breasley-Olivier confirma nuestras sospechas, que son en parte las del poema. El viejo artista se presenta a sí mismo en esa historia como el dragón ante la voluntad inexorable, abstractiva y en última instancia destructora de San Jorge, reivindicando la fuerza elemental –original y nutricia– de la tierra y el fuego (en la novela, Fowles insiste, no por azar, en que el color dominante en la paleta de su pintor es el verde). San Jorge, según su lectura, sería el símbolo del principio masculino embebido de sí, ciego a todo lo que no sea su empresa, incapaz de prever las consecuencias de sus actos, atento únicamente a su deseo de intervención en el mundo, del que se siente desligado y ajeno.

Valente, más ceñido al cuadro y quizá por ello más pesimista, nos muestra a una mujer que «presenta, muestra, invita» –verbos ambiguos que parecen denotar complicidad a la vez que la difuminan– y a un San Jorge «inocente» que parece reiterar el crimen por razones ajenas a su voluntad: él simplemente interpreta su papel en la función mítica. Es sintomático que el único elemento del lienzo que no comparece en el poema es el torbellino de nubes que parece empujar o dirigir, desde atrás, la lanza de San Jorge, y que tradicionalmente se ha entendido como una señal de la intervención divina. En el poema esa intervención brilla por su ausencia. En realidad, no es necesaria. Bastante maldición tiene el hombre, el «san Jorge inocente», al «perpetua[r] la oscura / penetración», la incursión guerrera que sella su condición de intruso y de recién llegado a un mundo que no comprende.

Valente, como el viejo pintor Breasley, parece decirnos que la fuente de la creatividad está en el dragón, el habitante de la cueva oscura, el bulto que se oculta en lo negro y dormita y espera y echa humo y cobra fuerzas antes de salir de nuevo al exterior. No otro, de hecho, es el sentido de un célebre texto de poética más o menos contemporáneo de «[San Jorge…]» que parece responder, desde su mismo título, «Cómo se pinta un dragón», a las preocupaciones que dramatiza el poema. Uno de los fragmentos más citados del conjunto, que es también el más extenso, funciona no sólo como poética sino como testimonio –moral, espiritual– o carta de creencia de una relación con la escritura y el arte que Breasley suscribiría sin vacilación:

La poesía no sólo no es comunicación; es, antes que nada […] incomunicación, cosa para andar en lo oculto, para echar púas de erizo y quedarse en un agujero sin que nadie nos vea, para encontrar un vacío secreto, para adentrarnos en una habitación abandonada cuya puerta se pueda cerrar desde dentro sin que nadie en el exterior sospeche que una puerta se disimula en el muro, y para estarse allí en el claustro materno, seguros y escondidos, sin que nadie aparezca, sin que nadie nos saque a la luz pública, desnudos e indefensos, nos saque y nos suplicie y nos repita la sorda letanía cotidiana, la letanía aciaga de la muerte. [8]

Ese era el ideal, esa «cosa para andar en lo oculto [y] echar púas de erizo», que es como decir «escamas de dragón», evitando la «letanía aciaga de la muerte» que encarna la lanza de San Jorge, la pica del hombre que llamamos, irónicamente, «de mundo» –pues sabemos o hemos descubierto que San Jorge no es del mundo, sólo un intruso que se siente fuera de él–.

Sin embargo, Valente, poeta crítico donde los halla, conocedor escéptico de la distancia que las palabras establecen con el mundo, sabe que es difícil escapar del estigma definido por el mito, repudiar del todo la parte de San Jorge que le toca por nacimiento, casi por definición. Y quiere la paradoja –pero es una paradoja luminosa, fecunda, aunque seguramente no querida ni buscada por el autor– que sus palabras, en el poema que dedica a esta leyenda, se conmuevan y se exalten justamente en las inmediaciones, no del dragón y de su cueva, sino de esa lanza «del san Jorge inocente» que reitera el crimen en el tiempo cíclico del mito. Es una excitación contradictoria, en efecto, pues sus palabras saben como él que el crimen es inútil, innecesario. O que, si es necesario, sirve para eternizar una forma de estar en la vida y en el arte que está en las antípodas de la fuente –negra, furtiva, oculta– que debía alimentar su poesía.


1. Fragmentos de un libro futuro (1991-2000), en José Ángel Valente, Obras completas I: Poesía y prosa, ed. Andrés Sánchez Robayna, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, Barcelona, 2006, pp. 556-557.
2. Paolo Uccello, San Jorge y el dragón, c. 1470. Óleo sobre lienzo. 55.6 cm × 74.2 cm. National Gallery, Londres.
3. Juan Eduardo Cirlot, Diccionario de símbolos, Siruela, Madrid, 2006 (1997), p. 462, 141.
4. Ibídem, p. 462.
5. Ibídem, p. 142.
6. Existen dos ediciones de esta novella. Una, muy temprana, del recientemente fallecido escritor uruguayo Álvaro Castillo: La torre de ébano, Plaza y Janés, Barcelona, 1976. Y otra, publicada hace apenas un año: La torre de ébano, traducción de Miguel Ros González, Impedimenta, Madrid, 2017.
7. The Ebony Tower (telefilme), 1984, 80 min. Dirección de Robert Knights y guión de John Mortimer sobre la historia original de John Fowles. Con Lawrence Olivier, Roger Rees, Greta Scacchi y Toyah Wilcox en los papeles protagonistas.
8. Notas de un simulador (1989-2000), en José Ángel Valente, Obras completas II: Ensayos, ed. Andrés Sánchez Robayna, recopilación e introducción de Claudio Rodríguez Fer, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, Barcelona, 2008, p. 460.


[Texto leído el 17 de noviembre de 2016 dentro del ciclo «Valente, naciente sombra», organizado por la Facultad de Poesía José Ángel Valente de la Universidad de Almería. Gracias a Isabel Giménez Caro y Raúl Quinto por su amable invitación.]


Jacobo Pérez Enciso, Serie Bosque (2018)