La niña de los vecinos sufre algo
parecido a terrores nocturnos. No se explica si no que dos o tres noches a la
semana las pase llorando: un llanto violento, insistente, que percute al otro
lado de la pared hasta despertarnos. Son sacudidas que duran quince o veinte minutos
y que terminan en un silencio tenso, indeciso, que vuelve a romperse al poco
con nuevos sollozos. La primera vez que me desperté lo hice con la sensación,
la certeza, de que algo importante se me escapaba de los dedos: un aura lustrosa,
la explicación que lo aclaraba todo, la llave maestra que haría encajar las
piezas (¿de qué? Quizá del sueño mismo). Pasé la media hora siguiente dando
vueltas en la cama y persiguiendo con angustia vicaria el cabo del sueño. Inútil:
zarandeado por el lamento de la niña, el cuarto se movía bajo mis pies y alejaba
la llave, la espantaba de mí con violencia, cada vez que la tenía a mano. El
llanto se convirtió en un gimoteo exhausto y terminó por apagarse. Pero al
fondo, muy al fondo, parecía seguir oyéndose un eco pospuesto de su queja,
pequeños relieves que respiraban en sordina bajo el lienzo del insomnio. Como
un equivalente aural de la imagen remanente, una secuela que se resistía a dejar
el caracol del oído. ¿Por cuánto tiempo? Solo sé que cada vez que lograba
adormilarme la niña volvía a estallar en llanto. Y así durante cerca de tres horas.
Tumbado boca abajo, envidié la impavidez del faquir. Y, en efecto, el aire del dormitorio
parecía una cama de pinchos que hurgaba y se entrometía con insolencia en mi
búsqueda de sueño. El pequeño caracol ya era una espiral envolvente. Y lo siguió
siendo hasta arrojarme, por uno de sus toboganes abruptos, a la arena manchada del
amanecer.
Bad Readers
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Gemi...
Hace 1 hora
1 comentario:
Un apunte escrito con el pulso firme y suelto de un buen micro. Excelente (y sugestiva) la imagen , literal, del caracol. Confío en que al otro año del tabique la realidad se haya vuelto clemente.
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