jueves, febrero 28, 2019

phoebe power / pastorales austríacas



i           el lago, que está negro en enero.

ii          un arroyo de madrugada,
            el Loser pierde mineral.

iii         al salir del coche en Ratten
            aire limpio de las alturas, Die Post, tractor.

iv         Wolfsberg, por ejemplo, era una zona de blanco sordo.

v          y el canal de Villach, asperjado de mala hierba.

vi         Yo vivía en una colina de Carintia
            con cabras moteadas y graneros.

vii        Volvería al río silbante
            del Tirol,
            volvería a las casas
            de tejas de madera de Vorarlberg.

viii       Trepaba por bosques de montaña
            y emergía entre insectos, flores,
            árboles derribados, ganado.

por donde recorría los senderos sin baches
diariamente, dejando atrás las gallinas y el risco
encima del cementerio.





Sé muy poco de la poeta británica Phoebe Power (Newcastle-upon-Tyne, 1993). Solo que durante sus años estudiantiles dirigió la sociedad poética de Pembroke College (el mismo al que fue Ted Hughes, por cierto) en la Universidad de Cambridge, y que se ha dado a conocer tempranamente con su primer libro, Shrines of Upper Austria (Santuarios de Alta Austria), publicado por Carcanet en 2018. Tiene un blog bastante actualizado donde anuncia lecturas y otras novedades.

El libro, que ha merecido el premio Forward de poesía como mejor primer libro del año y es finalista del premio T. S. Eliot, está inspirado en la vida de la abuela austriaca de Power, que se casó con un soldado británico y emigró a Inglaterra después de la segunda guerra mundial. Y así este poema, engañosamente sencillo, que empieza con el adjetivo «negro» y termina con el sustantivo «cementerio». Por el camino, las montañas del Tirol: allí, como escribió el propio Eliot, «se respira libertad».





domingo, febrero 24, 2019

traum / 2


Nunca me había pasado: inventarme una palabra en sueños. Estaba en una recepción, creo que académica o universitaria, cuando vi a X en un aparte y le dije: «¡Hipóstame!». Supongo que quería decir, dame un abrazo, porque eso fue lo que hice en el sueño: dar un estrujón efusivo a X, a quien no veo desde hace años y con el que todo acercamiento se ha vuelto tenso, difícil.

¿De dónde habrá venido esta invención? Existe el galicismo «ripostar», parece que habitual en el Caribe, con el sentido de «responder de forma airada» o «contraatacar», y la RAE me confirma que el prefijo hipo- equivale a «debajo de». Es decir, que lo que estaba diciéndole a mi viejo amigo es, en realidad, rebájame, ponme en un escalón inferior a ti. Lo peor es que, conociendo a X –sabiendo cuál ha sido el clima de nuestra amistad–, la cosa parece muy plausible.

miércoles, febrero 20, 2019

libro de los otros / reseña


Había decidido no utilizar el blog para colgar reseñas de mis libros (prefiero compartir textos, lecturas, admiraciones), pero hago una excepción con esta lectura que Jaime Priede, con quien tanto he querido a lo largo de treinta años que se cumplirán muy pronto, acaba de publicar en el último número –el 29, descargable aquí– de la revista Nayagua sobre Libro de los otros (Trea, 2018). La leo con emoción y agradecimiento. Más acá de los elogios, pocas veces se ven las intenciones o los propósitos de uno tan bien elucidados. Jaime conoce perfectamente las piezas del puzle de esta escritura, el contexto que las envuelve y la fuerza que las mueve, y la precisión de su mirada crítica me resulta asombrosa, como si me hubiera leído el pensamiento. Que es, en realidad, un privilegio de la amistad. Y, ahora, no dejen de leer su espléndida traducción de la Poesía completa de Raymond Carver, recién publicada en Anagrama con el título de Todos nosotros.

[Nota: para leer bien el texto, basta pulsar en la imagen respectiva].
 






sábado, febrero 16, 2019

zerón huguet / espacio transitorio





Conozco a José Luis Zerón Huguet (Orihuela, 1965) desde los tiempos heroicos (creo que los puedo calificar así) de la revista literaria Empireuma, que dirigió en las décadas de 1990 y 2000 con la ayuda cómplice de Ada Soriano, José María Piñeiro y José Manuel Ramón. Nuestra primera comunicación data, pues, de hace exactamente veinticinco años, cuando coincidimos en la antología Los nuevos poetas –entonces éramos «nuevos»... y jóvenes– editada por el también poeta José Luis García Herrera en 1994. Allí estaban, entre otros (cito un poco a vuelatecla), José Fernández de la Sota, Guillem Vallejo, Ilia Galán o la propia Ada Soriano.

Tendría que ir a las cartas de aquel periodo para saber cómo se estableció el contacto, pero lo cierto es que muy pronto José Luis, con su hospitalidad generosa, abrió las páginas de la revista a mis poemas y traducciones. Allí se publicó también una de las primeras reseñas de Diálogo en la sombra (1997). En aquel periodo pre-Internet (la red ya daba sus primeros pasos, pero era mayormente terra incognita), las revistas en papel cumplían un papel fundamental para cimentar vocaciones y complicidades. Aislado como estaba en Sheffield, sin apenas contactos con el medio literario español (recuerdo que entonces sólo Álvaro Valverde había respondido con gentileza al envío de mi primer libro), la posibilidad de ir publicando poemas en Empireuma era algo más que un refrendo o una toma de confianza: me hacía sentirme acompañado.

Pasaron los años, como en los cuentos, cada cual tuvo que entrar como pudo en la adultez y perdí el contacto con José Luis. Hasta que en 2010, de veraneo en la costa de Murcia, mi hija Paula me propuso visitar la casa natal de Miguel Hernández en Orihuela. Y allá que fuimos. Y esa visita (de la que habría mucho que contar, pero será para otra vez) fue la ocasión, finalmente, de conocer en persona a José Luis y retomar el contacto. La sentí –la viví– como una forma de cerrar un círculo que llevaba demasiado tiempo abierto. Desde entonces, han pasado casi nueve años en los que, a falta de encuentros personales, hemos podido conversar por correo electrónico y seguir al corriente de nuestros trabajos respectivos.

La década de 1990 no fue fácil para poetas como José Luis, cuya escritura se movía muy lejos de las modas al uso. El ninguneo crítico y editorial estaba a la orden del día y no existía Internet para sortearlo con la astucia debida. Pero el creador que hay en él ha sabido sobreponerse a las dificultades del comienzo con cuatro libros publicados en rápida sucesión que dan cuenta del arraigo de su vocación poética y de la verdad y la fuerza de su visión: Sin lugar seguro (Germanía, 2013), De exilios y moradas (Polibea, 2016), Perplejidades y certezas (Ars poética, 2017) y Espacio transitorio (Huerga y Fierro, 2018).

Así que cuando José Luis me invitó a prologar su último libro, Espacio transitorio, no dejé pasar la oportunidad de rendir homenaje a su escritura y, de paso, saldar mi vieja deuda con él. Copio, pues, los tres párrafos iniciales de mi prólogo, que dan –me parece– una idea bastante clara de por dónde se mueven estos nuevos poemas. Aprovecho también para recomendar la entrevista que Ada Soriano le hizo en diciembre del año pasado en la revista digital «Frutos del tiempo». Leyéndola, no me parece casual que este libro sea quizá el más reseñado y mejor recibido de su autor. Como dice un viejo proverbio inglés, «toda espera tiene su recompensa». A otros nos gusta llamarlo justicia poética.
  

La obra de José Luis Zerón Huguet (Orihuela, 1965) ha sido siempre un sondeo en el misterio, el enigma. Desde la publicación hace veinticinco años de su primera entrega, Solumbre (1993), su poesía ha indagado con lúcida insistencia en los signos terrestres, los elementos primordiales –agua, fuego, tierra, aire–, para empezar a comprender lo real y obtener, quizá, un atisbo de sentido. En los poemas de nuestro autor el sentido nunca o rara vez es transcendente, sino que surge de la exploración sensorial y casi alucinada del mundo físico, de su inmanencia, el aquí y ahora de las cosas: mieses, espigas, muros, rastrojos, tallos resecos, la luz de la tarde en los árboles y los campos, el vuelo de los pájaros, el sol negro del mediodía, los cauces complementarios de los ríos y los caminos, la huella de unas botas, el brillo gastado de enseres y herramientas…

La contemplación obsesiva de este mundo conlleva un grado de extrañeza –de extrañamiento– que nos permite tomar conciencia del tejido complejísimo y a la vez coherente de la realidad, con sus luces y sus sombras, su juego de contrarios, su infinito juego de espejos. Y sólo el ser humano conocedor de esa realidad dejará de sentirse, literalmente, un desterrado, un excluido. José Luis Zerón sabe, con Keats, que «la poesía de la tierra nunca muere», y sabe también que de esa poesía, esto es, de los vínculos con la tierra que ella mantiene y preserva, depende nuestra cordura. Los títulos mismos de sus libros son explícitos a este respecto: Ante el umbral, El vuelo en la jaula y, sobre todo, De exilios y moradas, donde el peligro de la alienación –y hasta de la depresión, como veremos más adelante– convive con la certeza de un refugio al alcance de la mano, tras el velo que nubla o distorsiona nuestros sentidos. En esta misma línea se expresa el escritor José María Piñeiro cuando, sobre Perplejidades y certezas (Ars Poetica, 2017), último poemario del autor, dice que «supone al poeta como sujeto vidente, productor de imágenes densas y autónomas, captador de los movimientos secretos y transmutatorios de la naturaleza en comunión con el hombre». De ahí que la misión del poeta sea, en fin, «la de descifrar lo que ocurre ante una mirada que conjunta la multiplicidad de los fenómenos en una imagen plenaria».

Y así llegamos a esta nueva entrega, Espacio transitorio, que ocupa un lugar aparte en la obra de nuestro poeta. Ya desde sus primeros compases queda claro que estos poemas configuran una especie de libro negro, de quiebra o fractura donde la visión poética se despeña, abrumada por la sombra omnipresente del dolor y la violencia, el sufrimiento –propio y ajeno–, la angustia, la enfermedad… Los 33 poemas que lo integran –la cifra es significativa– dibujan un via crucis que hace paradas en la historia, el arte y el mito, que hace hablar a personajes bíblicos (Job, la mujer de Lot) y a grandes artistas (Van Gogh, Munch, Richard Dadd), que explora el dolor personal («Oración a San Orfidal», «No te he llamado») y colectivo (los «otros», los «excluidos»), que da voz a las víctimas de la historia («Visita al cementerio judío de Suceava», «La niña de Srebrenica») y a la vez registra la impotencia del sujeto contemporáneo, del individuo inmerso en las trampas del sistema, aguijado por la culpa pero incapaz de actuar. El resultado es un libro escrito desde la urgencia y la necesidad, una llamada de atención que es también un grito de socorro. José Luis Zerón responde así a la doble función de la poesía en tiempos difíciles: testimonio de soledad, sí, pero también manifiesto solidario, expresión depurada de nuestra hermandad fundamental. [...]

martes, febrero 12, 2019

la tarde





Releo La tarde de un escritor en una tarde, mi tarde de lector, podría decir. Hacía años que no leía a Peter Handke, y este librito, reencontrado de pronto entre las cajas de la mudanza que estaban por abrir, ha tenido algo de viaje en el tiempo, como una música que oímos en la radio y despierta presencias impertinentes.

Ciertos pasajes del libro, los que lo abren, por ejemplo, me han hecho recordar mis largas jornadas en el estudio de Netherfield Rd., en Sheffield, hace más de veinte años, donde traducía o trabajaba en la tesis en la más perfecta soledad: apenas se oía algún ruido, y uno tenía en ocasiones la impresión de ser el último habitante de la tierra; en los días más cortos del invierno, sobre todo, se percibía con absoluta nitidez la caída de la luz y el repliegue del jardín ante la noche, como un polvillo que fuera depositándose sobre las cosas y las dispusiera para su ingreso en la oscuridad; los gatos merodeaban por el muro y el viento mecía las ramas de un pequeño abeto que apenas cambió durante los cuatro años que ocupamos la casa. Handke describe una ciudad del norte, con suburbios extensos y silenciosos, y a veces, de no ser por las referencias a un río que la cruza, me ha dado la impresión de que hablaba (me hablaba) de Sheffield. Ciertas jornadas tenía la sensación de haberme hecho invisible a los demás: podían pasar dos o tres días sin que apenas saliera de casa y sin que cruzara una palabra con mis vecinos, y, cuando N. llegaba a casa por la noche, después de las clases, yo tenía que hacer un esfuerzo para procurarle conversación y vencer mi inicial indiferencia por la vida ajena. A veces salía y daba una vuelta por algún parque cercano, pero el frío me derrotaba pronto y maldecía la falta de cafés en mi barrio donde entrar en calor y ver pasar la vida. Inglaterra es un país poco acogedor para el flâneur.

He disfrutado mucho con el libro, pero me pregunto si en parte mi placer no se desprende de que he leído, al menos en parte, una autobiografía velada de mi vida en Sheffield. Ciertos gestos, incluso, me han recordado algunos de mis arranques maniáticos: el cambio a última hora de una palabra y la sensación de trabajo cumplido que eso me procuraba, la extrañeza con que miraba la casa después del largo día de silencio y cuartillas escritas, la pereza malsana antes de salir de casa y dar una vuelta, la sensación de navegar a la deriva por un aire hecho cámara de resonancia de mi conciencia… A veces, los fotogramas de Sheffield se me mezclaban con los de una ciudad centroeuropea, como la Praga que he visitado más tarde: Handke hablaba de un puente y un café y de inmediato me venían al recuerdo los puentes y cafés de Praga, la quietud ruinosa y deslavazada de la falsa isla de Kampa, donde tratamos inútilmente de encontrar huellas de Holan, aunque la memoria haya logrado reconciliar algunos de sus poemas con las callejas de esa tierra de nadie en la que nada nos llamaba. Aunque era marzo, el invierno seguía reinando y sumía las aguas del río en un negro pesado y revuelto que arrastraba las ramas y los despojos de la orilla. El frío palpaba la piel y se cernía sobre los tejados de Hradcany como un pájaro a la espera. De vez en cuando entrábamos a refugiarnos en un café y tratábamos de leer los periódicos checos, más bien de adivinar por ciertas palabras de qué hablaban. Hoy el recuerdo de esa semana salva acaso medio año de mi vida que ha caído en el olvido, sin duda propiciado por una rutina demasiado rígida.

La facilidad con que he logrado superponer imágenes de mi vida al texto de Handke me intriga. Sentí algo semejante al leer Poema de la duración: Handke lograba conjugar lo particular de cada situación (de lo que derivaba su poder inmediato) con una vaguedad descriptiva que permitía o más bien exigía la apropiación ajena. Sus escenas tienen rango de símbolos, cifran ideas o estados de ánimo que todos hemos asociado alguna vez con escenas análogas. Pero lo extraño, o al menos a mí me lo ha parecido en esta relectura, es que no resulta predecible, que sus identificaciones no son obvias. Todo sigue la lógica del sueño, natural y sorprendente a la vez, y vagamos por sus paisajes con la sensación, creo que no infundada, de que todo está a punto de cobrar –de revelarnos su– sentido.

viernes, febrero 08, 2019

cuatro ventanas







Se creyó alguien –¡al fin!– cuando se vio citado fuera de contexto.




Es tu hogar cuando decides buscar cualquier cosa, lo más nimio –un llavero, una linterna pequeña, un gorro contra el frío–, y lo encuentras.




Escritores que no dejan de egolucionar




Confirmar la sospecha. Ese miedo.



lunes, febrero 04, 2019

vona groarke / un poema breve






lo que entonces no sabía del mundo


Ese verano yo tenía un vestido amarillo
pero la montaña, con sus muchos verdes,
fue dejando caer que yo no era lo que parecía
y dijo, con su actitud liviana, tironeada por el viento:
solo una de nosotras necesita estar desnuda
y no veo por qué tendría que ser yo.



Hace como tres semanas colgué un breve poema de la poeta irlandesa Vona Groarke publicado en Poetry Nation Review. Este es aún más breve (apenas seis versos), y tiene algo, diríamos, más travieso y ashberiano que el anterior. No sé por qué, pero esa montaña «con sus muchos verdes» me ha recordado la célebre montaña Sainte-Victoire que Cezanne pintó obsesivamente a partir de 1885. Claro que la montaña del pintor parece bastante más sólida que esta y, desde luego, mucho menos impertinente.



what i didn’t know then about the world

I had a yellow dress that summer
but the mountain, in its so many greens,
put it about that I was not what I seemed,
said in its feathery, wind-flipped way:
only one of us needs to be naked here
and I don’t see why it should be me.