lunes, diciembre 30, 2019

cuenta atrás





Los veo en la cancha, jugando, insistiendo en jugar a pesar de la hora y la oscuridad creciente. Los veo y no los veo, medio escondidos por los árboles que envuelven el rectángulo vallado, las canastas, las dos farolas que vierten su luz tibia sobre el pavimento. Hasta que se abre un claro y el ruido del balón me llega nítido, inmediato, y los gritos que avisan y se buscan y se dan órdenes… Que celebran, también. Es un sábado de finales de año, un sábado de libertad, sin horarios, y la noche no va a sacarlos de quicio. No importa si son amigos o si el azar los ha reunido aquí para jugar un partido improvisado. Desde fuera es difícil saberlo. Pero yo sé que fui uno de ellos hace tiempo, jugando, insistiendo en jugar a pesar de la noche, o quizá fuera mejor decir contra la noche, como si la oscuridad fuera el relevo natural de los padres aguafiestas, de esa espera irritable que nos ataba en corto con solo mirarnos.

Esas tardes infinitas. Esos partidos que se prolongan sin que ninguna de las partes se atreva a ponerles fin. Ese temor de que cada jugada sea la última. Afinábamos los pases, los intentos de lanzamiento, los bloqueos, y todo para desmentir la falta de luz. Negar la evidencia podía ser un arte. Y la ilusión del virtuosismo –agacharse para estudiar la jugada, buscar o esperar el desmarque, dar el pase con la mano cambiada–, nuestra forma de apurar cada minuto. La cuestión era forzar prórrogas, dilatar el tiempo hasta lo inverosímil, hasta que solo quedara irse. Y no pensarlo. Como ahora.

martes, diciembre 24, 2019

feliz navidad



Komura Settai (Japón, 1887-1940), Nevada matinal, 1924


Amanece con nieve: nieve reciente, muy fina, como pelusa o polvos de talco. Ya ayer, al regresar de buena tarde a casa, el azul cobalto de un cielo sin estrellas competía con el aura anaranjada de las farolas precaria y prematuramente encendidas. Era un indicio de nieve, o la nieve misma, suspendida sin cuerpo en el aire, lluvia invisible que solo la luz revela. Ahora descorro las cortinas y la blancura me duele en los ojos. Despierto con este resplandor acerado de un sol lejano, nítido como una hoja de afeitar, y luego, en silencio, con miedo a despertarla, desciendo a la cocina. En el jardín, la tierra húmeda asoma tímidamente entre lo blanco, y también los mínimos brotes que en este final de febrero se atreven a desafiar los últimos bandazos del invierno. No aguantará la nieve: tal vez en el jardín nos espere algún rastro esta noche, pero será la excepción. No hubo viento. Nada nos inquietó mientras dormíamos. Puedo imaginar ahora el rumor inapreciable de la nieve al caer sobre el asfalto como una música de fondo en nuestros sueños. No soñé con nieve, pero todo lo soñado se asienta en ella. Luego, cuando salga a la calle, será ese territorio el que pise, seré yo quien entre como una prolongación furtiva en mi sueño; y quien tome residencia con la primera palabra pensada o escrita sobre la nieve.

«Preámbulos del poema», 1997


Felices fiestas a todos, con mis mejores deseos.

viernes, diciembre 20, 2019

caravana





Días en los que uno llega a este cuaderno tan desasistido, tan ayuno de imanes y expectativas, que hasta agradecería la presencia fisgona de algún jubilado detrás de la valla, comentando la jugada.



Para un epitafio posible: Todo en ti / fue contradicción.



A fuerza de tomar un desvío tras otro, fue encontrando su camino.



La cabeza en la piedra, los pies en el umbral.



Soy tan capaz de rabia, odio, desdén, violencia verbal, raptos de capricho o egoísmo arbitrario como el más pintado. Que nadie parezca encontrar huella de estas emociones en mi escritura, o apenas, no significa que hayan quedado fuera. Están en la banda, en la grada, leyendo con atención y dando instrucciones. Vigilando el acceso.

lunes, diciembre 16, 2019

anáfora / 2





Me llegan algunos comentarios de amigos sobre la entrevista que me hizo el poeta Carlos Iglesias Díaz para la revista Anáfora (Carlos, por cierto, acaba de obtener el Premio de la Crítica que concede la asociación de escritores asturianos; toda una alegría para él y sus lectores). Entre las parejas de pregunta-respuesta que han quedado fuera de la versión final o editada, quisiera rescatar estas dos, que parten de Seamus Heaney y Geoffrey Hill para hablar un poco de escritura, en general, y de la mía en particular. Y son palabras que, en última instancia, se ajustan como un guante a muchas entradas de esta bitácora.


Al abordar el estudio conjunto y comparativo de los poemas en prosa de Seamus Heaney y Geoffrey Hill, opones la transparencia y el afán de verosimilitud propios del género frente a la retórica más artificiosa del poema en sí mismo. Por otro lado, tú eres un asiduo cultivador del poema en prosa, bien en diarios –La vibración del hielo (2008)– como en libros misceláneos –Perros en la playa (2011)–. ¿Qué te atrae del poema en prosa, en tu doble vertiente de lector y autor, y qué retos específicos te plantea a la hora de traducirlo?

Tengo la impresión de que el poema en prosa es una de las formas que toma la pelea constante de la modernidad entre el verso (más rítmico, más artificioso, más sutil y contrapuntístico) y la prosa. Dice Charles Simic que «El poema en prosa es una bestia mítica como la esfinge. Un monstruo hecho de prosa y poesía», pero no estoy muy de acuerdo. El problema reside en esa equivalencia falsa entre «verso» y «poesía». Lo contrario de la prosa es el verso, no la poesía, que puede aparecer donde quiera. Faltaría más. Yo creo que este tipo de debates formales deberían estar superados a estas alturas: poema en prosa, verso libre, serialidad, fragmentación, etcétera. Otra cosa es que se quieran superar en falso, sin tener una idea clara de lo que es o lo que supone la forma poética. Pero esa es otra cuestión.

Yo creo que todos, como poetas, hemos envidiado esa espaciosidad de la prosa, ese don para meter mundo y decirlo sin afectación, sin artificio aparente. Por cada gran poema que hemos leído podríamos invocar un pasaje en prosa igualmente memorable que persiste en la memoria como un talismán. Quizá no lo recordemos palabra por palabra, pero sabemos que está ahí, que existe, y podemos volver a él.

Sé que otros lectores pueden no estar de acuerdo, pero yo siento que Perros en la playa es un libro esencialmente de poesía. De hecho, es la poesía que quise hacer después de la decepción que me produjo, casi al momento de publicarse, Gran angular. Siento que hay menos poesía ahí que en Perros…, que es un cuaderno de notas, de reflexiones y mini ensayos, de aforismos… No veo cesura ni distancia entre esos dos modos de escritura. Hay una continuidad.


Siguiendo en la estela de Heaney y, en concreto, de su célebre poema «Digging» (Cavando), ¿crees que la tarea del traductor consiste justamente en cavar y horadar el lenguaje en busca de nuevos matices de los que antes carecía?

Yo creo que la imagen del «cavar» ha sido muy importante para mí como descripción del proceso de escritura. La idea de que uno empieza escarbando, apartando maleza y piedrecillas hasta que tropieza con algo. Algo de lo que tirar. Y la escritura entonces se parece a coger una pala y profundizar en los alrededores de ese algo, hasta que lo tienes delante de los ojos en forma de poema. Otra imagen posible es la del ovillo: uno encuentra un cabo suelto y tira de él hasta desplegarlo. Me gustó mucho el modo en que lo describió Martín López-Vega al reseñar Nada se pierde. Decía que los poemas, «que a menudo parten de un detalle, siempre dibujan, a partir de ese detalle, un mundo complejo, como una secuencia de adn». Martín entendió, me parece, la naturaleza obsesiva y hasta machacona de esa búsqueda. Pero la imagen del «cavar» también me atrae porque supone un esfuerzo físico, una cosa de porfía y de empeño. Bueno, todo eso está en un poema temprano como «Laurel», bastante explícito al respecto. En general, toda poética que incluya una visita a la tierra, a la oscuridad o al lado de sombra del mundo, tiene mi asentimiento.

jueves, diciembre 12, 2019

preludio


And then the lighting of the lamps… Ese momento, en la tarde de mediados de diciembre, en que vemos encenderse las farolas de la calle. Previsible, tal vez, pero inesperado. Los ojos se han ido habituando a la penumbra y al amarillo seco y sin vida de las hojas, y todo es del color indistinto del cielo, de las fachadas, de la piedra mordida por el frío. (Parece que esta noche lloverá). Vamos hablando de cualquier cosa y de pronto, ante nosotros, se enciende una farola, un parpadeo, luego la calle entera hasta donde llega la vista. La sorpresa. Luego el alivio tranquilo de la iluminación, como si nada. Y la noche va llegando, imantada por las luces como una polilla. Y lo que no esperábamos ilumina lo que nos espera, el camino que falta. Todavía es pronto para volver.

lunes, diciembre 09, 2019

familiares desconocidas


Vuelvo a leer en clase, en el taller del Kafka, ese viejo y certero lema de Valente: «Sólo se llega a ser escritor cuando se empieza a tener una relación carnal con las palabras» (Cómo se pinta un dragón). Una confesión de parentesco, desde luego, pero también una insinuación erótica, sin duda anterior o condicionada a esa idea suya de la escritura como «gestación». Sin embargo, como sucede también con las personas con las que compartimos la vida, hay días en que las palabras se nos vuelven extrañas, súbitas desconocidas, las vemos y es como si su rostro hubiera cambiado, nos descoloca, hay alguien ahí que asoma (¿algún ancestro?) y no sabemos quién es. Y puede ocurrir incluso que las palabras se nos hagan odiosas, como en esas broncas familiares en las que sale un rencor antiguo, el veneno fermentado durante años. La cercanía tiene esas contrariedades, ese viaje del amor al despecho que hacemos cada vez que la razón o el origen de nuestra fuerza nos quita la cara –y nos debilita. Uno puede enredarse en sus propias raíces, está claro. Pero es mejor sacar un pie tras otro y contorsionarse si es necesario que esgrimir un hacha falsamente liberadora. Las palabras se nos pueden volver remotas, hasta ilegibles a veces, pero no son el enemigo.

jueves, diciembre 05, 2019

cuenta atrás





Llevaba medio año ausente (alguna vez lo eché de menos), pero el chino que hace ejercicio caminando hacia atrás ha reaparecido. Así es la cosa: da vueltas en torno al parque en modo retroceso, moviéndose con paso firme y volteando la cabeza cada poco para evitar tropiezos y despistes. Podría hacer una consulta para conocer el motivo –si es una práctica venerable o está recomendado para prevenir algún mal específico–, pero me quedo con la imagen de este hombre más bien bajo, escueto y reconcentrado, que circunvala el damero de parterres y jardines avanzando de espaldas, como si quisiera regresar infinitamente a la noche de donde proviene –sin lograrlo. Una forma de penitencia. La sospecha, quizá, de que este caminar inverso ayuda a expiar (¿a corregir?) los errores de la víspera. El reloj en hora. Borrón y cuenta nueva.

(Una semana después me lo encuentro acompañado de su mujer, que imita su caminar hacia atrás, pero sin la firmeza ni la gracia del hombre. Tiene el pelo alborotado por las rachas de viento y lleva de la mano a su hijo, que intenta zafarse cada poco para no perder el equilibrio. El día, ciertamente, no ayuda. Pero ellos insisten y me los cruzo diez minutos después, más acompasados. Una práctica familiar).

lunes, diciembre 02, 2019

apetito



Tanto o más importante que el libro, en ocasiones, es la expectativa que despierta su lectura, la atmósfera que va creando conforme lo leemos. Esa expectativa nace en el acto mismo de hojearlo en la librería y abrir sus tapas. Vamos con él por la calle como quien lleva una delicatesen, una sorpresa suculenta que luego compartiremos en casa. Así que hay ese elemento de gula, de apetencia pura, pero también algo más: una apertura de posibilidades, un presagio feliz, la idea o mejor la ilusión –y cómo nos revolvemos si el libro defrauda esa ilusión– de que en esas páginas hay una clave, una voz, algo, que nos permitirá sentirnos menos solos… o menos desorientados. Esto sólo pasa con muy pocos libros, claro; o pasa muy de vez en cuando. Es una cuestión de química, de simpatía animal.

El juego de las afinidades es misterioso y a veces paradójico –suele ocurrir que apreciamos autores que se ignoran o se detestan mutuamente–, pero también es cierto que todos tenemos nuestros libros, nuestros autores, esos nombres propios que buscan o llaman a otros nuevos hasta formar constelaciones. Y que son esas constelaciones, esos dibujos astrales, los que nos orientan a la hora de optar por un camino u otro. Dicho de otro modo: son los libros los que nos eligen, los que deciden por nosotros y nos lanzan su reclamo desde la mesa de novedades o la página de un suplemento cultural. Y ello explica, por ejemplo, por qué, sin saber nada o casi nada de Dorothea Tanning, la pintora y poeta norteamericana, cedí sin pensarlo al impulso de comprar sus memorias, Between Lives. Bastó un leve vistazo, el examen curioso de algunas páginas –la sintaxis, el tono de voz, pero también la tipografía, la extensión de algunos párrafos–, para hacerme con el libro. De ahí pasé a sus poemas, a sus cuadros, y me sumergí durante semanas en el mundo artístico de la Francia de posguerra. Es un ejemplo. Me pasa igual con los libros de notas de Julien Gracq –que, a veces, lo diré, han podido irritarme por su evidente altivez o sus lítotes endemoniadas, pero que siempre contienen alguna perla, destellos inconstantes de su inteligencia.

Con todo, quizá lo mejor de la lectura es cuando el libro se apodera del día y las obligaciones cotidianas, digamos, quedan supeditadas a su atmósfera, el ritmo de sus frases o el parloteo de sus personajes. Todo –lo de dentro y lo de fuera, el verso suelto del pensamiento y la prosa de la rutina exterior– sucede en el espacio abierto por el libro. Es algo que hemos aprendido a evitar, hasta cierto punto, porque el grado de interferencia es tan alto que choca frontalmente con la exigencia de productividad del mundo. Así que la consignamos a los días de vacaciones o a los puentes festivos, como si fuera un adorno para ocasiones especiales. Algo inevitable, supongo, porque la mayor parte de la gente trabaja fuera de casa y no tiene tiempo para estas «delicadezas»; y porque ya muy pocos leen en el metro o en el autobús, por ejemplo, o pueden abstraerse y tomar distancia de su trabajo –que los agota y los aliena– en las páginas de un libro. Pero yo tengo la suerte –que no siempre es afortunada– de trabajar en casa, y más de una vez ha sucedido que, arrastrado por un libro, me descubro sentado en un sofá a media tarde, vagamente culpable, leyendo y subrayando y anotando frases en un cuaderno. Y esas lecturas son más intensas –también en el recuerdo– que ninguna otra. Son una supervivencia de los maratones lectores de nuestra juventud, de ese dominio tiránico que los libros ejercían sobre nosotros. Las recordamos muy bien, hasta con afecto, porque por un momento la vida se volvió otra cosa, una extensión maleable que se doblaba o curvaba al contacto de la imaginación ajena.

He escrito antes «vagamente culpable». Una tontería, o una muestra de debilidad por mi parte, como si tuviera que hacerme perdonar el haber protegido ese tiempo de lectura –ese espacio vital– de la agresión exterior. Pero esa es la escala de valores que va apoderándose del mundo y que, como se descuide uno, termina infiltrándose en la conciencia. El tiempo lineal de la eficacia, del trabajo productivo, no soporta ese otro tiempo curvado por la fuerza de gravedad del libro. No lo quiere incordiando por ahí, zumbando a su alrededor como las moscas «familiares» del poema de Machado.

Leer a sorbos, a trompicones, leer en los ratos libres, es algo que a nadie puede bastarle y que tarde o temprano terminamos pagando. El espíritu –a falta de una palabra mejor– necesita esas inmersiones periódicas, esas borracheras de tinta de las que salimos perplejos, mareados, como quien ve la luz del día después de pasar tiempo en una habitación a oscuras. O como quien salta a tierra después de navegar durante horas. El vaivén del agua en la sangre. El rumor de las palabras, como insectos en torno a un farol encendido. Y todo, en esa atmósfera abierta por el libro, se distorsiona ligeramente para cobrar su apariencia más veraz, más persuasiva.

viernes, noviembre 29, 2019

pudor


Sobre el poder de la palabra. Veo en las noticias el testimonio del asesino confeso de una muchacha, un caso de gran repercusión mediática. El hombre cuenta con torpeza que él no pretendía matarla, que fue un error, que sólo quería callarla o asustarla o dejarla inconsciente –la había confundido con otra y temía ser delatado. Pero ejerció una presión desmedida con las manos en el cuello de la víctima y entonces, cuando quiso darse cuenta, ella –y aquí se detiene, titubea un instante– «… estaba… parada… inmóvil». Han pasado más de dos años desde el día del crimen, pero el hombre sigue sin ser capaz de hablar claro, de decir «muerta» en voz alta. Un síntoma de cobardía que lo delata, sí, pero también la confirmación de que ciertas palabras son un reflejo demasiado literal o preciso de nuestros actos. La lengua no es como los ojos, no puede mirar a otro lado, pero cuenta con eufemismos que le hacen el trabajo sucio. La sinonimia –lo saben bien los poetas y los abogados de la acusación– puede ser un pariente pobre y algo vergonzante de la mentira.

domingo, noviembre 24, 2019

la lección


M. me cuenta pequeñas historias de crueldad de su infancia: niños que prendían fuego a hormigueros, un amigo de su padre empalando un grillo con un junco, la visión de un perro desnutrido en la trasera de su casa… Recuerdos de un pueblo del Maresme en los años setenta. Mi infancia fue enteramente urbana –a diferencia de muchos compañeros de clase, yo no tenía una «aldea» a la que ir en verano o los fines de semana– y mis primeras experiencias de crueldad con los animales son algo posteriores, de la primera adolescencia: pedradas certeras a las lagartijas que corrían por las tapias de los chalecitos de Viesques, excursiones a los descampados de La Camocha para fumar y tirar piedras –siempre las piedras– a los aguarones o ratas de agua que asomaban entre la maleza o en la base de las zanjas, cosas así… Pero hay un recuerdo anómalo, casi pueril, que no logro quitarme de la cabeza. El apartamento en el que vivíamos, un noveno piso, estaba pegado a un sector de la azotea que mi madre había convertido en jardín, y en aquel jardín, cada cierto tiempo, aparecían los caracoles. El voladizo de la azotea era un plano inclinado tapizado de azulejos diminutos –teselas blancas que pronto, con el viento y la humedad, empezarían a desprenderse, para desesperación de la compañía de seguros– y una tarde de verano mi padre, que esperaba visita, se puso a «jugar» con los caracoles: primero los colocaba por parejas en la pendiente, a media altura, y daba inicio a la carrera; luego, cuando el caracol ganador había avanzado los centímetros de rigor, lo levantaba de su sitio y lo ponía de nuevo en la línea de salida. Hizo esto cuatro o cinco veces. La lección de Sísifo en riguroso directo. Yo tenía once o doce años y no comprendía, la verdad, cómo mi padre, ese hombre tan serio y poco expresivo, parecía divertirse con aquel juego. Pero el caso es que sonreía, eso lo recuerdo bien. Y que alguna vez, cuando empujaba al caracol perdedor al vacío, soltó una risita nerviosa. La cosa debió de durar diez o quince minutos, no más –hasta que llegó la visita y mi padre entró en casa. Sería exagerado llamarlo crueldad, lo sé, pero tampoco se me ocurre otra palabra. Y sólo desde ella puedo explicarme la persistencia del recuerdo.

jueves, noviembre 21, 2019

entre




Mañana viernes se presenta en Oviedo el número 18 de la revista de creación y crítica Anáfora, que dirigen desde Asturias Pablo Núñez y Candela de las Heras. Se incluye en sus páginas una larga entrevista que el joven poeta Carlos Iglesias Díez me hizo este verano (por escrito) a propósito de La puerta verde y que recoge algunas de las ideas que exploramos en la presentación del libro en Oviedo.

Como tiendo a ser prolijo y hasta exhaustivo, la entrevista original se me fue de las manos y hubo que «cortarla» ligeramente. No me resisto a compartir uno de los fragmentos que han quedado fuera. No solo es el más autobiográfico de todos, Burnside mediante, sino que rima –me parece– con el tono de algunas entradas recientes de este blog (en realidad, las explica parcialmente). Aprovecho para agradecerle a Carlos Iglesias su interés y su lectura atenta. No fue fácil responder a algunas de sus preguntas, pero el esfuerzo valió la pena.



Carver Street, Sheffield, ca. 1992


En tu glosa de la poesía de John Burnside, haces referencia a esos espacios suburbiales donde no están bien definidos los límites entre el campo y la ciudad, el adentro y el afuera, el transcurso del tiempo y su detención. Son escenarios frecuentes en tus propios poemas («Paris-Texas», «Highland», «Lugar del amor», «Desierto de los Monegros», «Invernal», entre otros muchos) y en los de los autores a quienes traduces. ¿Qué significan para ti esa clase de «no-lugares»? ¿Crees que su carácter mestizo y fronterizo guarda alguna similitud con el proceso de traducir?

Creo que tienes razón al señalar esa correspondencia entre mi interés por Burnside y mi fascinación por esos lugares intermedios, esos espacios suburbiales que ya aparecen en un libro tan temprano como La anatomía del miedo («Carver Street» es otro ejemplo que me viene a la cabeza). Por un lado, es una fascinación de orden fotográfico y cinematográfico: crecí con toda esa mitología norteamericana del cine y el rocanrol (desde Badlands de Malick a Paris, Texas de Wenders pasando por la mirada urbana de Cassavetes o el primer Scorsese). Esa imagen de la «tiniebla en el confín de la ciudad», por citar el célebre disco de Springsteen, ha sido icónica para mí. Pero hay también una raíz de índole biográfica: cuando llegué a Sheffield en septiembre de 1992, la ciudad salía de una crisis socioeconómica y de identidad muy intensa por culpa del nuevo orden thatcheriano. Parecía un escenario de una película de Ken Loach. La ciudad se extendía en infinitos barrios residenciales a partir de un centro diminuto, tomado por franquicias comerciales, bloques de oficinas y edificios administrativos. El campus de la universidad era un segundo foco de actividad que rivalizaba con el centro de la ciudad, y recuerdo muy bien que entre esos dos nudos se extendía una red de calles y callejas casi vacías, sin apenas comercios ni viviendas: solares abandonados, viejos garajes y fábricas de ladrillo rojo, edificaciones de la época victoriana que habían albergado talleres, almacenes, destilerías… Te confieso que dediqué muchas tardes a caminar por esos barrios, fascinado. Y no tardé en establecer una correspondencia entre ese Sheffield decadente y el Gijón post-reconversión industrial, esas zonas del Gijón portuario y suburbial que se extendía hacia Veriña… Llegué a escribir un libro de poemas con el título de Las ciudades rotas a partir de esta correspondencia. Los poemas no eran gran cosa y el libro quedó inédito (o lo destruí, no me acuerdo bien).

Esos lugares entre, esos espacios intermedios (no me gusta mucho la expresión no-lugar, o al menos me parece más apropiada para ámbitos como los pasillos y las salas de espera de los aeropuertos, por ejemplo), siempre me han seducido. Y los sigo buscando una y otra vez aquí en Madrid; me doy cuenta al leer muchas de las entradas de mi blog. Me parecen espacios llenos de posibilidades, espacios a medio hacer que la imaginación puede colonizar más ampliamente. Supongo también que son espacios que convienen a mi soledad o mi misantropía… Además, el que sean lugares humanizados (y también, en ocasiones, fuertemente urbanizados) hace que el tipo de apertura, de iluminación, que ofrecen tenga una fuerza muy particular. A veces me parece que escribo porque no puedo ser pintor…

Respecto a esa analogía que estableces entre mi búsqueda de esta clase de lugares y mi trabajo como traductor, la verdad es que no lo había pensado. Está bien visto. En general, nunca me ha gustado aparecer en primer plano o estar en el centro de la escena: prefiero los márgenes, la banda, el pasar ligeramente desapercibido. Si a eso le sumas el componente didáctico, el afán de compartir descubrimientos… Si hubiera una explicación psicológica para lo que hago, o cómo lo hago, iría por ahí.

lunes, noviembre 18, 2019

novedades

   
Quiere la casualidad que una parte importante de los trabajos que he ido haciendo estos meses vean la luz ahora, en noviembre, ¡todos a la vez! Hago recuento por si algún lector curioso tiene interés o ganas de acercarse a esas páginas:
 


En el número 431 de la revista Quimera aparece un extracto de un libro de notas en preparación –supongo que el sucesor de Perros en la playa– con el título de «Poética del sonámbulo».

El dossier central del nuevo número de Turia está dedicado al gran poeta polaco Zbigniew Herbert. El dossier, coordinado magistralmente por Xavier Farré, recoge el trabajo de hasta quince autores, incluido mi artículo «La piedra y la perla» (en la sección de inéditos aparece también un poema reciente, «Secuela»).




El poeta Carlos Iglesias Díez me entrevista por extenso –una entrevista más escrita que hablada, en realidad– en la revista asturiana Anáfora a propósito de mi libro de ensayos La puerta verde.

He escrito el prólogo del nuevo libro de Raúl González García, su segundo poemario, Fuga de nieve, que acaba de ver la luz en Verbum. Un libro que preserva como pocos la frescura y la intensidad casi alucinatoria de las visiones juveniles, y que profundiza en el surco abierto por los poemas de Los fuegos del agua.

También es de ahora mismo la antología bilingüe (español / inglés) Streets Where to Walk is to Embark. Spanish Poets in London (1811-2018), editada por Eduardo Moga y traducida por Terence Dooley para la editorial Shearsman Books, que recoge una muestra amplísima de los poemas que escritores españoles de dos siglos hemos dedicado a Londres. Mi trabajo aparece representado con el poema «Días de 1998», que recuerda la hospitalidad –y la compañía– de mis viejos amigos Maria Cristina Fumagalli y Jon Dean.




viernes, noviembre 15, 2019

quicio


Estos gorriones que picotean entre arbustos son los mismos que el año pasado. También los perros, que se renuevan cada curso sin dejar de ser idénticos. Pinos y cedros y arces y abedules son los de siempre, no se han movido de su sitio. Y así la hierba, el agua del estanque, los colores de la rosaleda… Sólo nosotros –testigos inquietos, insatisfechos, reos de una impaciencia que patina sobre la superficie de las cosas– crecemos y cambiamos, nos salimos del quicio, no coincidimos con nosotros mismos.

martes, noviembre 12, 2019

el resplandor


Subo con Layla al parquecillo del Templo de Debod. El día es hosco y frío, con ráfagas de un viento húmedo que se mete en la ropa y en la piel. La bobina del cielo se deslía y arrastra nubes inconstantes, que a veces se acumulan en forma de bolsa gris y proyectan una luz plateada que agrava aún más el frío. Las grandes piedras del monumento respiran con indiferencia. Paseo contraído, con las manos en los bolsillos, mientras la perra se dedica a perseguir a las palomas y a olisquear los arbustos. Las palomas echan a volar sin queja ni aspavientos, asumiendo el acoso perruno como parte del orden natural de las cosas. Se apartan y siguen con su paso tranquilo y su zureo.

Arriba, la claridad del cielo parpadea sobre las ramas oscilantes de los árboles y va alternando franjas de luz con otras de sombra. Es como si las destrenzara o les sacara brillo. Ventadas. Pienso en la palabra inglesa gust, que es justamente eso: racha, ráfaga (de viento). Una palabra glotal y oscura, que se forma casi en la nuez, y que más parece la exhalación de un fuelle gastado. Veo las ramas de los árboles, esas puntas que por momentos brillan cuando el sol se impone, nunca por mucho tiempo. Y tengo la impresión de que ahí, por alguna razón, ha asomado tímidamente la desnudez del mundo, su presencia, ese modo que tiene de hablarnos cuando se desprende de sus nombres. Ahí está, en el dorado de las piedras egipcias o en la humedad de la tierra negra o en lo más alto de esas ramas iluminadas. Como una cucaña por la que tendré que trepar y arrastrarme si quiero un poco de su resplandor.

sábado, noviembre 09, 2019

lengua del sueño


Semana de sueños vívidos, extravagantes. Incluido alguno de esos que tengo muy de vez en cuando y que he dado en llamar «sueños lingüísticos». En esta ocasión, estaba en Londres, en un pub enorme –recuerdo que se llamaba The Black Tavern, un local familiar, con muchos niños y zonas de juego–, y al bajar una escalera que sobrevolaba la barra me fijé en unos bocadillos rellenos, algo así como nuestros montaditos, que uno de los camareros iba cortando en dos mitades. Entonces un amigo me comentó que eran una especialidad cockney y que la gente los conocía como «samed equals»…

¿De dónde sacaría yo ese término, que (por cierto) me parecía perfectamente plausible en el sueño? ¿Y por qué en inglés? Para empezar, es un pleonasmo, como decir «los mismos iguales» en español. Solo que la imaginación toma el adjetivo «same» y lo convierte en participio: «samed», «mismado». Así que aquellas mitades de bocadillo no eran sólo iguales, sino que habían sido «mismadas», igualadas activamente. Como pulidas y cepilladas para ser copias perfectas de su otra mitad.

El recurso al inglés me intriga, pero no me extraña. O no demasiado. Al fin y al cabo, es uno de mis idiomas de trabajo, y mi trabajo tiene que ver con las palabras. Aun así, el detalle de que sea un término cockney me hace gracia. Nunca me interesó esa jerga y nunca me molesté en aprenderla. Veo que hasta en sueños hago trampa y busco disculpas para mi ignorancia.

lunes, noviembre 04, 2019

boris a. novak / poemad



Boris Novak leyendo en el Auditorio del Centro Cultural Conde Duque,
Madrid, 27 de octubre de 2019, dentro del festival PoeMAD


La escritura del poeta esloveno Boris A. Novak, de la que hemos tenido noticia en España gracias a la antología El jardinero del silencio y otros poemas (trad. Laura Repovš y Andrés Sánchez Robayna, Galaxia Gutenberg, 2018), obedece a dos impulsos de distinta naturaleza que, sin embargo, se complementan con maestría: por un lado, una intensa preocupación formal, o mejor dicho, una voluntad de experimentación y hasta de juego que trata de incorporar a la tradición poética eslovena, relativamente joven –apenas tiene dos siglos–, todo el repertorio formal de la gran lírica europea, que amplía y enriquece con sus propios hallazgos; por otro, una tensión moral y hasta política que no ha dejado de indagar, a lo largo de los años, en los vínculos entre lo personal y lo colectivo, memoria y presente, imaginación y conciencia.

Hablar de los Balcanes, como sabemos, es hablar de un territorio que ha estado en primera línea de fuego de la historia europea reciente –desde hace por lo menos un siglo– y en el que se han ejercido actos de violencia y destrucción masiva cuyo eco sigue repicando entre nosotros. Nadie que haya vivido estos sucesos, y menos alguien que ha hecho de la relación con las palabras su razón de ser, puede salir indemne de esta experiencia. Como decía T. S. Eliot en su poema «Gerontion», «después de tal saber, ¿cuál perdón?». La poesía ha sido la manera de modular y expresar este sentimiento de piedad, rastreando en la memoria personal y familiar y en la historia colectiva las claves del desastre, resucitando lugares y destinos humanos, inyectando en la escritura lírica algo del aliento épico y narrativo que está en los orígenes de nuestra poesía. Pero no adelantemos acontecimientos.

Nacido en 1953 en Belgrado, Novak fue un niño bilingüe –como recuerda su traductora Laura Repovš, «el serbio era la lengua de su primer entorno y el esloveno la lengua de casa»–, pero al regresar con su familia a Liubliana en la adolescencia y descubrir su vocación literaria, decidió que el esloveno sería «su única lengua poética». Hasta mediados de la década de 1980, su trayectoria es la de un joven poeta con intereses en la filología comparada, la dramaturgia, la traducción y el trabajo editorial. En 1987, entra a formar parte del consejo de redacción de Nova revija, revista de literatura y pensamiento que tuvo una enorme influencia en los años finales del régimen comunista y en el proceso de democratización de Eslovenia. Con la independencia, que se logró a principios de julio de 1991, Novak se vinculó al PEN Club de su país, desde donde organizó, entre otras labores, una celebrada acción humanitaria en favor de las víctimas del sitio de Sarajevo.

Su compromiso político, sin embargo, no ha restado un ápice de firmeza a su compromiso literario, que se traduce desde hace cuarenta años en numerosos libros de poemas y ensayo, trabajos de traducción y una continua actividad docente. Novak ha tocado casi todos los temas –el amor en sus libros Alba y Fulguración, el desastre de la guerra en Cataclismo y Maestro del insomnio, la memoria personal y familiar en Eco y Ritos de despedida, la historia en Pequeña Mitología Personal–, y lo ha hecho en las formas más diversas, desde el poema breve de inspiración oriental o cercano a la greguería ramoniana hasta el poema extenso de tonos épicos –escrito en una revisión personal del terceto encadenado de Dante–, pasando por el soneto, la canción, el epitafio, la enumeración anafórica o la albada provenzal. Aquí caben desde el monólogo dramático a los ejercicios de écfrasis o los poemas en prosa con voluntad narrativa y vagamente surreal. También el humor, un humor tierno como el de «Trapología», el poema que abrirá su lectura de hoy. Es difícil que un simple recital pueda hacer justicia a la amplitud y la variedad de esta escritura, pero su rigor formal, aprendido muy pronto en la poesía clásica europea, hace que su trasvase a nuestro idioma sea más fácil, más persuasivo. Con ustedes, el poeta Boris Novak.


Algunos de los poemas que Boris Novak leerá en la segunda parte de su lectura son sonetos o modulaciones personales de esta forma clásica, capaz de renovarse y escapar a la acusación de irrelevancia que parecía haber caído sobre ella. Estas variaciones consisten a veces en estrambotes que expresan la pasión numerológica de su autor; o, mejor dicho, su gusto por el juego. Por ejemplo, añadiendo dos pareados después de los tercetos finales, o incluso dos versos sueltos después de esos pareados, de tal forma que el poema se va adelgazando visiblemente conforme desciende por la página. El soneto, lejos de ser la antigualla que cierta modernidad superficial ha denunciado, se vuelve aquí flexible y apto para expresar los infinitos matices del sentimiento amoroso, o bien el laberinto de claroscuros de la conciencia moderna… Detrás de estas decisiones está el convencimiento firme de Novak de que la poesía es una cadena de maestros y modelos que no reconoce el paso del tiempo y nos hermana más allá de fronteras lingüísticas y culturales. Por ahí cabe entender la reivindicación que nuestro autor hace de la rima –que ha definido como «beso de palabras»–, capaz de juntar dos términos cuya semejanza sonora hace más visible aún más la distancia, la discrepancia, entre sus significados. Esa es la tensión poética que hace más real la realidad, que añade nuevos cuartos y pasillos a la casa del vivir, que ilumina lo que ni siquiera sospechábamos que estaba ahí. Ese es el modo en que la poesía, y Novak lo sabe muy bien, nos instala en el centro de nuestra propia vida.


Exilio

Ninguna estrella puede ya ayudarme.
Miro cómo se hiela el cielo norte,
el sur se esconde. Las ciudades blancas
en que crecí se van desvaneciendo
tras el muro estrellado del horizonte sur.
Una corteza cada vez más dura
crece entre yo y mí mismo. Sólo veo
tras la niebla la sombra de la muerta
mitad de mí: como sin fondo,
palpo a tientas mi rostro oscuro y tiemblo.
Mi hogar está ya sólo en mi garganta.


trad. Laura Repovš y Andrés Sánchez Robayna