Conozco a José Luis Zerón Huguet
(Orihuela, 1965) desde los tiempos heroicos (creo que los puedo calificar así)
de la revista literaria Empireuma, que dirigió en las décadas de 1990 y
2000 con la ayuda cómplice de Ada Soriano, José María Piñeiro y José Manuel
Ramón. Nuestra primera comunicación data, pues, de hace exactamente veinticinco
años, cuando coincidimos en la antología Los nuevos poetas –entonces
éramos «nuevos»... y jóvenes– editada por el también poeta José Luis García
Herrera en 1994. Allí estaban, entre otros (cito un poco a vuelatecla), José
Fernández de la Sota, Guillem Vallejo, Ilia Galán o la propia Ada Soriano.
Tendría que ir a las cartas de aquel periodo
para saber cómo se estableció el contacto, pero lo cierto es que muy pronto
José Luis, con su hospitalidad generosa, abrió las páginas de la revista a mis
poemas y traducciones. Allí se publicó también una de las primeras reseñas de Diálogo
en la sombra (1997). En aquel periodo pre-Internet (la red ya daba sus
primeros pasos, pero era mayormente terra incognita), las revistas en
papel cumplían un papel fundamental para cimentar vocaciones y complicidades.
Aislado como estaba en Sheffield, sin apenas contactos con el medio literario
español (recuerdo que entonces sólo Álvaro Valverde había respondido con
gentileza al envío de mi primer libro), la posibilidad de ir publicando poemas
en Empireuma era algo más que un refrendo o una toma de confianza: me hacía
sentirme acompañado.
Pasaron los años, como en los cuentos,
cada cual tuvo que entrar como pudo en la adultez y perdí el contacto con José
Luis. Hasta que en 2010, de veraneo en la costa de Murcia, mi hija Paula me
propuso visitar la casa natal de Miguel Hernández en Orihuela. Y allá que
fuimos. Y esa visita (de la que habría mucho que contar, pero será para otra
vez) fue la ocasión, finalmente, de conocer en persona a José Luis y retomar el
contacto. La sentí –la viví– como una forma de cerrar un círculo que llevaba
demasiado tiempo abierto. Desde entonces, han pasado casi nueve años en los
que, a falta de encuentros personales, hemos podido conversar por correo
electrónico y seguir al corriente de nuestros trabajos respectivos.
La década de 1990 no fue fácil para
poetas como José Luis, cuya escritura se movía muy lejos de las modas al uso.
El ninguneo crítico y editorial estaba a la orden del día y no existía Internet
para sortearlo con la astucia debida. Pero el creador que hay en él ha sabido sobreponerse
a las dificultades del comienzo con cuatro libros publicados en rápida sucesión
que dan cuenta del arraigo de su vocación poética y de la verdad y la fuerza de
su visión: Sin lugar seguro (Germanía, 2013), De exilios y moradas
(Polibea, 2016), Perplejidades y certezas (Ars poética, 2017) y Espacio
transitorio (Huerga y Fierro, 2018).
Así que cuando José Luis me invitó a
prologar su último libro, Espacio transitorio, no dejé pasar la
oportunidad de rendir homenaje a su escritura y, de paso, saldar mi vieja deuda
con él. Copio, pues, los tres párrafos iniciales de mi prólogo, que dan –me
parece– una idea bastante clara de por dónde se mueven estos nuevos poemas.
Aprovecho también para recomendar la entrevista que Ada Soriano le hizo en
diciembre del año pasado en la revista digital «Frutos del tiempo». Leyéndola,
no me parece casual que este libro sea quizá el más reseñado y mejor recibido
de su autor. Como dice un viejo proverbio inglés, «toda espera tiene
su recompensa». A otros nos gusta llamarlo justicia poética.
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La obra de José Luis Zerón Huguet
(Orihuela, 1965) ha sido siempre un sondeo en el misterio, el enigma. Desde la
publicación hace veinticinco años de su primera entrega, Solumbre (1993),
su poesía ha indagado con lúcida insistencia en los signos terrestres, los
elementos primordiales –agua, fuego, tierra, aire–, para empezar a comprender
lo real y obtener, quizá, un atisbo de sentido. En los poemas de nuestro autor
el sentido nunca o rara vez es transcendente, sino que surge de la exploración
sensorial y casi alucinada del mundo físico, de su inmanencia, el aquí y
ahora de las cosas: mieses, espigas, muros, rastrojos, tallos resecos, la
luz de la tarde en los árboles y los campos, el vuelo de los pájaros, el sol
negro del mediodía, los cauces complementarios de los ríos y los caminos, la
huella de unas botas, el brillo gastado de enseres y herramientas…
La contemplación obsesiva de este mundo
conlleva un grado de extrañeza –de extrañamiento– que nos permite tomar
conciencia del tejido complejísimo y a la vez coherente de la realidad, con sus
luces y sus sombras, su juego de contrarios, su infinito juego de espejos. Y
sólo el ser humano conocedor de esa realidad dejará de sentirse, literalmente,
un desterrado, un excluido. José Luis Zerón sabe, con Keats, que «la
poesía de la tierra nunca muere», y sabe también que de esa poesía, esto es, de
los vínculos con la tierra que ella mantiene y preserva, depende nuestra
cordura. Los títulos mismos de sus libros son explícitos a este respecto: Ante
el umbral, El vuelo en la jaula y, sobre todo, De exilios y
moradas, donde el peligro de la alienación –y hasta de la depresión, como
veremos más adelante– convive con la certeza de un refugio al alcance de la
mano, tras el velo que nubla o distorsiona nuestros sentidos. En esta misma
línea se expresa el escritor José María Piñeiro cuando, sobre Perplejidades
y certezas (Ars Poetica, 2017), último poemario del autor, dice que «supone al poeta como sujeto vidente, productor de
imágenes densas y autónomas, captador de los movimientos secretos y
transmutatorios de la naturaleza en comunión con el hombre». De ahí que la
misión del poeta sea, en fin, «la de descifrar lo que ocurre ante una mirada que
conjunta la multiplicidad de los fenómenos en una imagen plenaria».
Y así llegamos a esta nueva entrega, Espacio
transitorio, que ocupa un lugar aparte en la obra de nuestro poeta. Ya
desde sus primeros compases queda claro que estos poemas configuran una especie
de libro negro, de quiebra o fractura donde la visión poética se
despeña, abrumada por la sombra omnipresente del dolor y la violencia, el
sufrimiento –propio y ajeno–, la angustia, la enfermedad… Los 33 poemas que lo
integran –la cifra es significativa– dibujan un via crucis que hace
paradas en la historia, el arte y el mito, que hace hablar a personajes
bíblicos (Job, la mujer de Lot) y a grandes artistas (Van Gogh, Munch, Richard
Dadd), que explora el dolor personal («Oración a San Orfidal», «No te he
llamado») y colectivo (los «otros», los «excluidos»), que da voz a las víctimas
de la historia («Visita al cementerio judío de Suceava», «La niña de Srebrenica»)
y a la vez registra la impotencia del sujeto contemporáneo, del individuo
inmerso en las trampas del sistema, aguijado por la culpa pero incapaz de
actuar. El resultado es un libro escrito desde la urgencia y la necesidad, una
llamada de atención que es también un grito de socorro. José Luis Zerón
responde así a la doble función de la poesía en tiempos difíciles: testimonio
de soledad, sí, pero también manifiesto solidario, expresión depurada de
nuestra hermandad fundamental. [...]